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Flor Del Desierto


Enviado por   •  12 de Marzo de 2014  •  8.258 Palabras (34 Páginas)  •  902 Visitas

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FLOR DEL DESIERTO

Dirie, Waris y Cathleen Miller.(1999) FLOR DEL DESIERTO. EN: Selecciones. Tomo CXVIII No. 706 Septiembre 1999. Reader’s Digest. México. Pag. 158-188.

ERA UNA AUTÉNTICA hija del desierto: hermosa y tenaz como las flores que brotan después de la lluvia. Sobrevivió al intenso calor, la sequía y las privaciones, pero la prueba más terrible que tuvo que afrontar fue someterse a un rito cruento y brutal. Waris Dirie, una de las mujeres más bellas del mundo de la moda, presenta aquí un relato detallado de su insólita trayectoria, que la llevó de una aldea de pastores en Somalia a las páginas de la revista Vogue. Al revelar su secreto más íntimo y doloroso, esta valiente mujer espera ayudar a poner fin a una inhumana tradición que ha dejado mutiladas a millones de inocentes desde hace mucho tiempo.

LA HUIDA

MI FAMILIA era una tribu de pastores del desierto de Somalia. De pequeña disfrutaba intensamente de la libertad de observar la naturaleza: sus imágenes, sonidos y olores. Veíamos a los leones dormitando al sol. Corríamos junto a las jirafas, las cebras y las zorras. Perseguíamos a los damanes -animal parecido a la marmota- sobre la arena. Yo era muy feliz.

Sin embargo, poco a poco la felicidad se esfumó. La vida se hizo más difícil. A los cinco años ya sabía lo que era ser, mujer en África: soportar sufrimientos terribles en silencio y sin poder hacer nada.

Las mujeres son la columna vertebral de África. Realizan la mayor parte del trabajo y, a pesar de esto, carecen de poder para tomar decisiones. No tienen voto ni voz, a veces ni siquiera para decir con quién quisieran casarse.

Tenía unos de los 13 años cuando me harté de esas tradiciones. Ya no era una niña, sino una jovencita de piernas ágiles y llena de energía. Antes no me había quedado más remedio que sufrir, pero volverme adolescente decidí huir de casa.

Mi calvario empezó cuando mi padre me dijo que ya había elegido esposo para mí. Consciente de que debía actuar de prisa, le revelé a mi madre mi plan de escapar. Pensaba ir a buscar a una tía que vivía en Mogadiscio, la capital, ciudad en la que nunca había estado.

Mientras mi padre y el resto de la familia dormían, mi madre me despertó y me dijo: Vete ya. Miré a mi alrededor, pero no había nada que llevar: ni agua ni comida. Así que, descalza y con sólo una túnica para cubrirme, eché a correr por el oscuro desierto.

No sabía en que dirección estaba Mogadiscio; sólo corra sin pensar. Despacio al principio, porque casi no veía nada, pero cuando a amaneció salí disparada como una gacela. Corrí sin parar durante horas.

A medio dìa ya estaba bien internada en el desierto. La desolación se extendía hasta el infinito. Presa del hambre, la sed y la fatiga, a minoré la marcha y empecé a caminar.

Mientras analizaba hacia dónde me estaría dirigiendo, oí a alguien llamarme por mi nombre. ¡Era mi padre! El corazón me dio un vuelco, pues sabía que si me alcanzaba, me obligaría a casarme.

Pese a que le llevaba mucha ventaja, había conseguido seguirme de cerca por las huellas que iba yo dejando en la arena; venía pisándome los talones. Nuevamente eché a correr. Miré hacia atrás y lo vi a parecer en lo alto de una loma. El también me vio. Aterrada, apreté el paso. Era como ir deslizándose sobre olas de arena: yo remontaba una duna y él descendía por la anterior. Seguíamos así durante varias horas, hasta que me percaté de que hacia rato que no lo veía ni oía su voz.

No pare de correr hasta que el sol se puso y la oscuridad me impidió ver. Para entonces estaba muerta de hambre y los pies me sangraban. Me senté a descansar al pie de un árbol y me quedé dormida.

Horas después, el intenso sol de la mañana me hizo abrir los ojos. Me puse en pie y eché a correr de nuevo. Así seguí durante varios días, que fueron de hambre, sed, miedo y dolor. Cuando la oscuridad era tan profunda que ya no podía ver por dónde iba, me detenía. A medio día me sentaba a la sombra de un árbol y dormía para reponer fuerzas.

En uno de esos ratos en que estaba yo entregada al sueño me despertó un ruido extraño. Al abrir los ojos me vi cara a cara con un león. Traté de levantarme, pero hacía días que no probaba bocado y las piernas se me doblaban. Apoyé el cuerpo contra el árbol que me había protegido del despiadado sol de África. Mi largo vague a través del desierto había llegado a su fin. Estaba serena, dispuesta a morir.

Ven y acaba con migo de una vez le dije al animal. Estoy lista.

El león me miro fijamente y yo lo mire también. Entonces se relamió las fauces y empezó a pasearse frente a mi con movimientos elegantes pausados. Podía atacarme en cualquier momento. Finalmente, dio media vuelta y se alejo, disuadido quizá al ver la poca carne que tenia yo pegada a los huesos.

Cuando vi que la fiera no iba a matarme, supe que dios me tenia reservado otro destino, una razón para matarme con vida. “ ¿Qué quieres de mi?”, pregunte al cielo mientras me ponía en pie con dificultad. “Guíame, por favor”.

HIJA DEL DESIERTO

Antes de huir de casa, mi vida había girado en torno a la naturaleza y la familia. Como la mayoría de los somalíes, éramos pastores y teníamos reses, ovejas y cabras. Los camellos nos proporcionaban el sustento diario, pues las hembras daban leche para alimentarnos y apagar la sed, lo que representaba una bendición cuando nos encontrábamos lejos de las fuentes de agua. Ese era nuestro desayuno y también nuestra cena.

Nos levantábamos al salir el sol. Nuestra primera faena era ir a los corrales a ordeñar. Adondequiera que íbamos, cortábamos ramas para hacer rediles y evitar que los animales se extraviaran en la noche.

Criábamos animales sobre todo por la leche y para trocarlos por otros bienes. De niña, tenia que llevar rebaños de entre 60 y 70 ovejas y cabras a pastar en el desierto. Cogía una vara larga y echaba a andar con mis animales, canturreando una tonadita para que me siguieran.

En Somalia los escasos pastizales no son de nadie y hay que caminar mucho para dar con ellos. Mientras los animales pacían, yo vigilaba que no se acercaran depredadores. Las hienas se mantenían al acecho para abalanzarse sobre algún cordero o cabrito que se hubiese separado del rebaño. Los leones también eran motivo de preocupación. Estas fieras cazaban en grupo en tanto que yo estaba sola.

Al igual que mis parientes, no se cuantos años tengo; solo puedo hacer conjeturas respecto a mi edad.

Nuestra vida estaba regida por el ritmo de las estaciones y los movimientos del sol; la necesidad de lluvia determinaba

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