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Influencia De La Educacin En El Desarrollo Del Pais


Enviado por   •  12 de Noviembre de 2012  •  9.892 Palabras (40 Páginas)  •  506 Visitas

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Educación, Desarrollo y Equidad Social 1

Manuel de Puelles Benítez y José Ignacio Torreblanca Payá (*)

Tomado del Número 9 de la Revista Iberoamericana de Educación, publicada en Madrid (España) por la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI).

(*) Manuel de Puelles Benítez es catedrático de Política de la Educación de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) de España. José Ignacio Torreblanca Payá es becario del Instituto Juan March de Estudios e Investigaciones de Madrid (España).

«La necesidad de reorientar las prioridades del desarrollo desde una exclusiva optimización del crecimiento económico hacia objetivos sociales más amplios como la erradicación de la pobreza y una mejor distribución de la renta es hoy sumamente reconocida».

Michael P. Todaro, 1985.

Se ha dicho recientemente que sería difícil encontrar a alguien que en el mundo actual negara la importancia de la educación para la salud económica de cualquier país2. Sin embargo, detrás de este aparente consenso, existen múltiples problemas de no fácil solución, tales como: ¿cuánta educación se necesita de cara al desarrollo económico? ¿quiénes deben recibirla? ¿cuánto se ha de invertir? ¿debe darse preferencia a la educación primaria o, por el contrario, los esfuerzos deben centrarse en la secundaria? ¿no es la educación superior un requisito inexcusable para el cambio tecnológico? ¿cómo conciliar todas estas demandas? ¿cuánto invertir en ellas? Como veremos a lo largo de este trabajo, tales cuestiones no son sino el resultado de la complejidad que alberga el binomio desarrollo-educación.

I. El desarrollo como problema

Desde el final de la segunda guerra mundial hasta mediados los años 70, el mundo occidental asistió a un proceso de crecimiento económico extraordinario3, mayor incluso en la periferia que en el núcleo central: si en los Estados Unidos y en Australasia este crecimiento casi se duplicó en relación con el registrado entre 1913 y 1950, en Europa occidental se triplicó y en la periferia europea fue siete veces superior al que se había producido en la primera mitad del siglo (véase cuadro adjunto).

Como puede observarse en el cuadro señalado, la evidencia apunta a que, al menos en el mundo occidental, la posición dominante de un centro frente a una periferia dependiente no supone, al menos en principio, un incremento de las disparidades. Más bien al contrario, el núcleo central realizó el papel de motor del desarrollo respecto de su periferia más próxima, de manera que, al crecer ésta más rápidamente que el centro, se produjo una tendencia a la convergencia de los niveles de bienestar. Esta consideración se refuerza históricamente si recordamos que la revolución industrial inglesa actuó como centro del crecimiento europeo o que el liderazgo económico de Estados Unidos en la segunda posguerra mundial sentó las bases de la expansión económica mundial. Apareció así un modelo de crecimiento en el que el capital excedentario del centro suplió la escasez de ahorro e inversión de los países adyacentes, al mismo tiempo que el comercio internacional introdujo flexibilidad, eficiencia y competitividad en las economías occidentales.

La sacralización del crecimiento económico

El éxito ostentoso y temprano de este modelo de crecimiento fue el factor fundamental que explicó el traslado del modelo a la periferia del sistema económico mundial. Este modelo, que comenzó a agotarse a fines de los años 60, y que entró en crisis mortal durante los 70, tuvo dos premisas esenciales para su aplicación a los países en vías de desarrollo.

La primera premisa fue esta: un centro desarrollado es motor y no obstáculo para el desarrollo de la periferia4. De acuerdo con dicha premisa, las bajas tasas de ahorro, y por tanto de inversión doméstica, podían ser reemplazadas con capital exterior, produciéndose entonces un «atajo» (short-cut) para el desarrollo, y resultando innecesario repetir las fases de crecimiento histórico habidas en Occidente (revoluciones agrícola e industrial), con el consiguiente ahorro de etapas y de esfuerzos. Por tanto, los obstáculos al desarrollo había que buscarlos en las propias sociedades subdesarrolladas: imperfección del mercado interior, ineficiencia económica, estructuras sociales muy rígidas, corrupción política, parasitismo burocrático, falta de inversión en capital humano, baja productividad y nacionalismo económico. En consecuencia, los peores puntos de partida, fruto de situaciones internas y no de la posición internacional de los países, eran superables mediante una estrategia adecuada dirigida a remover los obstáculos al crecimiento. Una instrumentación correcta de las diversas variables macroeconómicas podía producir el despegue hacia el desarrollo, ya que el capital exterior podía sustituir las bajas tasas internas de formación de capital5.

La segunda premisa del modelo era que el subdesarrollo es un problema exclusivamente de crecimiento económico, siendo el producto interior bruto per cápita el indicador del crecimiento. La conclusión era inevitable: el crecimiento tenía que primar la eficiencia aunque fuera a costa de la equidad en la distribución de los bienes y de los servicios; era preferible un fuerte crecimiento económico con desequilibrios graves a un menor crecimiento con equidad. De este modo, se estimaba que la desigualdad social y económica no era un problema ni un cuello de botella para el crecimiento, sino una situación de partida que se iría corrigiendo de forma natural. Una vez superada la fase de despegue, el crecimiento se filtraría por ósmosis, repercutiendo sus beneficios en las clases más desfavorecidas en un proceso que sería extenso en el tiempo. Había otra consecuencia más, derivada de este modelo: la dualidad ricos-pobres debía dar paso al círculo virtuoso de inversión-consumo- empleo, por lo que una ruptura precipitada de la dualidad podía tener consecuencias económicas adversas. En otras palabras, los intentos redistributivos prematuros constituían una amenaza para el despegue. Sin embargo, como veremos enseguida, esta simplificación de la realidad se mostró desacertada, conduciendo no sólo hacia una sacralización del crecimiento económico, sino incluso a la de las propias políticas dirigidas únicamente a resultados basados en el crecimiento acelerado del producto interior bruto, medido en renta per cápita. Los valores macroeconómicos desplazaban a los microeconómicos.

Pero la realidad no respondió a la teoría. Si bien durante

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