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Sonata de primavera


Enviado por   •  4 de Agosto de 2013  •  Ensayos  •  562 Palabras (3 Páginas)  •  312 Visitas

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Sonata de primavera

Memorias del Marqués de

Bradomin

Anochecía cuando la silla de posta traspuso la Puerta Salaria

y comenzamos a cruzar la campiña llena de misterio y de rumores

lejanos. Era la campiña clásica de las vides y de los olivos, con

sus acueductos ruinosos, y sus colinas que tienen la graciosa

ondulación de los senos femeninos. La silla de posta caminaba poruna vieja calzada: Las mulas del tiro sacudían pesadamente las

colleras, y el golpe alegre y desigual de los cascabeles

despertaba un eco en los floridos olivares. Antiguos sepulcros

orillaban el camino y mustios cipreses dejaban caer sobre ellos

su sombra venerable. La silla de posta seguía siempre la vieja

calzada, y mis ojos fatigados de mirar en la noche, se cerraban

con sueño. Al fin quedéme dormido, y no desperté hasta cerca del

amanecer, cuando la luna, ya muy pálida, se desvanecía en el

cielo. Poco después, todavía entumecido por la quietud y el frío

de la noche, comencé a oír el canto de madrugueros gallos, y el

murmullo bullente de un arroyo que parecía despertarse con el

sol. A lo lejos, almenados muros se destacaban

negros y sombríos sobre celajes de frío azul. Era la vieja, la

noble, la piadosa ciudad de Ligura.

Entramos por la Puerta Lorenciana. La silla de posta

caminaba lentamente, y el cascabeleo de las mulas hallaba un eco

burlón, casi sacrílego, en las calles desiertas donde crecía la

yerba. Tres viejas, que parecían tres sombras esperaban

acurrucadas a la puerta de una iglesia todavía cerrada, pero

otras campanas distantes ya tocaban a la misa de alba. La silla

de posta seguía una calle de huertos, de caserones y de

conventos, una calle antigua, enlosada y resonante. Bajo los

aleros sombríos revoloteaban los gorriones, y en el fondo de la

calle el farol de una hornacina agonizaba. El tardo paso de las

mulas me dejó vislumbrar una Madona: Sostenía al Niño en el

regazo, y el Niño, riente y desnudo, tendía los brazos para

alcanzar un pez que los dedos virginales de la madre le mostraban

en alto, como en un juego cándido y celeste. La silla de posta

se detuvo. Estábamos a las puertas del Colegio Clementino.

Ocurría esto en los felices tiempos del Papa-Rey, y el

Colegio Clementino conservaba todas sus premáticas, sus fueros

y sus rentas. Todavía era retiro de ilustres varones, todavía se

le llamaba noble archivo de las ciencias. El rectorado ejercíalo

desde hacía muchos años un ilustre prelado: Monseñor Estefano

Gaetani, obispo de Betulia, de la familia de los Príncipes

Gaetani. Para aquel varón, lleno de evangélicas virtudes y de

ciencia

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