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Los Celos Silvina Campos


Enviado por   •  27 de Junio de 2013  •  1.571 Palabras (7 Páginas)  •  501 Visitas

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A continuación vamos a escuchar un cuento de Silvina Ocampo sacado de su obra “Cornelia frente al espejo”. (El texto está leído con acento argentino) Después contesta a las

preguntas .

LOS CELOSOS

Irma Peinate era la mujer más coqueta del mundo;lo fue de soltera y aún más de casada.

Nunca se quitaba, para dormir, el colorete de las mejillas ni el rouge de los labios, las pestañas postizas ni las uñas largas, que eran nacaradas y del color natural. Los lentes de contacto, salvo algún accidente, jamás se los quitaba de los ojos. El marido no sabía que Irma era miope; tampoco sabía que antaño se comía las uñas, que sus pestañas no eran negras y sedosas, sino más bien rubias y mochas. Tampoco sabía que Irma tenía los labios finitos. Tampoco sabía, y esto es lo grave, que Irma no tenía los ojos celestes. Él siempre había declarado:

- Me casaré con una rubia de pestañas oscuras como la noche y de ojos celestes como el cielo de un día de primavera.

¡Cómo defraudar un deseo tan poético! Irma usaba lentes de contacto celestes.

- A ver mis ojitos celestes de Madonna – exclamaba el marido de Irma, con su voz de barítono, que conmovía a cualquier alma sensible.

Irma Peinate no sólo dormía con todos sus afeites: dormía con todos los jopos y postizos que le colocaban en la peluquería. El batido del pelo le duraba una semana; el ondulado de los mechones de la nuca y de la frente, cinco días; pero ella, que era habilidosa, sabía darles la gracia que daban en la peluquería, con jugo de limón o con cerveza. Este milagro de duración no se debía a un afán económico, sino a una sensualidad amorosa que pocas mujeres tienen: quería conservar en su pelo las marcas ideales de los besos de su marido. ¿Y cómo las conservaba, si su marido no usaba lápiz labial? En el perfume de la barba: el pelo de la barba, mezclado al pelo de su cabellera de mujer, formaban un perfume muy delicado e inconfundible que equivalía a la marca de un beso.

Irma, para no deshacer su peinado, dormía sobre cinco almohadones de distintos tamaños.

La posición que debía adoptar era sumamente forzada e incómoda. Consiguió en poco tiempo una seria desviación de la columna vertebral, pero no dejó por ese motivo de cuidar su peinado. Se mandó hacer el almohadón como chorizo relleno de arroz que usan los japoneses. Como era muy bajita (hasta dijeron que era enana), se mandó hacer unos zuecos con plataformas que medían veinte centímetros de alto. Consiguió que su marido se creyera más bajo que ella. Ella nunca se sacaba los zuecos, ni para dormir, y su estatura fue siempre motivo de admiración, de comentarios sobre las transformaciones de la raza. Como amazona se lució y, como nadadora, en varias oportunidades, también. Nadaba, es natural, con un pequeño salvavidas; y al caballo que montaba su cuidador le daba una buena dosis de neurótico para que su mansedumbre fuera perfecta. El caballo, que se llamaba Arisco, quedó un día dormido en medio de una cabalgata. La caída de Irma no tuvo mayores consecuencias ni puso en peligro su vida; lo único desagradable que le sucedió fue que se le rompió un diente. La coqueta volvió a su casa fingiendo tener afonía y no abrió la boca durante un mes. Tampoco quiso comer. Buscó en la guía la dirección de un odontólogo.

Esperó dos horas, contemplando los países pintados en los vidrios de las ventanas, que le sugerían futuros viajes a los bosques del Sur, a las cataratas del Niágara, a Brasilia o a París;

ya en los últimos momentos de la espera, cuando le anunciaron: “Puede pasar, señora”, el dentista le saludó como un gran señor o como un gran payaso, agachando la cabeza. Señaló la silla de las torturas, sobre la que se acomodó Irma. Después de un “vamos a ver qué pasa”, contempló la boca, no muy abierta por coquetería de la señora.

- Es este diente – gritó Irma -. Se me rompió en un accidente de caballo.

- De caballo – exclamó el dentista-. Qué términos violentos. No será para tanto. Vamos a examinar este collar de perlas – dijo-. ¿Y cómo dice que se produjo? Algún tarascón, sin duda. –

El dentista gimió levemente al ver la perla quebrada-. Qué pena, en una boca tan perfecta. Abra, abra un poco más. “Si mi marido estuviera en el cuarto de al lado”, pensó Irma, “qué imaginaría, él que es tan desconfiado”.

- Habrá que colocar un pivot – dijo el dentista-. No se va a notar, se lo puedo garantizar.

- ¿Saldrá muy caro?

- Para estas perlas nada resultaría bastante valioso.

- Sin broma.

- Sin broma. Le haré un precio especial.

- ¿Especialmente caro?

Tal vez se había excedido en las bromas, pues el facultativo le guiñó el ojo y le oprimió la pierna como con tenazas entre las de él, lo cual provocó un gemido, pero todo esto lo hizo respetuosamente, sin ningún alarde ni vacilación. Después de concretar, en una tarjeta rosada, la hora en que se empezaría el trabajo, Irma recogió sus guantes, la tarjeta, su bufanda y la cartera y, corriendo, salió del consultorio, donde tres enanas la miraban con envidia.

Transcurrieron los días sin que el marido lograra arrancar una palabra a su mujer. De noche, antes de acostarse y de besarlo, apagaba la luz. Un arrullo de palomas le contestaba con el encanto habitual, porque, hablara o no hablara, la gracia era una de las especialidades de Irma.

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