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Modernidad


Enviado por   •  5 de Diciembre de 2012  •  1.883 Palabras (8 Páginas)  •  369 Visitas

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Universidad Tecnológica de la Mixteca.

Departamento de filosofía.

Ingeniería en: Electrónica.

Grupo: 102-a

Curso: historia del pensamiento filosófico

Profesor: Ricardo García J.

Que presenta el alumno: Torres Hernández Guillermo Omar.

Tema:

Modernidad

Por modernidad habría que entender el carácter peculiar de una forma histórica de totalización civilizatoria de la vida humana.

En términos generales la modernidad ha sido el resultado de un vasto transcurso histórico, que presentó tanto elementos de continuidad como de ruptura; esto quiere decir que su formación y consolidación se realizaron a través de un complejo proceso que duró siglos e implicó tanto acumulación de conocimientos, técnicas, riquezas, medios de acción, como la irrupción de elementos nuevos: surgimiento de clases, de ideologías e instituciones que se gestaron, desarrollaron y fueron fortaleciéndose en medio de luchas y confrontaciones en el seno de la sociedad feudal.

El fundamento de la modernidad se encuentra en la consolidación indetenible —primero lenta, en la Edad Media, después acelerada, a partir del siglo XVI, e incluso explosiva, de la Revolución Industrial pasando por nuestros días— de un cambio tecnológico que afecta a la raíz misma de las múltiples "civilizaciones materiales" del ser humano. La escala de la operatividad instrumental tanto del medio de producción como de la fuerza de trabajo ha dado un "salto cualitativo"; ha experimentado una ampliación que la ha hecho pasar a un orden de medida superior y, de esta manera, a un horizonte de posibilidades de dar y recibir formas desconocido durante milenios de historia. De estar acosadas y sometidas por el universo exterior al mundo conquistado por ellas (universo al que se reconoce entonces como "Naturaleza"), las fuerzas productivas pasan a ser, aunque no más potentes que él en general, sí más poderosas que él en lo que concierne a sus propósitos específicos; parecen instalar por fin al Hombre en la jerarquía prometida de "amo y señor" de la Tierra.

Los hombres de hace un siglo (ya inconfundiblemente modernos) pensaban que eran dueños de la situación; que podían hacer con la modernidad lo que quisieran, incluso, simplemente, aceptarla —tomarla completa o en partes, introducirle modificaciones— o rechazarla —volverle la espalda, cerrarle el paso, revertir sus efectos. Pensaban todavía desde un mundo en el que la marcha indetenible de lo moderno, a un buen trecho todavía de alcanzar la medida planetaria, no podía mostrar al entendimiento común la magnitud totalizadora de su ambición ni la radicalidad de los cambios que introducía ya en la vida humana. Lo viejo o tradicional tenía una vigencia tan sólida y pesaba tanto, que incluso las más gigantescas o las más atrevidas creaciones modernas parecían afectarlo solamente en lo accesorio y dejarlo intocado en lo profundo; lo antiguo o heredado era tan natural, que no había cómo imaginar siquiera que las pretensiones de que hacían alarde los propugnadores de lo moderno fueran algo digno de tomarse en serio.

En nuestros días, por el contrario, no parece que el rechazo o la aceptación de lo moderno puedan estar a discusión; lo moderno no se muestra como algo exterior a nosotros, no lo tenemos ante los ojos como una terca incógnita cuya exploración podamos emprender o no. Unos más, otros menos, todos, querámoslo o no, somos ya modernos o nos estamos haciendo modernos, permanentemente. El predominio de lo moderno es un hecho consumado, y un hecho decisivo.

Nuestra vida se desenvuelve dentro de la modernidad, inmersa en un proceso único, universal y constante que es el proceso de la modernización. Modernización que, por lo demás —es necesario subrayar—, no es un programa de vida adoptado por nosotros, sino que parece más bien una fatalidad o un destino incuestionable al que debemos someternos.

"Lo moderno es lo mismo que lo bueno; lo malo que aún pueda prevalecer se explica porque lo moderno aún no llega del todo o porque ha llegado incompleto." Éste fue sin duda, con plena ingenuidad, el lema de todas las políticas de todos los estados nacionales hace un siglo; hoy lo sigue siendo, pero la ingenuidad de entonces se ha convertido en cinismo.

Han pasado cien años y la meta de la vida social —modernizarse: perfeccionarse en virtud de un progreso en las técnicas de producción, de organización social y de gestión política— parece ser la misma. Es evidente sin embargo que, de entonces a nuestros días, lo que se entiende por "moderno" ha experimentado una mutación considerable. Y no porque aquello que pudo ser visto entonces como innovador o "futurista" resulte hoy tradicional o "superado", sino porque el sentido que enciende la significación de esa palabra ha dejado de ser el mismo. Ha salido fuertemente cambiado de la aventura por la que debió pasar; la aventura de su asimilación y subordinación al sentido de la palabra "revolución".

El "espíritu de la utopía" no nació con la modernidad, pero sí alcanzó con ella su figura independiente, su consistencia propia, terrenal. Giró desde el principio en torno al proceso de modernización, atraído por la oportunidad que éste parecía traer consigo —con su progresismo— de quitarle lo categórico al "no que está implícito en la palabra "utopía" y entenderlo como un "aún no" prometedor.

La tentación de "cambiar el mundo" —"cambiar la vida"— se introdujo primero en la dimensión política. A fines del siglo XVIII, cuando la modernización como Revolución Industrial apenas había comenzado, su presencia como actitud impugnadora del ancien régime era ya indiscutible; era el movimiento histórico de las "revoluciones burguesas". La Revolución vivida como una actividad que tiene su meta y su sentido en el progreso político absoluto: la cancelación del pasado nefasto y la fundación de un porvenir de justicia, abierto por completo a la imaginación. Pronto, sin embargo, la tentación utopista fue expulsada de la dimensión política y debió refugiarse en el otro ámbito del progresismo absoluto, el de la

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