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Discurso a la Concordia


Enviado por   •  10 de Junio de 2013  •  Informes  •  2.049 Palabras (9 Páginas)  •  330 Visitas

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"Discurso a la Concordia"

Discurso de aceptación del Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, 2008.

"Llegar al Principado de Asturias, quedar envuelta en el cariño de su gente y en el esplendor de su historia, es para mí, después de tantos años difíciles, la expresión de la misma gracia divina.

Cómo explicar de otra manera el camino extraordinario que me trae hasta aquí: hace algunas semanas estábamos mis compañeros y yo en el mundo húmedo y asfixiante de la selva, donde nada era nuestro, ni siquiera nuestros propios sueños. Fueron muchas las noches oscuras en que traté de evadirme imaginando un mundo mejor, un mundo donde personas alrededor mío buscaran aportarle felicidad a los demás y donde hiciera, otra vez, bueno vivir.

No podía imaginar que Dios oiría mi llamado al punto de traerme aquí, junto a personas que me alegraron tantos momentos el largo cautiverio que me tocó vivir.

A Rafael Nadal, por ejemplo, lo seguí durante seis años por las canchas de Roland Garros. Lo vi crecer a través de las transmisiones en directo, que Radio Francia Internacional hacía cada verano. y al tiempo que compartía la alegría de sus cada vez mayores éxitos, vivía la frustración de no poder ver sus victorias. Estar aquí en el día de hoy, viéndolo cara a cara, es como cerrar un círculo, es completar de forma maravillosa una cita con la vida.

Podría contarles también de las largas horas vacías que traté de amoblar recitándome los poemas que más he amado, haciendo un gran esfuerzo por extraer de la memoria tantos tesoros perdidos, para lograr sentirme otra vez afortunada de vivir. Estar ahora cerca de Tzvetan Todorov y de Margaret Atwood es una sensación parecida para mí a la del que ha atravesado el desierto y se encuentra finalmente con el oasis. Tengo una inmensa admiración por ellos, los escultores de la palabra, quienes con el arte sagrado de materializar el alma enriquecen a los demás sin guardarse nada para sí.

Recuerdo la vez que descubrí las maravillas de la Nanotecnología, también por la radio, una tarde después de una larga marcha de meses. Me encontraba oyendo desde mi cachumbe al comentarista, mientras era azotada por una nube de garrapatas microscópicas que se habían emboscado por el camino y se desplazaban sobre mi piel llenándome de llagas a su paso.

Me acuerdo haber pensado entonces que hubiese querido que me confeccionaran una segunda piel, tan liviana y resistente como la telaraña, para evitarme el ataque de mis inexpugnables enemigos durante el duro transitar por la selva. Imaginen encontrarme aquí, con quienes me hicieron soñar, aquellos mismos que han hecho de esta ciencia una vara mágica para cambiar nuestra relación con el dolor, con el proceso de sanar, con nuestra piel.

Debo confesar que esta ha sido para mí, desde la liberación, la más maravillosa de las citas. Tuve la gran alegría de hablar con Su Alteza Real, el Príncipe Felipe, cuando en Madrid fui a visitar a su Padre el mes pasado. En los minutos en que conversamos, quedé sobrecogida por la pureza de su mirada y la bondad que emana de su persona. De alguna manera, ya lo conocía un poco, a través de los relatos que mi madre me hizo de las personas que la ayudaron durante mi cautiverio. Ella siempre guardó el recuerdo emocionado de un encuentro en Argentina, donde, sumándose al compromiso firme y valeroso de la presidenta Cristina Kirchner, sintió en las palabras de aliento del Príncipe de Asturias mucho más que un apoyo protocolario. “Él siente como nosotros”, me comentó, queriendo hacer el elogiode su gran humanidad. Este Premio, al llevar su nombre, es doblemente significativo para mí. No sólo porque es fruto de las más nobles

intenciones del pueblo español, sino porque es encarnado por este joven Príncipe y por su bellísima esposa, quienes no han dejado de sorprendernos con la generosidad de sus gestos y la altura de sus sentimientos. Sí, la palabra “Concordia” les pertenece.

Contrasta esto con la cruel realidad que sufren mis hermanos cautivos en la selva, a manos de sus deshumanizados carceleros. Para ellos, hoy, no hay ni generosidad, ni respeto, ni familia, ni afecto. Como me sucede desde hace demasiados años, vuelvo a sentir la tristeza y la alegría tejiéndose simultáneamente en mí, y confirmo una vez más que no me sentiré totalmente libre, ni feliz, mientras quede alguno de mis compañeros preso en la selva.

Pienso, por lo tanto, que cogida de la mano de todos los que nos acompañan hoy, es necesario reflexionar en lo que podemos hacer por ellos. No sólo porque haciéndolo podemos estar contribuyendo a salvarlos, sino paradójicamente, porque creo que nos estaremos salvando también a nosotros mismos.

En las cíclicas repeticiones de la historia, veo con claridad que tenemos la oportunidad, una vez más, de ser aquéllos que rompen el círculo de las maldiciones. El año pasado, en esta misma ceremonia, se oyeron las voces de las víctimas del Holocausto. Quienes estaban aquí, asistieron al doloroso cuestionamiento que ellos les hacían a sus propios vecinos, aquéllos que los miraron en silencio partir hacia el infierno y que no hicieron nada.

¿Qué hubiéramos hecho nosotros? ¿Hubiésemos hecho como la mayoría, tratando de encontrar justificaciones a la infamia, para poder dormir en la tranquilidad de nuestra indiferencia? Todos queremos pensar que no. Todos quisiéramos vernos retratados del lado de los héroes anónimos que se jugaron la vida por salvar la de ese hombre, la de ese niño que sufrió.

La vida nos ha traído a la consciencia la realidad amarga de los que están presos de esa misma infamia en las selvas de Colombia, de esa misma locura revestida de otro uniforme, pero habitada de la misma crueldad. Hoy no podemos ignorar su situación y la de cientos de seres humanos que padecen la arbitrariedad de la intolerancia política, religiosa o cultural en cualquier lugar del mundo. En esta aldea global que es el mundo de hoy, todos somos vecinos. A diario podemos extender la mano y no lo hacemos.

Quiero contarles de esos vecinos míos, que nunca nos conocieron, pero que se movilizaron en el mundo entero para exigir nuestra liberación. Personas que podían quedarse en sus casas encerradas en sus propias preocupaciones, personas

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