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Qué Difícil Es Defender El Honor De Dios


Enviado por   •  24 de Enero de 2012  •  2.299 Palabras (10 Páginas)  •  524 Visitas

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“Para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder detenga al poder”

Montesquieu

A pocos se les oculta que España está inmersa en un proceso global de descomposición promovido desde el poder, en el que para perpetuarse en el mismo, se viene atentando contra todo tipo de valores con el fin de establecer una sociedad ignorante y como consecuencia, amorfa. Una población que responda dócilmente a la amplificación de las consignas de los que Julián Marías dio en llamar “medios de desinformación”. Pero, como paso previo para lograr este objetivo, previamente es preciso, primero desacreditar y por último liquidar, cualquier tipo de obstáculo que se cruce en el camino trazado por ese poder: oposición política, leyes naturales, raíces, tradiciones, estructura del tejido social y por supuesto la Iglesia, sostén de los más trascendentales valores éticos y morales de nuestra civilización. Y para alcanzar este propósito, parece que cualquier procedimiento es válido.

Esta ambición de poder, me recuerda a la que dio origen al martirio de Thomas Becket en la Inglaterra del siglo XII.

Como es sabido, esta cuestión quedó magistralmente plasmada en 1935, en la obra del gran poeta Thomas Stearns Eliot, Premio Nobel de Literatura, “Asesinato en la Catedral”, que plantea la independencia y “lucha de investiduras, entre la autoridad secular y la religiosa”, personificada en las figuras del arzobispo Thomas Becket, primado de Canterbury, y Enrique II Plantagenet, que ceñía la corona de Inglaterra.

En 1967, el autor francés Jean Anouilh, partiendo de este hecho histórico que conmocionó a toda Europa, reflexiona sobre las honduras del alma humana, las tentaciones del poder y la relación entre el poder secular y el eclesiástico, en su obra más célebre: “Becket o el honor de Dios”. En ella expone la frecuente discordancia entre dos fuentes de legitimidad: la de la Iglesia y la del Estado, poniendo de manifiesto el dramático esfuerzo del Arzobispo por salvaguardar el honor de Dios, frente al presunto honor de su Príncipe.

En una primera lectura, es fácil quedarse con la foto fija de esta inicial exposición. Sin embargo, en mi modesta opinión, si profundizamos en la filosofía que el drama trata de transmitir, esta sobrepasa con mucho los límites de la acción concreta que los autores nos presentan, adquiriendo una dimensión más amplia y ecuménica.

El contencioso expuesto, no debería sorprendernos. Desde el comienzo de los tiempos, el ser humano sustituyó su infinita ignorancia, por su inconmensurable orgullo y así, a través de su organización social, manada, tribu, reino, imperio o república, cometió la abierta afrenta de intentar someter, “por el bien de la comunidad”, el poder divino al poder temporal, manipulando a su conveniencia las apetencias emocionales y materiales de las masas, y al igual que los asesinos de Becket, tachan de traidores y desleales al poder democrático, a quienes se oponen a sus ocultos y tendenciosos designios, mientras que sus actos constituyen un atentado permanente contra cualquier tipo de valor que no favorezca los intereses del rey.

Irónico, contradictorio y vano intento, con el que el hombre, instalado en su ilimitada soberbia, pretende invertir el orden natural, intentando someter al Creador al servicio de su obra, en vez de estar ésta, al servicio de su Hacedor.

A este respecto, convendría recordar las palabras del Cardenal Arzobispo Emérito de Valencia, Agustín García Gascó: “Gobernar —como si Dios no existiera— lleva a la desintegración personal y social… Todas las decadencias morales y la gravedad de problemas de nuestro tiempo, como el terrorismo, la violencia contra las mujeres y los niños, la desinte-gración de la familia y de los vínculos familiares, son consecuencia de algunos que se empeñan por construir la vida y el mundo a espaldas de Dios, contra Dios mismo”.

Pero nada de esto es nuevo. La confrontación entre lo temporal y lo intemporal es una discordancia que ha existido siempre y que yo me atrevería a decir que es coherente con la hasta ahora menguada capacidad de comprensión del género humano. Es la armonía de la desarmonía que forma parte de un todo. No cabe concebir la existencia del bien, sin la presencia del mal. Y es bajo esta concepción —de que nos habla Heráclito— donde hallamos la grandeza de la Inteligencia que gobierna todas las cosas, por medio de todas las cosas.

Partiendo de una situación propia de la época feudal que evidencia el conflicto entre la Iglesia y el mundo, es fácil proyectar luz sobre muchos acontecimientos del presente.

El auténtico drama, lo sitúa Eliot en el coro de mujeres —importantísimo en su obra—representando al pueblo que intenta evitar la confrontación y se contenta con el malvivir de la tranquilidad, con la estabilidad de la inestabilidad.

Somos nosotros, los católicos descomprometidos los que representamos a ese coro de mu-jeres que no quiere de ningún modo que Becket regrese de su exilio, no por desprecio a su figura —la Iglesia— sino por los malos augurios que para su actitud acomodaticia a la situación establecida representa; en este caso, la necesidad de mirarnos al espejo y ver embarazosamente reflejado en el mismo, el egoísmo de nuestra relajación ética y moral y la falta de compromiso con los valores que supuestamente afirmamos representar.

"¡Oh, Tomás! Vuelve, Arzobispo; vuelve, vuélvete a Francia" (Primera Parte, p.45)

¿Estamos seguros de que no serían estas nuestras palabras, si viésemos regresar a Jesús?

¡Dramático contraste el que muchos de nosotros debemos albergar en nuestras conciencias!

Es una realidad constatable que, actualmente, a muchos no les importa el honor ni el alma, quizá porque tampoco Dios les interesa, si no es para alardear de ignorarlo o convertirlo en motivo de chanza. Por fortuna, no siempre es así, por los muchísimos que, de diversas maneras, creemos en un Ser Supremo. Sin embargo, a diario somos testigos de la mofa fácil, que aunque desacredita a quien la practica y que, quizá carente de argumentos más sólidos, recurre a ese método para denigrar a los no situados en la línea de su pensamiento, el sistema es demoledoramente eficaz con los acríticos o irreflexivos. La razón del triunfo de esta estrategia, se produce por falta de sosiego y de formación del individuo, instalándose así el pensamiento dominante a través de consignas repetidas y amplificadas hasta la saciedad. Pero existe una razón mucho más poderosa que las ya expuestas. Y es que la enojosa verdad, nos obliga a enfrentarnos con nosotros mismos, y nos negamos a admitir que hemos sustituido a Dios, por los ídolos del poder, el dinero, la fama, el sexo, las ideologías, el deseo de

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