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Preguntas Frecuentes


Enviado por   •  8 de Abril de 2013  •  3.799 Palabras (16 Páginas)  •  466 Visitas

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La guitarra

La guitarra es mi compañera en las horas del alba, cuando mis amores todavía están jugando en el paraíso de los sueños. Ella susurra delicadas frases de amor a mis oídos, escritas en un lenguaje que no se ve, pero se siente. Como amante celosa, me trae encadenado a su costado con sus cadenas mágicas. Cadenas que no son de esclavitud sino de pasión...

Entre acordes, mi alma se despoja de sus cargas mientras que las notas retumban armoniosamente en la sorda estancia. Estas, a veces flotan hasta las moradas de los ángeles, y de vez en cuando se unen en oración para que pueda ocurrir el milagro que habrá de hacer mi carga más liviana...

A veces su canto, es canto de alegría y acción de gracias. Gracias por tener el privilegio de estar vivo, y poder respirar el polvo de la tierra mientras el mundo material se desvanece frente a mis ojos. Más sobretodo, la guitarra es espada de dos filos, que me hiere y a la vez me sana, con la agudeza de la verdad que se esconde en sus mágicas cuerdas...

El Anima Sola

(Traducción libre del pueblo)

En aquel tiempo, como dicen los Santos Evangelios, hubo una estirpe que llenó el universo con su fama. Su nobleza fue la más alta y esclarecida; sus hombres todos, héroes y conquistadores; riquísimos sus feudos y regalías. Mas la muerte, envidiosa de esta raza, sólo dejó un vástago para propagarla. Con los títulos y privilegios que en él recayeron, vino a ser el castellano más poderoso de su época. Los reyes mismos le agasajaban, porque le temían.

En su ansia de perpetuarse, de restaurar la grandeza del apellido, pedía a Dios hijos varones por decenas, Como no se los diese bajó a dígitos y, por último, a la unidad. Pero Dios, o no estaba por excelsitudes de la tierra o quería mortificarle: a cada espera enviábale una hembra, cuando no dos.

Entre la ilusión y el desengaña llegó el caballero a la vejez; y su tercera esposa, sus trece hijas y la muchedumbre de vasallos le pagaban el desaire. Sus crueldades aterraban la comarca; en los calabozos gemía toda una multitud de desgraciados; de las horcas del castillo colgaban los siervos en racimos. Al clamor de tantas almas, fue Dios servido de otorgarle al magnate un heredero. Pagado, resarcido de todos se consideró con el regalo: parecía hijo de gigantes, y era tan hermoso y perfecto que a nada en el mundo podía compararse. Pesóse el recién nacido, y diez veces su peso fue mandado, en oro, a varios templos y santuarios. Su Sacra real Majestad vino en persona a sacarle de pila; repartiéronse ducados entre el pueblo, cual si fuese jura de soberano; celebráronse fiestas por ocho días, y numerosos mensajeros llevaron la nueva a ciudades y castillos. Timbre de Gloria se nombró al heredero.

Rejuveneció el castellano con la dicha: de sombrío y sanguinario, tornóse regocijado y compasivo. Bajó a sus pecheros los impuestos; envió sus mesnadas en defensa de la cristiandad; dos galeras, costeadas a sus expensas, purgaban los mares de infieles; y las limosnas salían de sus arcas como de manantiales insecables. Colmó a las hijas y a la esposa, especialmente, de atenciones y finezas; hizo alianza con muchos caballeros, y grandes agasajos en su castillo.

Señores y vasallos, amigos y extraños competían en cariño al vástago precioso que trajo a la comarca tántas bendiciones. Timbre de Gloria confirmaba día por día el nombre que le dieron; en su persona pareció concentrarse el lustre y la grandeza de sus antepasados. El castillo, enantes tedioso y solitario, convirtiólo el infante en animada corte de placeres y discreteos. Tenía a perpetuidad un cuerpo de físicos que le velaban por turno, para extirpar, en cuanto asomase, el amago de la enfermedad; y todo por lujo solamente, porque Timbre de Gloria era la misma salud. Academias laicas y clericales lo instruían en matemática, humanidades y ciencias teológicas. Habilísimos maestros en artes bélicas, musicales y venatorias fueron llamados de lejanas tierras, para adiestrarlo en tan caballerescos ramos.

No en balde: a los dieciséis años daba quince y raya a unos y otros. Abismados se quedan los frailes con las hondas cuestiones que a menudo les propone; con los silogismos, en la más castiza latinidad, de que se vale a cada paso. No menos se pasman los matemáticos, al ver cómo caben y se relacionan en tan juvenil cabeza lo mismo los ápices del número y de la fórmula que las abstracciones del plano y del sólido. Ninguno como Timbre para garbear en el potro más indómito; ninguno como él en el manejo de gerifaltes y halcones; ninguno, para disparar venablos y ballestas. A su flecha no se escapan las pajaritas del cielo y en cuanto echa la jauría por delante, no hay alimaña segura, a ver por qué no se enmadriguera en el mismo centro de la tierra. Traslada a grandes distancias pesos enormes, como si fueran copos de algodón; para trepar y dar saltos, sólo las corzas lo rivalizan; en canto y danza, parece hijo de Apolo y de Terpsícore; tañe, como él solo, desde el pastoril y caramillo hasta la cítara del poeta; y en cuanto a desatarse en improvisadas endechas, al compás de un laúd, es para el doncel lo mismo que conversar.

Como, ya en esa edad, tuviera una fiereza, unas lozanías y una beldad que ponían pálida y convulsa a cuanta hembra le mirase, quiso el padre darle estado, a fin de que le dejara, antes de marchar a la guerra, un par de nietos, por lo menos. Tras de largo discurrir y excogitar, atúvose a la fama, y eligió a Flor de Lis, hija de un poderoso castellano y tenida en el Reino por la más bella y recatada.

Distante muchas jornadas del castillo de Timbre de Gloria estaba el de la hermosa; a él se encaminaron padre e hijo, cargados de riquísimos presentes, con gran séquito de escuderos y servidumbre. No bien hizo la petición el caballero cuando le fue concedida; y al avistarse los prometidos, ambos a dos estuvieron a punto de desmayarse: tan hermosos y seductores se hallaron uno a otro, de tal modo traspasados por puntas de amor. Concertáronse las bodas con el plazo perentorio de los preparativos, y, después de tres días de espléndidos festejos, partieron los peticionarios.

Tamaño acontecimiento trascendió hasta los reinos limítrofes: apenas si cabría en el mundo pareja más hermosa, más ilustre, y novios el uno para el otro más apropiado. Timbre de Gloria estaba como loco: aún a las fieras del monte, hasta a los mismos muros del castillo quería comunicarles su ventura; enajenase con la ausencia: eternidad se le volvía la rapidez vertiginosa con que se gestionaban los aprestos y diligencias del matrimonio.

Más que con los garzones de su clase, le ligaban vínculos de tierna amistad con su maestro predilecto, el licenciado Reinaldo, varón doctísimo y preclaro, en quien cifró

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