La casa Miguel Torres
Enviado por Juan Carlos Ordoñez • 21 de Agosto de 2023 • Informe • 2.811 Palabras (12 Páginas) • 66 Visitas
LA CASA
Miguel Torres
El señor Julio Nieto esperó más de una hora antes de resignarse a la idea de que sus obreros no llegarían al taller esa mañana. Tal como pintaban las cosas era probable que no vinieran a trabajar en todo el día. Aquello significaba el retraso de varias entregas, pero ¿qué podía hacer? Él, por su parte, no pensaba sacar los ojos a la calle todavía. ¿Para qué? Sabía que afuera el mundo andaba revuelto desde temprano y le daba tristeza salir a comprobarlo, porque, pasara lo que pasara, tenía el convencimiento de que nada iba a cambiar para nadie. Estaba sentado sobre un banco de trabajo, al lado de una pieza de aluminio prensada a una hojaladora en cuyos agujeros se fundirían después, a martillazos, los remaches de acero, uno por uno, pegando las orejas de una tina o de un balde, o de una caneca de basura.
De mediana estatura, un tanto desgarbado y carniseco, nadie hubiera pensado al verlo que su mayor debilidad era la comida. Después venían el fútbol y los crucigramas. Y si todos los días, entre latas y soldaduras la herramienta que más le gustaba utilizar era la cuchara, los fines de semana se entregaba de lleno a saciar sus tres aficiones, con tal intensidad, que parecía querer disfrutar cada domingo como si fuera el último que viviera.
Don Julio había nacido el primer día del siglo, o sea que tenía exactamente cincuenta y dos años, cinco meses y trece días, y como el siglo, los llevaba encima con una dignidad estoica y valerosa.
Adivinó la presencia de su mujer por el vaho inconfundible del arroz revuelto con cebollas que acababa de invadir la atmósfera herrumbrosa del recinto.
-Haces como un santo quedándote aquí –le dijo ella-. El aire huele a peligro.
-Tranquilízate, que no va a pasar nada –dijo don Julio sin mirarla- Lo de hoy no es más que un turbio negocio entre políticos.
-Entre militares y civiles que es muy distinto –argumentó su mujer-
- ¡Cómo va el país es la misma vaina!
A las ocho de la mañana había escuchado por la radio un boletín oficial con diversos y contradictorias noticias acerca de los hechos. El locutor se había referido a: “… una madrugada de tensiones y sobresaltos”, producto de “…oscuras maniobras tendientes a sembrar la confusión y el caos”, y aconsejaba “… mantener la serenidad y conservar la fe en nuestras instituciones, porque no existe ninguna amenaza, ni siquiera latente, que pueda poner en peligro los sagrados cimientos de la patria”.
Su mujer lo sacó de sintonía:
- ¿A cuál de todas les quiebro el pescuezo?
Don Julio la miró tan extrañado que ella se vio en la necesidad de aclarar
- Hoy toca gallina.
- ¡Ya era tiempo, carajo! - exclamó don Julio, y añadió sin el menor asomo de duda- ¡A la saraviada!
Se le hizo agua la boca de solo recordar el animal vivo.
Desde la enorme puerta de la casa se explayaba un amplio solar destinado a garaje nocturno de taxis y automóviles particulares. Estos últimos, a decir verdad, no abundaban en el barrio. El solar claudicaba a la sombra de un cobertizo construido con toda suerte de retales y desechos donde don Julio había instalado su taller de latonería. Al pie de la destartalada edificación se atrincheraban dos piezas comunicadas entre sí, y junto a ellas, usurpando la esquina de un corral asfixiado por el sopor de unas plantas desmesuradas y marchitas que nadie conocía, pero cuyas hojas mutiladas por los voraces picotazos de las gallinas se remendaban solas, una choza vacilante, techada con láminas que alguna vez habían reverberado bajo el sol y que estaban decoradas por debajo con monas despampanantes del almanaque, carteles pasados de moda y páginas de periódicos tan remotos que hablaban de tiempos de paz, hacía las veces de cocina. Aquella residencia de adobe y papel, enlatada y jaspeada de orín y arrinconada en la parte trasera de la casa, era el hogar de don Julio. Allí había vivido durante los últimos veinte años, y allí, según él, cerraría los ojos para siempre algún día.
Diez Piezas entretejidas a lo largo del corredor que bordeaba el solar, con tres cocinas comunitarias intercaladas estratégicamente y una alberca oceánica de aguas glaciales colindante con el gallinero constituían la intensidad arquitectónica de la casa, inquilinato abigarrado y bullicioso, cuyos habitantes, una constelación de seres conformada por burócratas y costureras, mensajeros, boticarios, estudiantes, obreros, ventrílocuos, choferes, vagos, tenderos, señoritas antiguas y amas de casa, niños sin uso de razón y adolescentes expertos en escaramuzas vespertinas y robos de besos callejeros a mano desarmada, le aseguraban a don Julio una renta suficiente como para cerrar el taller el día que se le diera la santa gana, así se viniera el mundo abajo, como decía su mujer, porque él no ambicionaba otra cosa que esperar el llamado de Dios recostado en su almohada, intentando resolver, tal vez sin alcanzar a conseguirlo nunca, una montaña de crucigramas de varios años de atraso que aguardaban su turno debajo de la cama.
Las tejas de aluminio del taller vibraron estremecidas por un estruendo terrorífico. Don Julio vio bailar los remaches sueltos sobre el banco como si fueran movidos por azogues ocultos, y por entre un boquete del tejado por el que cabía todo el aro del sol a cierta hora de la mañana divisó, uno tras otro, tres aviones panzudos que volaban a muy baja altura, y tan lentamente, que su color de uniforme camuflado, así como el perezoso trajinar de sus hélices, resultaban visibles desde abajo. Don Julio reconoció aquellos bombarderos corroídos por las tempestades de una guerra lejana, disparatada y reciente. Habían sido comprados de segunda mano a la fuerza área de los Estados Unidos, y ahora, con el tricolor de la bandera colombiana oliendo todavía a pintura fresca, eran los ángeles metálicos enviados por los gringos con el encargo de auxiliar al Sagrado Corazón de Jesús y reforzar la vigilancia del cielo de la patria.
Su hermano Samuel, mucho menor que él, pero envejecido prematuramente a causa de las huellas que deja en los rostros el oficio de andar consiguiendo dinero sin tenerlo, acababa de llegar de visita y entró en ese momento, con las agallas previamente infladas para sostener sus intenciones de echarle un sablazo que alcanzara para desarmar los reproches callados de una esposa inconsolable y de unos hijos desnutridos y quejumbrosos en edad escolar, pero cuando lo vio sentado como Buda, con la mirada fija en el bostezo petrificado del techo, comprendió que sus penurias familiares tendrían que someterse al azar imprevisible de un nuevo plazo. Apenas tuvo alientos para medírsele al único tema que la situación nacional le había impuesto a todo el mundo aquel día.
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