Namama
Enviado por Gabriela Gradilla • 18 de Mayo de 2019 • Ensayo • 1.962 Palabras (8 Páginas) • 156 Visitas
CAPÍTULO UNO
”El caminante sobre el mar de nubes”
« La muerte y el amor son las dos alas que llevan al buen hombre al cielo. »
Tal vez el amor no estaba hecho para gente como nosotros.
Obsesionados. Con hambre de dinero. Tal vez ese tipo de personas no necesitaban ninguna clase de amor, tal vez el dinero era suficiente para llenar sus pequeños y negros corazones. La clase de individuo que ordena que maten a su esposa, tan sólo porque esta no le dio un heredero.
Gente como mi padre, que había mandado a todos sus trabajadores a perseguirme, con escopetas en las manos.
—¡Nar! —era Henry, estaba seguro. El moreno había acabado sin aire, de tanto correr por el bosque —¡Regresa! ¡Por favor!
Sentía que mis pulmones ardían, quemando todos mis órganos de paso. Aún así, no iba a parar. No. Parar significaba entregarme, volver. Y no le daría aquella satisfacción a Angus Bennett.
Había corrido más de lo que había corrido en toda mi vida. Sabía que nadie, por mucho que deseasen, iba a detenerme. Nadie en ese momento, en ese gigantesco bosque quería escapar más que yo.
Todos pedían regresar a casa a dormir.
Tomé un caballo, que había posicionado en un lugar estratégico, debido a que sabía que mi padre iba a ordenar a todas esas personas que me persiguieran. Sin embargo, no reparé en que les hubiese dado permiso de disparar.
Diablos.
“Tan solo no apunten a la cabeza” estaba seguro de que había dicho. Probablemente le serviría, aún cuando no tuviese una pierna.
Los disparos comenzaron a escucharse por todas las direcciones detrás de mi cabalgata.
Sabía que no me matarían —en caso de que me diesen, acabaría en una cama de hospital—. Lo que en realidad me preocupaba, era que asustaran al caballo, y este me sacara volando contra una piedra y me diera en la cabeza.
Tal vez, si me atrapaban, entrar en estado de coma sería la mejor opción.
Poco a poco, los caballos comenzaron a dejar a los hombres que tan sólo corrían. Mi padre, que seguro estaba de que no me conocía en absoluto, había mandado tan sólo a tres hombres con caballos, dejándome más fácil mi salida.
A mi derecha, Daniel, jefe de la guardia de mi padre, quien poseía un cabello rojo y semblante duro. A mi izquierda, Adam, que si bien tenía un aspecto de gitano, había logrado ser acogido por Angus, convertirse en el hijo que nunca tuvo; y, por detrás, Henry.
Podía esperarlo de los primeros dos, que dependían en una totalidad de el bondadoso Angus Bennett. Pero... ¿Henry?
—¡Vamos, compañeros! —traté de apreciarlos a todos. En especial a los que comenzaban a alcanzarme por los lados —¡Consideremos esto un empate! ¡Díganle a mi padre que me caí por un acantilado!
Henry. El único amigo sincero que había adquirido al salir del internado. Él sabía las torturas que había sufrido, las cosas que había visto y todo lo que había sido obligado a escuchar. Él no debía de estar ahí, él debía de dejarme ir.
Por qué así lo habíamos acordado.
Apreté la mandíbula. Me aseguré de que todo lo llevase en la maleta —los óleos, un poco del perfume de mi madre y el diario de mi abuelo —, e hice que el caballo avanzase con más rapidez. La misión sonaba sencilla: encontrar la casa donde se había visto a Charles Gaultier por última vez, sin ningún apoyo geográfico; arrestar al hombre y procurar no matarlo y llevarlo a Basil para emitir una especie de juicio.
La dificultad venía una vez que los repasaba, y me daba cuenta lo imposibles que sonaban al analizarlas.
Mis pulmones ardían, sin embargo yo ya no corría. Eran tan sólo las fuertes emociones que comenzaba a sentir. El miedo. La felicidad.
La maldita felicidad.
El aire frío entraba de golpe a mis pulmones, causando un leve dolor en mi pecho. Por suerte, la capucha que llevaba mantenía mi ya largo cabello lejos de mi cara, y no tuve que resistir el dolor de que este me golpease en los ojos.
Ninguna de las personas detrás de mi parecían querer parar.
Los árboles poco a poco lucían menos densos. Podía escuchar, lejos de los malditos galopeos y los inútiles hombres tratando de cargar sus pesadas armas.
Iniciaba a escuchar el goteo de una corriente. Agua cayendo con fuerza contra más agua. Una cascada. Mi maldita salvación.
Había pasado demasiados años analizando aquel terreno, pero tal parecía que también lo conocían los hombres que me rodeaban.
Daniel dio un tiro al aire. Adam soltó una risotada.
—¡Espero que no te mueras, inepto! —alcancé a oírlo gritar a lo lejos —¡Sería una pena quedarme con todo tu dinero!
Oh, si supiera.
El maldito caballo, alma libre, decidió probar su suerte, rezando por su vida y se salió del camino preestablecido por mis ancestros. Antes de que estuviese completamente dentro del follaje, Adam probó su puntería por última vez, dandole a una rama a quince centímetros de mi cabeza.
Las ramas cortaban mi cara. Caían sobre mí piedritas y gotas de rocío. Dolía. Dolía por detrás de todo el gusto que me dio que aquello dejase a Daniel y a Henry detrás.
La cascada era mi salvación. El abuelo escribió que la casa estaba en algún lugar del denso bosque, detrás de un cancel que fácilmente se confundía con la naturaleza.
Cada vez estaba más cerca de librarme de todo.
Justo al cruzar completamente por los árboles, había otro camino, obviamente mal ubicado, pensé al instante, debido a toda el agua que caía sobre mi rostro al compás del acercamiento del caballo.
Allí estaba. El viejo mirador. Los barandales oxidados, las viejas peleas, las historias de mi abuelo justo al caer el atardecer. Todo era perfecto, hasta que lo vi.
Un cadáver.
Mi
...