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Querido jhon Lenoir, 2006


Enviado por   •  28 de Marzo de 2016  •  Ensayo  •  4.333 Palabras (18 Páginas)  •  241 Visitas

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Prólogo

Lenoir, 2006

 Que significa amar verdaderamente a alguien? Hubo una época en mi vida en que creía conocer la res- puesta; significaba que amaba a Savannah incluso más que a mi propia existencia y que deseaba que pudiéramos pasar juntos el resto de nuestras vidas. No habría supuesto un esfuerzo significativo. Una vez me dijo que la clave de la felicidad radicaba en los sueños alcanzables, y los suyos no tenían nada de excepcional: casarse, formar una familia..., en dos palabras, lo básico. Significaba que yo conseguiría un trabajo estable, viviríamos en una casita rodeada por la típica valla de maderos blancos y tendríamos un monovolumen o un todoterreno lo bastante espacioso para llevar a nuestros hijos a la escuela, al dentista, al entrenamiento de fútbol o a recitales de piano. Dos o tres niños, nunca acabó de concretar el número, pero tengo la impresión de que, llegado el momento, habría sugerido que dejáramos que la naturaleza siguiera su curso y permitiéramos que fuera Dios quien decidiera. Así era Savannah —religiosa, quiero decir— y supongo que ésa fue en parte la razón por la que me enamoré de ella. Pero a pesar de lo que sucediera en nuestras vidas, no me costaba nada imaginarme tumbado a su lado en la cama al final del día, abrazándola mientras charlábamos y reíamos, perdidos el uno en los brazos del otro. Tampoco parece un sueño tan inalcanzable, ¿no?, el que dos personas que se aman estén juntas. Eso era lo que también creía yo. Y mientras en cierta manera todavía deseo creer que aún lo puedo conseguir, sé que es del todo imposible. Cuando esta vez me marche de aquí, será para no volver. De momento, sin embargo, me sentaré en la ladera de la montaña para contemplar su rancho y esperar a que ella aparezca. No podrá verme, lo sé. En el ejército nos enseñan técnicas de camuflaje para confundirnos con el entorno, y eso es algo que aprendí a hacer a la perfección, porque no tenía ningún anhelo de morir en un pueblucho de mala muerte perdido en medio del desierto iraquí. No, tenía que regresar a esta colina de Carolina del Norte para averiguar qué había sucedido. Cuando uno activa el engranaje de determinadas acciones, se siente invadido por una asfixiante sensación de desasosiego, casi de remordimiento, que no logra aplacar hasta que averigua la verdad. Pero de una cosa estoy seguro: Savannah nunca sabrá que hoy he estado aquí. Una parte de mí se aflige ante el pensamiento de estar tan cerca de ella sin poderla tocar, pero su historia y la mía toman caminos separados. No me resultó fácil aceptar esa sencilla verdad, pero eso sucedió hace seis años —aunque tenga la impresión de que ha transcurrido mucho, muchísimo más tiempo—. Recuerdo los momentos que compartimos, por supuesto, pero he aprendido que los recuerdos pueden adoptar una presencia física dolorosa, casi viva, y en este aspecto, Savannah y yo también somos diferentes. Si suyas son las estrellas en el cielo nocturno, mi mundo se halla en los desolados espacios vacíos del firmamento. Y a diferencia de ella, me abruma la carga de las preguntas que me he formulado a mí mismo miles de veces desde la última vez que estuvimos juntos. ¿Por qué lo hice? ¿Lo volvería a hacer? Como podéis ver, fui yo quien puso fin a nuestra relación. En los árboles que me arropan, las hojas acaban de empezar su lenta transformación hacia un bello color incandescente y resplandecen mientras el sol se alza sobre la línea del horizonte. Los pájaros han iniciado sus trinos matinales, y el aire está perfumado por el aroma de pino y tierra, tan diferente al del mar y salitre de mi ciudad natal. De repente, la puerta del rancho se abre, y entonces la veo. A pesar de la considerable distancia que me separa de Savannah, me sorprendo a mí mismo conteniendo la respiración mientras ella surge de la oscuridad hacia la luz del alba. Se despereza antes de descender los peldaños del porche y se encamina hacia ese océano de hierba verde y brillante que abraza la casa. Un caballo la saluda con un relincho, y luego otro, y mi primer pensamiento es que Savannah parece una figura demasiado diminuta para moverse entre los equinos con tanta facilidad. Pero ella siempre se ha sentido cómoda entre caballos, y ellos también se sienten cómodos con su presencia. Media docena de ellos —principalmente de la raza Quarter Horse— pace tranquilamente en la pradera, mientras Midas, su caballo árabe negro con patas blancas, permanece quieto, junto a la valla. Una vez salí a cabalgar con ella, y la fortuna quiso que no me pasara nada; mientras yo iba montado tenso y con los sentidos alerta para no caerme y partirme la crisma, recuerdo que pensé que ella parecía tan relajada sobre la silla de montar como si estuviera viendo plácidamente un programa en la tele. Ahora Savannah dedica unos momentos a saludar a Midas; le acaricia el hocico mientras le susurra algo, le da unas palmaditas en el lomo, y cuando se da la vuelta para separarse del animal y se encamina hacia el granero, Midas mueve las orejas varias veces seguidas. Ella desaparece de mi vista, pero vuelve a aparecer de nuevo tras unos segundos con dos cubos —supongo que llenos de avena—. Los cuelga en dos postes de la valla, y un par de caballos inician el trote hacia el suculento manjar. Savannah se retira un poco para dejarles espacio, y contemplo cómo su pelo se agita en el viento mientras saca una silla de montar junto a una brida. Se acerca a Midas, que está comiendo, y lo ensilla para salir a cabalgar; unos minutos más tarde lo guía por la pradera hacia los senderos 5  del bosque, con el mismo aspecto que tenía hace seis años. Sé que esa percepción el año pasado tuve la oportunidad de verla de cerca y me fijé en las primeras arrugas que empezaban a formarse en las comisuras de sus ojos—, pero el prisma a través del cual la observo personalmente 1 incólume para mí. Para mí, ella siempre tendrá veintiún años y yo siempre tendré veintitrés. Me habían destinado a Alemania; todavía tenía que ir a Fallujah y a Bagdad o recibir su carta, que leí en la estación de tren de Samawah durante las primeras se- manas de la campaña; todavía tenía que regresar a casa tras los sucesos que cambiarían el curso de mi vida. Ahora, con veintinueve años, a veces me maravillo de las elecciones que he tomado en la vida. El Ejército se ha convertido en mi única salida. No sé si debería de estar harto o contento; me paso casi todo el tiempo deambulando solo de un sitio a otro sin rumbo fijo, en función del día. Cuando la gente me pregunta por mi semblante taciturno, les contesto que eso es porque soy un viejo cascarrabias, y hablo en serio. Todavía sigo en la base militar en Alemania, debo de tener unos mil dólares ahorrados, y hace años que no salgo con chica alguna. Ya casi nunca practico el surf, ni siquiera cuando estoy de permiso, pero en mis días libres me paseo con mi Harley por el norte o por el sur de la base, según mi estado de ánimo. La 12 Harley ha sido sin duda la mejor adquisición que he hecho en mi vida, aunque me costara una fortuna. Encaja con mi forma de ser, ya que me he convertido en un tipo solitario. La mayoría de mis compañeros se han licenciado en el Ejército, pero probablemente a mí me destinen de nuevo a Iraq dentro de un par de meses. Al menos ésos son los rumores que circulan por la base. Cuando conocí a Savannah Lynn Curtis —para mí, ella siempre será Savannah Lynn Curtis—, jamás pensé que mi vida discurriría por el cauce que me ha llevado hasta aquí, ni tampoco que haría de servir en el Ejército mi verdadera profesión. De todos modos, el caso es que la conocí, y ése es precisamente el motivo por el que mi vida resulta tan insólita. Me enamoré de ella cuando estuvimos juntos, y después aún me enamoré más de ella en los años en que estuvimos separados. Nuestra historia se compone de tres partes: un inicio, un desarrollo y un desenlace. Y a pesar de que así es como fluyen todas las historias, todavía no puedo creer que la nuestra no durase para siempre. Reflexiono acerca de tales cuestiones y, como siempre, rememoro los días que estuvimos juntos. De pronto me sor- prendo evocando cómo empezó todo, puesto que eso es lo único que me queda: mis recuerdos.

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