El Caballero De La Armadura Oxidada
Enviado por altamira • 26 de Julio de 2011 • 10.262 Palabras (42 Páginas) • 1.668 Visitas
EL CABALLERO
DE LA
ARMADURA
OXIDADA
Robert Fisher
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EL DILEMA DEL CABALLERO
Hace ya mucho tiempo, en una tierra muy lejana, vivía un caballero que pensaba que era bueno, generoso y
amoroso. Hacía todo lo que suelen hacer los caballeros buenos, generosos y amorosos. Luchaba contra sus
enemigos, que era malos, mezquinos y odiosos. Mataba a dragones y rescataba a damiselas en apuros.
Cuando en el asunto de la caballería había crisis, tenía la mala costumbre de rescatar damiselas incluso
cuando ellas no deseaban ser rescatadas y, debido a esto, aunque muchas damas le estaban agradecidas,
otras tantas se mostraban furiosas con el caballero. Él lo aceptaba con filosofía. Después de todo, no se puede
contentar a todo el mundo.
Nuestro caballero era famoso por su armadura. Reflejaba unos rayos de luz tan brillantes que la gente del
pueblo juraba no haber visto el sol salir en el norte o ponerse en el este cuando el caballero partía a la batalla.
Y partía a la batalla con bastante frecuencia. Ante la mera mención de una cruzada, el caballero se ponía la
armadura entusiasmado, montaba su caballo y cabalgaba en cualquier dirección. Su entusiasmo era tal que a
veces partía en varias direcciones a la vez, lo cual no es nada fácil.
Durante años, el caballero es esforzó en ser el número uno del reino. Siempre había otra batalla que ganar,
otro dragón que matar y otra damisela que rescatar.
El caballero tenía una mujer fiel y bastante tolerante, Julieta, que escribía hermosos poemas, decía cosas
inteligentes y tenía debilidad por el vino. También tenía un hijo de cabellos dorados, Cristóbal, al que esperaba
ver algún día, convertido en un valiente caballero.
Julieta y Cristóbal veían poco al caballero porque, cuando no estaba luchando en una batalla, matando
dragones o rescatando damiselas, estaba ocupado probándose su armadura y admirando su brillo. Con el
tiempo, el caballero se enamoró hasta tal punto de su armadura que se la empezó a poner para cenar y, a
menudo, para dormir. Después de un tiempo, ya no se tomaba la molestia de quitársela para nada. Poco a
poco, su familia fue olvidando qué aspecto tenía sin ella.
Ocasionalmente, Cristóbal le preguntaba a su madre qué aspecto tenía su padre. Cuando esto sucedía,
Julieta llevaba al chico hasta la chimenea y señalaba el retrato del caballero.
- He aquí a tu padre - decía con un suspiro.
Una tarde, mientras contemplaba el retrato, Cristóbal le dijo a su madre:
-Ojalá pudiera a ver a padre en persona.
-¡No puedes tenerlo todo! - respondió bruscamente Julieta.
Estaba cada vez más harta de tener tan sólo una pintura como recuerdo del rostro de su marido y estaba
cansada de dormir mal por culpa del ruido metálico de la armadura.
Cuando paraba en casa y no estaba absolutamente pendiente de su armadura, el caballero solía recitar
monólogos sobre sus hazañas. Julieta y Cristóbal casi nunca podían decir una palabra. Cuando lo hacían, el
caballero las acallaba, ya sea cerrando su visera o quedándose repentinamente dormido.
Un día, Julieta se enfrentó a su marido.
- Creo que amas más a tu armadura de lo que me amas a mí.
- Eso no es verdad - respondió el caballero - ¿Acaso no te amé lo suficiente como para rescatarte de aquel
dragón e instalarte en este elegante castillo con paredes empedradas?
- Lo que tu amabas - dijo Julieta, espiando a través de la visera para poder ver sus ojos - era la idea de
rescatarme. No me amabas realmente entonces y tampoco me amas realmente ahora.
- Sí que te amo - insistió el caballero, abrazándola torpemente con su fría y rígida armadura, casi rompiéndole
las costillas.
-¡Entonces, quítate esa armadura para ver quién eres en realidad! - le exigió.
- No puedo quitármela. Tengo que estar preparado para montar en mi caballo y partir en cualquier dirección -
explicó el caballero.
- Si no te quitas la armadura, cogeré a Cristóbal, subiré a mi caballo y me marcharé de tu vida.
Bueno, esto sí que fue un golpe para el caballero. No quería que Julieta se fuera. Amaba a su esposa y a su
hijo y a su elegante castillo, pero también amaba a su armadura porque les mostraba a todos quién era él: un
caballero bueno, generoso y amoroso. ¿Por qué no se daba cuenta Julieta de ninguna de estas cualidades?.
El caballero estaba inquieto. Finalmente, tomó una decisión. Continuar llevando la armadura no valía la pena
si por ello había de perder a Julieta y Cristóbal.
De mala gana, el caballero intentó quitarse el yelmo pero, ¡no se movió!. Tiró con más fuerza. Estaba muy
enganchado. Desesperado, intentó levantar la visera pero, por desgracia, también estaba atascada. Aunque tiró
de la visera una y otra vez, no consiguió nada.
El caballero caminó de arriba abajo con gran agitación. ¿Cómo podía haber sucedido esto? Quizá no era tan
sorprendente encontrar el yelmo atascado, ya que no se lo había quitado en años, pero la visera era otro
asunto. Lo había abierto con regularidad para comer y beber. Pero bueno, ¡si la había abierto esa misma
mañana para desayunar huevos revueltos y cerdo en su salsa!.
Repentinamente, el caballero tuvo una idea. Sin decir adónde iba, salió corriendo hacia la tienda del herrero,
en el patio del castillo. Cuando llegó, el herrero estaba dándose forma a una herradura con sus manos.
- Herrero - dijo el caballero - tengo un problema.
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- Sois un problema, señor - dijo socarronamente el herrero, con su tacto habitual.
El caballero, que normalmente gustaba de bromear, arrugó el entrecejo.
- No estoy de humor para tus bromas en estos momentos. Estoy atrapado en esta armadura - vociferó, al
tiempo que golpeaba el suelo con el pie revestido de acero, dejándolo caer accidentalmente sobre el dedo
gordo del pie del herrero.
El herrero dejó escapar un aullido y, olvidando por un momento que el caballero era su señor, le propinó un
brutal golpe en el yelmo. El caballero sintió tan sólo una ligera molestia. El yelmo ni se movió.
- Inténtalo otra vez - ordenó el caballero, sin darse cuenta de que el herrero le había golpeado porque estaba
enfadado.
- Con gusto - dijo el herrero, balanceando un martillo en venganza y dejándolo caer con fuerza sobre el yelmo
del caballero. El yelmo ni siquiera se abolló.
...