Teoría de los Sentimientos Morales, Resumen
Enviado por Nixon17 • 9 de Febrero de 2019 • Resumen • 2.747 Palabras (11 Páginas) • 202 Visitas
En filosofía se ha considerado tradicionalmente que la relación entre el hombre y la verdad era puramente intelectual. Un sentido no puramente intelectual de la verdad lo encontramos, con un matiz peculiar que desemboca en el escepticismo, en los antiguos sofistas. Primera Parte; de la simpatía, por más egoísta que quiera suponerse al hombre, evidentemente hay algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesante en la suerte de los otros de tal modo, que la felicidad de éstos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla. Cuando vemos que un espadazo está a punto de caer sobre la pierna o brazo de otra persona, instintivamente encogemos y retiramos nuestra pierna o brazo; y cuando se descarga el golpe, lo sentimos hasta cierto punto, y también a nosotros nos lastima. Las personas sensibles y de débil constitución se quejan de que, al contemplar las llagas y úlceras que exhiben los mendigos en las calles, con facilidad sienten una comezón o inquietud en los lugares correspondientes de su propio cuerpo. Del placer de la simpatía mutua, mas sea cual fuere la causa de la simpatía, o como quiera que se provoque, nada haya que nos agrade más que advertir en el prójimo sentimientos altruistas para todas las emociones que se albergan en nuestro pecho, y nada nos subleva tanto como presenciar lo contrario. La alegría de la reunión le es altamente satisfactoria, y estima esta reciprocidad de sentimientos como el más caluroso aplauso. Tampoco parece que su placer obedezca del todo a la vivacidad con que su alegría se ve aumentada por la simpatía de los otros, ni su dolor a la desilusión que experimenta al faltarle ese placer, aunque tanto o uno como lo otro, sin duda, cuentan en alguna medida. Cuando hemos releído un libro o poema tantas veces que ya nos entretiene, aún puede divertirnos su lectura en compañía de otro. Aviva la alegría dando nuevo motivo de satisfacción, y alivia el dolor insinuando al corazón la casi única sensación agradable que de momento es capaz de albergar. Es de advertirse, en efecto, que estamos más deseosos de comunicar a nuestros amigos pasiones desagradables, que las agradables; que de su simpatía obtenemos mayor satisfacción en el primer caso, y que en ese su ausencia nos escandaliza más que en aquél. Del modo en que juzgamos acerca de la propiedad o impropiedad de los sentimientos ajenos por su armonía o disonancia con los nuestros. Cuando acontece que las pasiones de la persona a quien principalmente conciernen, se encuentran en armonía perfecta con las emociones de simpatía del espectador, por necesidad le parecerán a éste justas y decorosas, y adecuadas a sus objetos; por lo contrario, cuando poniéndose en el caso descubre que no coinciden con sus personales sentimientos, necesariamente habrán de parecerle injustas e impropias, e inadecuadas a los motivos que los mueven. Conceder aprobación a las opiniones ajeas, es adoptar esas opiniones, y adoptarlas es aprobarlas. La experiencia, sin embargo, nos ha enseñado la clase de chiste que normalmente es capaz de hacernos reír, y advertimos que éste es de esos. El sentimiento o afecto cordial de que procede toda acción y del que toda virtud o vicio debe depender, en definitiva, puede ser considerado bajo dos aspectos diversos, o en una doble relación: primero, en relación con las causas que lo provocan o el motivo que lo ocasiona, y segundo, en relación con el fin que se propone o el efecto que tiende a producir. En los últimos años los filósofos han considerado principalmente la finalidad de los afectos y han concedido poca atención a la relación en que están con la causa que los mueve, sin embargo, en la vida diaria, cuando juzgamos la conducta de alguna persona y los sentimientos que la animaron, constantemente os consideramos bajo los dos aspectos. Sobre el mismo asunto, nos es dable juzgar sobre la propiedad o impropiedad de los sentimientos ajenos por su concordancia o disonancia con los nuestros, en dos distintas ocasione: o bien, primero, cuando consideramos los objetos que los estimulan sin particular relación con nosotros, ni con las personas de cuyos sentimientos juzgamos. Respecto a los objetos considerados sin particular relación con nosotros ni con la persona cuyos sentimientos juzgamos; dondequiera que sus sentimientos coinciden completamente con los nuestros, le atribuimos las cualidades de buen gusto y discernimiento. Respectos a los objetos que de un modo especial nos afectan o a la persona de cuyos sentimientos juzgamos, es a la vez más difícil conservar esa armonía y concordia, y al mismo tiempo, en esa armonía y concordia, y al mismo tiempo, en sumo grado más importante. Pero, aun después de todo esto, las emociones del espectador estarán muy propensas a quedar cortas junto a la violencia de lo que experimenta el paciente. La mente, pues, raramente está tan perturbada que la compañía de un amigo no le restituya cierto grado de tranquilidad y sosiego. El pecho, hasta cierto punto se calma y serena en el momento que estamos en su presencia. La sociedad y la conversación, pues, son los remedios más poderosos para restituir la tranquilidad a la mente, si en algún momento, desgraciadamente, la ha perdido; y también son la mejor salvaguardia de ese uniforme y feliz humor que tan necesario es para la satisfacción interna y la alegría. Los hombres retraídos y abstraídos que propenden a quedarse en casa empollando las penas o el resentimiento, aunque sea frecuente que estén dotados de más humanidad, más generosidad y de un sentido más pulcro del honor, sin embargo, rara vez poseen esa uniformidad de humor tan común entre los hombres del mundo. De las virtudes afables y respetables, sobre estas dos especies de esfuerzo, el del espectador por hacer suyos los sentimientos de la persona afectada y el de ésta pro rebajar sus emociones al límite hasta donde sea capaz de llegar con él el espectador, se fundad dos distintos grupos de virtudes. Las tiernas, apacibles y amables virtudes, las virtudes de cándida condescendencia y de humana indulgencia, están fundadas en uno de ellos; los grandes reverenciales y respetables, as virtudes de negación de sí mismo, de dominio propio, aquellas que se refieren a la subyugación de las pasiones, que sujetan todos los movimientos de nuestra naturaleza a o que piden la dignidad, el honor y el decoro de nuestra conducta, se originan en el otro. La insolencia y brutalidad de la ira, cuando damos rienda suelta a la furia, sin imponerle freno o restricción, es de todas las cosas la más detestable. De los grados de las distintas pasiones que son compatibles con el decoro. El decoro de toda pasión movida por objetos que guardan una peculiar relación con nosotros, el grado a que el espectador pueda acompañaros deberá descansar, evidentemente, en una cierta medianía, si la pasión es demasiado vehemente o demasiado apocada no puede participar en ella. El dolor y el sentimiento causados por desgracia y agravios particulares. Hay algunas pasiones en las que resulta indecente la vehemencia de sus expresiones, aun en aquellos casos que es aceptado que no podemos dejar de sentirlas con gran victoria. De las pasiones sociales, Así como una simpatía unilateral es lo que hace, en la mayoría de las ocasiones, que todo el repertorio de pasiones que acaban de mencionarse sean poco de las pasiones que acaban de mencionarse sean poco agraciadas y desagradables. El sentimiento del amor es en sí agradable a la persona que lo experimenta. Alivia y sosiega el pecho, bien parece que favorece los movimientos vitales y estimula la saludable condición de la constitución humana; y hácese aún más delicioso con la conciencia de la gratitud y satisfacción que necesariamente debe provocar en quien es objeto de él. Del mérito y el demérito, o de los objetos de recompensa y castigo. Que todo lo que parece ser objeto propio de la gratitud, parece merecer recompensa y que, del mismo modo, todo lo que parece ser objeto, propio de resentimiento, parece merecer castigo. A nosotros nos aparecerá, pues, como merecedor de recompensa, aquel acto que se ofrezca como el objeto propio y aceptado de ese sentimiento que más inmediata y directamente nos incita a la recompensa, o sea a hacerle bien a otro. El sentimiento que más inmediata y directamente nos incita a la recompensa es la gratitud; el que más inmediata y directamente nos incita al castigo, es el resentimiento. Recompensar es remunerar, devolver el bien por el bien que se ha recibido. Castigar es, también, recompensar, remunerar, aunque de distinto modo; es devolver el mal por el mal que se ha hecho. Con el resentimiento, si la persona que nos infirió un gran agravio porque, por ejemplo, asesinó a nuestro padre o hermano, muriese al poco tiempo de una fiebre, o aun fuese ejecutada a cuenta de algún otro crimen. El resentimiento no satisface plenamente, a no ser que el ofensor no sólo padezca a su vez, sino que padezca a causa de ese específico agravio que por su culpa sufrimos nosotros. La gratitud y el resentimiento son, por lo tanto, los sentimientos más inmediata y directamente incitan a la recompensa y al castigo. Así, pues, nos aparecerá como merecedor de recompensa, quien aparezca como el objeto propio y acepto de gratitud; y como merecedor de castigo, quien lo sea de resentimiento. De los objetos propios de gratitud y resentimiento. ser el objeto propio y acepto de gratitud, o bien de resentimiento, no puede significar sino ser objeto de aquella gratitud, y de ese resentimiento que, naturalmente, parece el decoroso y aceptable. Así como simpatizamos con la alegría d nuestros compañeros cuando prosperan, así nos aunamos a la complacencia y satisfacción con que, naturalmente, juzgan aquello que es causa de su ventura. Nos entramos en el amor y afecto que por ella conciben y también empezamos a amarla. Del mismo modo, así como simpatizamos con la pena de nuestro prójimo cuando presenciamos su aflicción, así también compartimos su aborrecimiento y aversión hacia lo que la motiva. La indolente y pasiva condolencia con que lo acompañamos en sus sufrimientos, prontamente se torna en ese más enérgico y activo sentimiento con que participamos en su esfuerzo por ahuyentarlos, o por satisfacer su aversión hacia lo que los ha ocasionado. Que donde hay aprobación de la conducta de la persona que confiere un beneficio, hay escasa simpatía con la gratitud de quien lo recibe; y que, por lo contrario, donde no hay reprobación de los motivos de la persona que hace el daño, no hay ninguna especie de simpatía con el resentimiento de quien lo sufre. Primero, allí donde no podamos simpatizar con los afectos del agente, donde parezca que no hay propiedad en los motivos que movieron su conducta, estamos menos dispuestos a compartir la gratitud de la persona que recibió el beneficio de sus actos. Allí donde la conducta del agente parece que obedece del todo a motivos y afectos que compartimos plenamente y aprobamos, no nos es posible tener simpatía con el resentimiento del paciente, no obstante, lo crecido que pueda ser el daño que se le haya causado. El análisis del sentido del mérito y del demérito. Por lo tanto, así como nuestro sentido de lo apropiado de la conducta surge de lo que llamaré simpatía directa con los afectos y motivos de la persona que obra, así nuestro sentido de su merecimiento surge de lo que llamaré una simpatía indirecta con la gratitud de la persona sobre quien, valga la expresión. Como nuestro sentido de la impropiedad del comportamiento surge de la falta de simpatía, o de una directa antipatía hacia los afectos y motivos del agente, así nuestro sentido del demérito surge de lo que aquí también llamaré una simpatía indirecta con el resentimiento del paciente. Del fundamento de nuestros juicios, respecto de nuestros propios sentimientos y conducta, y del sentido del deber. Del principio de la aprobación y reprobación de sí mismo. El principio por el cual aprobamos o reprobamos naturalmente nuestra propia conducta, parece ser en todo el mismo por el cual nos formamos parecidos juicios respecto de la conducta de las demás gentes. Ser amable y ser meritoria, es decir, ser digna de amor y de recompensa, son los dos grandes rasgos de la virtud; y ser odioso y acreedor al castigo, son del vicio. Pero estos rasgos tienen una inmediata referencia a los sentimientos ajenos. De la virtud no se dice que es amable o meritoria, porque sea el objeto de su propio amor o de su propia gratitud sino porque provoca dichos sentimientos en los otros hombres. La conciencia de saberse objeto de tan favorable consideración, es lo que origina esa tranquilidad interior y propia satisfacción con que naturalmente va acompañada. Sobre la naturaleza del engaño de sí mismo, y del origen y utilidad de las reglas generales. Dos son las ocasiones en que examinamos la propia conducta y nos esforzamos por verla a la luz con que el imparcial espectador la vería. De los efectos de la utilidad sobre el sentimiento de aprobación; de la belleza que la apariencia de utilidad confiere a todas las producciones artísticas, y de la generalizada influencia de esta especie de belleza, que la utilidad es una de las principales fuentes de la belleza, es algo que ha sido observado por todo aquel que con cierta atención haya considerado lo que constituye naturalmente la belleza. La comodidad de una casa da placer al espectador, así como su regularidad, y asimismo le lastima advertir el defecto contrario, como cuando ve que las correspondientes ventanas son de formas distintas o que la puerta no está colocada exactamente en medio del edificio. Cuando una persona entra a su recámara y encuentra que todas las sillas están en el centro del cuarto, se enoja con su criado, y antes que seguir viéndolas en ese desorden, se toma el trabajo, quizá de colocarlas en su sitio con los respaldos contra la pared. Mas no solamente respecto de cosas tan frívolas influye este principio en nuestra conducta: es muy a menudo el motivo secreto de las más serias e importantes ocupaciones de la vida, tanto privada como pública. De la belleza que la apariencia de utilidad confiere al carácter y a los actos de los hombres: y hasta qué punto, la percepción de la belleza debe considerarse como uno de los principios aprobatorios originales. La índole de los hombres, así como los artefactos o las instituciones del gobierno civil, pueden servir o para fomentar o para perturbar la felicidad, tanto del individuo como de la sociedad. La belleza y deformidad que los distintos caracteres, por lo visto, derivan de su utilidad o falta de ella, propenden a impresionar de un modo peculiar a quienes en abstracto y filosóficamente consideran sus actos y la conducta de los hombres. Las cualidades más útiles; la razón en grado superior y el entendimiento, que nos capacitan para discernir las consecuencias remotas de todos nuestros actos y prever el provecho o perjuicio que con probabilidad puedan resultar de ellos; y en segundo lugar el dominio de sí mismo, que permite abstenernos del placer del momento o soportar el dolor de hoy, a fin de obtener un mayor placer o evitar un dolor más grande en lo futuro. Humanidad, justicia, generosidad y espíritu público, son cualidades de mayor utilidad para los demás. La propiedad de la generosidad y del espíritu público se funda en el mismo principio que en el caso de la justicia. La generosidad es distinta de la humanidad. De los sistemas de filosofía moral. De los diversos sistemas que se han elaborado respecto del principio aprobatorio. La cuestión más importante en la filosofía moral, después de la indagación acerca de la naturaleza de la virtud, es la relativa al principio aprobatorio, al poder o facultad mentales que hacen que ciertos caracteres nos resulten agradables o desagradables. De los sistemas que derivan el principio aprobatorio del amor a sí mismo. No todos los que explican el principio aprobatorio por el amor a sí mismo lo hacen de la misma manera. La propensión de la virtud a fomentar, y del vicio perturbar el orden social, cuando es examinada la cosa con calma y filosóficamente, refleje una gran belleza sobre una y una gran deformidad sobre el otro, es punto que, como ya lo he advertido anteriormente, no puede ser aducido en esta cuestión. La virtud es el gran sostén y el vicio el gran perturbador de la sociedad humana.
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