9 De Octubre
Enviado por aald17 • 2 de Septiembre de 2013 • 2.672 Palabras (11 Páginas) • 385 Visitas
El 9 de octubre es el día más importante en la historia de Guayaquil, de la antigua Audiencia de Quito y del Ecuador actual; porque ese es el verdadero y único día de nuestra independencia.
La revolución del 9 de octubre de 1820 tiene sus antecedentes a partir de 1814 cuando -luego de haber permanecido durante varios años en México, Europa y los Estados Unidos- José de Antepara, José Joaquín Olmedo y José de Villamil -unos antes y otros después- llegaron a Guayaquil para dedicarse con entusiasmo y fervor a hacer conocer a los guayaquileños los nuevos conceptos políticos y las nuevas formas de gobierno que debían regir los destinos de los pueblos libres.
Estos tres patriotas no hablaron de cambiar autoridades como lo había hecho la revolución quiteña del 10 de agosto de 1809, ellos se expresaron en términos de independencia, de democracia y de República, haciendo conciencia en todos los ciudadanos de que era necesario realizar cambios sustanciales en las estructuras políticas y sociales de los pueblos de la América española.
Fueron tan convincentes sus conceptos y argumentos, que su voz fue escuchada y esas ideas de independencia, poco a poco... de boca en boca... empezaron a regarse entre todos los guayaquileños.
Para entonces, la pérdida de sus colonias en América del Norte -que se había independizado en 1776- había puesto a Inglaterra en situación muy desfavorable con relación a España, que aún las conservaba. Decidida a terminar con la hegemonía ibérica, Inglaterra propició y a financió la presencia de corsarios que entre 1816 y 1820 atacaron los puertos y las naves españolas en el Pacífico, invitando además a la sublevación en contra de España.
Tal fue el caso del Alm. Guillermo Brown, quien lo hizo a nombre del gobierno de Buenos Aires; y Lord Cochrane y el Alm. Illingworth, que navegaron bajo bandera Chilena.
América empezaba a transformarse... Por el norte, Bolívar había logrado importantes triunfos tanto en Venezuela como en Nueva Granada (Colombia), y desde el sur llegaban las noticias de los avances de San Martín.
Con estos antecedentes, al llegar 1820 los guayaquileños comprendieron que la libertad de la patria dependía solo de ellos, que aunque estaba ya muy cerca no había que esperarla, era necesario ir a buscarla. Por eso decidieron apresurar sus acciones, pues comprendían que también que de ellos dependía también concluir la independencia de toda la América española.
Y es que la lucha entre españoles y criollos aún no estaba definida: En América aún quedaba por independizar gran parte del Virreinato de Santa Fe (Colombia), la Audiencia de Quito, el Virreinato de Lima y la Audiencia de Charcas (Bolivia). Bolívar estaba detenido al sur de Colombia sin poder trasponer la cordillera de Pasto cuyas puertas le eran infranqueables; y San Martín, al sur, casi no tenía ya hombres con quienes sostener sus luchas por la independencia del Perú.
Fue entonces que, a finales de julio y de paso hacia Caracas, procedentes de Lima llegaron a Guayaquil los oficiales venezolanos León de Febres-Cordero, Miguel de Letamendi y Luis Urdaneta, miembros del afamado batallón “Numancia”, quienes habían sido separados de dicho cuerpo por haber manifestado expresiones de rebeldía y simpatías independentistas. Los guayaquileños, al conocer la causa por la que habían sido dados de baja, no dudaron en invitarlos a que se queden y participen en la revolución que se estaba fraguando.
Y es que los guayaquileños sabían que para proclamar su independencia, a más de la fuerza consistente de sus ideas necesitaban también la fuerza determinante de las armas y una gran cantidad de efectivos militares, fue por eso que -con inteligencia y argumentos- con la cooperación de los tres venezolanos lograron convencer a la oficialidad de los regimientos acantonados en la ciudad, entre los que se encontraban el Cap. Gregorio Escobedo, el “Cacique” Alvarez, el Cap. Nájera y los sargentos Vargas y Pavón.
La revolución guayaquileña estaba en marcha.
El domingo 1 de octubre de 1820, y a petición de la joven Isabelita Morlás -hija del Ministro de las Cajas Reales don Pedro Morlás-, don José de Villamil y su esposa, doña Ana Garaycoa, ofrecieron una fiesta en su casa del Malecón. A Villamil le pareció una magnífica oportunidad para reunir a los conspiradores sin levantar sospechas, por lo que encargó a Antepara la misión de invitar también a todos aquellos a quienes considerara dispuestos a respaldar la idea emancipadora, incluyendo a los militares comprometidos.
Esa noche, mientras las parejas bailaban en el salón principal, sin llamar la atención don José de Antepara reunió a los conjurados en una habitación apartada.
En esa reunión secreta, a la que Antepara llamó “La Fragua de Vulcano” -porque por conjunción cósmica reunió a todos los comprometidos con la libertad- estuvieron presentes, entre otros, Luis Fernando Vivero, los hermanos Antonio y Francisco de Elizalde, Lorenzo de Garaycoa, José de Villamil, Francisco de Paula Lavayen, Baltazar García, el Cmdte. José María Peña, don Manuel Loro, Pedro Sáenz, Francisco Oyarvide, José Rivas, José Correa y por su puesto, Febres-Cordero, Letamendi, Urdaneta, Escobedo y los demás militares comprometidos en la revolución, quienes acordaron que esta se daría en las primeras horas del 9 de octubre.
Algunos de estos nombres no han tenido trascendencia, porque lamentablemente la historia prefiere consignar a quienes tuvieron participación militar o política, pero fueron ellos, los civiles anónimos, quienes financiaron económicamente a la revolución; porque a los militares había que pagarles, eran soldados de carrera; no mercenarios, pero sí profesionales, y al momento en que abandonaron las filas realistas y se pasaron al bando independentista, lógicamente dejaron de percibir sus sueldos, que los recibían de Lima.
Queda entonces establecido que -solo con la ayuda de sus hijos- Guayaquil financió económicamente todos los gastos de su independencia.
Durante las reuniones secretas que sostuvieron en los días siguientes, los conjurados consideraron la necesidad de nombrar un líder que comandara el movimiento revolucionario en marcha.
El primer escogido fue Jacinto Bejarano, viejo conductor de los patriotas guayaquileños, quien se excusó expresando que sería indigno comandar un movimiento revolucionario sin poder estar presente en él, pues los achaques de su avanzada edad se lo impedirían.
Se propuso entonces el mando a José Joaquín Olmedo, quien también se excusó señalando que era hombre de letras y no soldado, y que el líder de la revolución debía ser un militar con experiencia y capacidad de mando.
Por último se buscó a Rafael de la Cruz Jimena, quien por
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