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La guerra: el sumum de la antiética


Enviado por   •  11 de Septiembre de 2017  •  Ensayo  •  11.469 Palabras (46 Páginas)  •  244 Visitas

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La guerra: el sumum de la antiética

Por Carlos Pazos Beceiro

Introducción

Al considerarse dueño y señor del entorno, el hombre ha constituido la fuente principal de la degradación ambiental y su primera víctima a la vez. La catástrofe de los conflictos bélicos es parte de esta irresponsable actitud, con sus nefastas consecuencias para el propio hombre y el medio ambiente. Se calcula que entre los siglos xvi y xx, alrededor de ciento millones de personas han muerto como víctimas de estos enfrentamientos.

¿De qué índole es la responsabilidad general del ser humano en esta tragedia? No existe duda: de índole ética. El término bioética, utilizado por vez primera por Van Rensselaer Potter, se refería al análisis que el conjunto de las ciencias biológicas y las humanidades debían hacer en aras de la supervivencia del hombre. Sin embargo, aun etimológicamente, el concepto es más amplio: se refiere a la ética de todo lo que tenga que ver con la vida.

El estatus imprescindible para el desarrollo integral de la vida humana es la paz. Benito Juárez la definió magistralmente como «el respeto al derecho ajeno», condición inalienable para las garantías intelectuales, conductuales y jurídicas del ser humano, por lo que la guerra representa la violación más grosera de ese derecho y la carencia supina de los principios éticos que deben presidir la actividad cotidiana del hombre y sustentar su desarrollo, su supervivencia y la conservación del brillante patrimonio cultural acumulado a través de toda la historia de la civilización.

Las conflagraciones bélicas fueron incrementando su magnitud destructiva al mismo ritmo y nivel que el desarrollo científico de la humanidad, y por ello alcanzaron su máximo umbral en el pasado siglo xx, con el empleo de la descomunal fuerza de la energía nuclear, la que inconcebiblemente fue utilizada en Hiroshima y Nagasaki, genocidios que iniciaron la llamada «era nuclear» y con ella la nefasta guerra fría, que mantuvo durante años al mundo al borde de un holocausto por la posible utilización de estas armas. Pero, además, la perfidia humana concibió otros medios, como el biológico y el químico, que unidos al nuclear, integraron las llamadas «armas de exterminio en masa», que continúan representando un constante peligro para la supervivencia global.

La tragedia del bombardeo atómico a las desdichadas ciudades japonesas mencionadas, no solo no han representado un escarmiento por el criminal sufrimiento de sus víctimas, ya por espacio de más de medio siglo, sino que hoy en día se desarrolla una oculta carrera armamentista nuclear con los medios más sofisticados, a contrapelo de los tratados, convenciones, programas y actividades encaminadas a su prevención y abolición que se burla de todos los preceptos éticos que se le han opuesto por décadas.

Las armas tradicionalmente utilizadas en las distintas conflagraciones a través de la historia, excluidas las tres llamadas de exterminio en masa, fueron denominadas «convencionales»; las que se fueron perfeccionando en precisión y aumentando su calibre, hasta constituir hoy en día armamentos de una enorme capacidad destructiva, como las utilizadas en la Guerra del Golfo, en la guerra del antiguo territorio de Yugoslavia y recientemente en los bombardeos a Afganistán.

Durante la guerra fría, las potencias nucleares difundieron las más aviesas teorías para la justificación del desarrollo de la carrera armamentista nuclear y transgredieron los más elementales principios éticos que sustentan el derecho a la conservación de la vida y del patrimonio cultural de la humanidad. Incluso, inconcebiblemente, a duras penas la Corte Mundial pudo lograr, en una cerrada votación de sus jueces internacionales, que se declarara «ilegal» el uso del arma nuclear.

La consecuencia directa de las guerras no es otra que la pérdida mayoritaria de vidas inocentes, fundamentalmente de niños, mujeres y ancianos civiles, así como la destrucción material y cultural de ciudades y naciones enteras y el subsiguiente sometimiento de la población sobreviviente a la pobreza, enfermedades transmisibles y crónicas, el desplazamiento de grandes masas poblacionales, la degradación del ambiente con la correspondiente pérdida de la biodiversidad, la tierra cultivable y las fuentes de agua potable y a un subdesarrollo económico irreversible.

Otro aspecto conceptual importante en relación con las conflagraciones bélicas es su forma de desarrollarse. Así, durante el pasado siglo se produjeron variantes «atípicas» de ellas, conocidas como «conflictos de baja intensidad», verdaderas guerras no declaradas que por medios políticos y económicos desestabilizan a un régimen enemigo con el fin de remplazar su sistema político-ideológico-económico por otro afín o conveniente para el agresor, lo que lo hace coincidir con la definición de Von Clausewitz, de que «la guerra es la continuación de la política por otros medios». Ejemplos fehacientes de estos conflictos han sido los desarrollados por el gobierno de los Estados Unidos contra Nicaragua durante el gobierno sandinista y el bloqueo contra Cuba desde principios de la década del sesenta.

Albert Einstein sintetizó sus sentimientos de temor, frustración y tristeza por la carrera armamentista nuclear que se había desencadenado a partir de la fabricación de la primera bomba atómica, a la que él había contribuido inconscientemente con sus teorías científicas, cuando sentenció: «El poder incontrolable del átomo lo ha cambiado todo, con la excepción de nuestra forma de pensar, y esto nos conducirá a una catástrofe sin paralelo […].»1 Y en cuanto a la ambivalencia hipócrita de muchos científicos sobre la justificación de su responsabilidad en la producción de armas, expresó: «Debemos darnos cuenta de que no podemos trabajar simultáneamente para la guerra y para la paz. Cuando tengamos puro el corazón y el espíritu, solo entonces tendremos valor para superar el miedo que se ha adueñado del mundo […].2

Esa nueva forma de pensar significa no solo una concepción intelectual de todos los seres racionales amantes de la paz y del desarrollo de la humanidad, sino también una actitud militante en la prevención de la guerra, conflictos y actos de violencia que pongan en peligro su estabilidad y su futuro. Implica, además, el estar imbuidos de una conducta ética permanente y de una capacidad educadora para incidir favorablemente en la sociedad y particularmente en sus miembros más jóvenes. Pero esa conducta ética no se puede alcanzar como un simple conjunto de prohibiciones o de restricciones normadas, sino como una verdadera ciencia del quehacer, del obrar, capaz de promover un desarrollo sostenible integral del ser humano y de identificarlo y hacerlo amar la belleza que emana de las acciones humanitarias, retomando el viejo concepto griego «panta kalogatos» («todo es bello; todo es bueno»), lo que hizo afirmar una vez a Albert Schweitzer: «La ética no es otra cosa que la reverencia por la vida.»3

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