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50 Sombras De Grey


Enviado por   •  6 de Enero de 2015  •  25.067 Palabras (101 Páginas)  •  376 Visitas

Página 1 de 101

Daniel Pennac

Como una novela

Traducción de Joaquín Jordá

EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA

Título de la edición original: Comme un roman

@ Éditions Gallimard París, 1992

Diseño de la colección:

Julio Vivas

Ilustración: fotografía @ Jan Saudek (detalle)

Primera edición: abril 1993

Segunda edición: junio 1993

Tercera edición: octubre 1993

Cuarta edición: abril 1995

Quinta edición: noviembre 1996

Sexta edición: octubre 1998

Séptima edición: diciembre 1999

Octava edición: noviembre 2001

EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 1993 Pedró de la Creu, 58

08034 Barcelona

ISBN: 84-339-1367-0 Depósito Legal: B. 45683-2001

Printed in Spain

Liberduplex, S.L., Constitució, 19,08014 Barcelona

Para Franklin Rist,

gran lector de novelas

y novelesco lector.

A la memoria de mi padre,

y en el recuerdo cotidiano

de Frank Vlieghe.

I. Nacimiento del alquimista 6

1 7

2 8

3 9

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23 31

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II. Hay que leer (el dogma) 34

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III. Dar de leer 55

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IV. El Cómo se leer (o los derechos imprescriptibles del lector) 76

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9 87

10 89

I. Nacimiento del alquimista

1

El verbo leer no soporta el imperativo. Aversión que comparte con otros verbos: el verbo «amar»..., el verbo «soñar»...

Claro que siempre se puede intentar. Adelante: «jÁmame!» «¡Sueña!» «¡Lee!» «¡Lee! ¡Pero lee de una vez, te ordeno que leas, caramba!»

-¡Sube a tu cuarto y lee! ¿Resultado?

Ninguno.

Se ha dormido sobre el libro. La ventana, de repente, se le ha antojado inmensamente abierta sobre algo deseable. Y es por ahí por donde ha huido para escapar al libro. Pero es un sueño vigilante: el libro sigue abierto delante de él. Por poco que abramos la puerta de su habitación le encontraremos sentado ante su mesa, formalmente ocupado en leer. Aunque hayamos subido a hurtadillas, desde la superficie de su sueño nos habrá oído llegar.

-¿Qué, te gusta?

No nos dirá que no, sería un delito de lesa majestad. El libro es sagrado, ¿cómo es posible que a uno no le guste leer? No, nos dirá que las descripciones son demasiado largas.

Tranquilizados, volveremos a la tele. Es posible incluso que esta reflexión suscite un apasionante debate colectivo...

- Las descripciones le parecen demasiado largas. Hay que entenderlo, desde luego estamos en el siglo de lo audiovisual, los novelistas del XIX tenían que describirlo todo...

-¡Eso no es motivo para dejarle saltarse la mitad de las páginas!

No nos cansemos, ha vuelto a dormirse.

2

Mucho más inconcebible, esta aversión por la lectura, si pertenecemos a una generación, a una época, a un medio, a una familia en los que la tendencia era más bien la de impedimos leer.

-¡Venga, deja de leer, que te vas a quedar sin vista! -Más vale que salgas a jugar, hace un tiempo estupendo.

- ¡Apaga la luz! ¡Es tarde!

Sí, siempre hacía demasiado buen tiempo para leer, y de noche estaba demasiado oscuro.

Fijémonos en que se trata de leer o no leer, el verbo ya era conjugado en imperativo. En el pasado ocurría lo mismo. De manera que leer era entonces un acto subversivo. Al descubrimiento de la novela se añadía la excitación de la desobediencia familiar. ¡Doble esplendor! ¡Oh, el recuerdo de aquellas horas de lecturas clandestinas debajo de las mantas a la luz de la linterna eléctrica! ¡Qué veloz galopaba Ana Karenina hacia su Vronski a aquellas horas de la noche! ¡Ya era hermoso que aquellos dos se amaran, pero que se amaran en contra de la prohibición de leer todavía era más hermoso! Se amaban en contra de papá y mamá, se amaban en contra del deber de mates por terminar, en contra de la «redacción» que entregar, en contra de la habitación por ordenar, se amaban en lugar de sentarse a la mesa, se amaban antes del postre, se preferían al partido de fútbol y a la búsqueda de setas..., se habían elegido y se preferían a todo... ¡Dios mío, qué gran amor!

y qué corta era la novela.

3

Seamos justos: no se nos ocurrió inmediatamente imponerle la lectura como deber. En un primer momento sólo pensamos en su placer. Sus primeros años nos llevaron al estado de gracia. El arrobamiento absoluto delante de aquella vida nueva nos otorgó una suerte de talento. Por él, nos convertimos en narradores. Desde su iniciación en el lenguaje, le contamos historias. Era una cualidad que no conocíamos en nosotros. Su placer nos inspiraba. Su dicha nos daba aliento. Por él, multiplicamos los personajes, encadenamos los episodios, ingeniamos nuevas trampas... Igual que el viejo Tolkien a sus nietos, le inventamos un mundo. En la frontera del día y de la noche, nos convertimos en su novelista.

Si no tuvimos ese talento, si le contamos las historias de los demás, e incluso bastante mal, buscando nuestras palabras, deformando los nombres propios, confundiendo los episodios, juntando el comienzo de un cuento con el final de otro, no tiene importancia... E incluso si no contamos nada en absoluto, incluso si nos limitamos a leer en voz alta, éramos su novelista, el narrador único, por quien, todas las noches, se metía en los pijamas del sueño antes de fundirse debajo de las sábanas de la noche. Más aún, éramos el Libro.

Acordaos

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