300 Dias En Afganistan
Enviado por nataliamu95 • 12 de Junio de 2013 • 37.208 Palabras (149 Páginas) • 600 Visitas
Tomado de El Malpensante
El texto que sigue, excepcionalmente largo incluso para las dilatadas tradiciones de esta revista, cumple sin embargo con medidas también excepcionales de calidad e interés que nos llevan a publicarlo de un tirón: es la versión muy personal de lo que vio y vivió una joven médica colombiana durante algo más de 300 días en Afganistán, adonde llegó el 9 de septiembre de 2002 y de donde partió el 15 de julio de 2003.
300 días en Afganistán
Natalia Aguirre Zimerman
Una alfombra mágica moderna
No sé ni por dónde empezarles a contar lo que he visto en los últimos tres días. Salí de París hacia Dubai porque la carretera de Pakistán a Afganistán está muy peligrosa, ya que en estos días es el aniversario del bombardeo sobre Kabul y se teme que ocurran incidentes conmemorativos. Salí con cuatro acompañantes: Petra (una logística holandesa como de mi edad), Yoerguen (un anestesiólogo alemán queridísimo que iba rumbo a Sri Lanka), al que decidimos llamar "Yogurt" para podernos acordar, Alain (un cuarentón reportero de msf) y Katrina (la partera neozelandesa). Desde el check-in se vio lo ostentoso de la aerolínea. Los tags para las maletas eran rojos, de plástico grueso, blandito y súper bien diseñado.
Cuando llegamos a Dubai a la 1:30 a.m., nos bajamos, y en emigración vimos una gente de fantasía. Unas mujeres africanas, negras como el carbón, de 1,90 m de estatura y ropa de colores muy fuertes, con vestidos enormes y tocados como medio tribales en la cabeza. Estas africanas, además de imponentes, tenían una voz de tono muy bajo y miraban con la cara en alto. No tengo ni idea de su nacionalidad pero viajaban solas. Luego vimos toda clase de musulmanas, con toda clase de trapos en la cara y rayones en las manos. Había una especialmente triste. Parecía ser la esposa de un duro saudita, barrigón, de atuendo blanco. Tenía toda la cara cubierta con un velo gris oscuro; las manos, blancas e impecables, adornadas con joyas ultra costosas; los zapatos, de tacón y negros. Detrás de ellos un maletero traía tres french poodles blancos, grandes e impecables, iguales a la dueña.
Como era de esperarse, el equipo pasó tranquilo por inmigración, pero como yo tengo pasaporte colombiano y no tenía visa, me sacaron a un lado y se me enfrió todo. Pensé: me van a deportar y mínimo me voy de violada en la prisión local de Dubai. Afortunadamente, un viajero experimentado que me acompañaba les echó el cuento de que era sólo por una horas y que yo era de un equipo humanitario. La carreta funcionó y me dejaron salir hacia el hotel. Por cortesía de los Emiratos Árabes nos alojamos en un hotel lujoso y bastante miamesco (como todo en Dubai, ¿o será que en Miami todo es arabesco?). Tres horas más tarde regresamos al aeropuerto, me monté en el vuelo de Naciones Unidas, un Fokker medio destartalado, y llegué a Afganistán.
Aterrizaje
Uno llega hasta Kabul desde una altura mayor de la normal porque, al igual que Medellín, la ciudad está metida entre montañas y tiene una en la mitad. Cuando el piloto piensa que ya está cerca a la pista, se tira en picada y uno cree que se va a matar. Pero no, todo lo tienen bien calculado para que no nos tumben (por motivos de seguridad uno nunca sabe a qué horas sale o llega, porque los talibanes derriban los aviones a punta de rockets). El avión vuela muy bajito y en el último momento lo aterrizan con una precisión impresionante. Lo primero que uno ve en la pista son los cadáveres de cientos de aviones, y los esqueletos de buses y carros, dispuestos a ambos lados de la pista. Algunos muy oxidados (como si pertenecieran a una guerra pasada); otros parecen recientemente fusilados, y los carros en que viaja la población están premórtem. ¿Cómo describirles la ciudad? Hagan de cuenta que están en Tolú luego de la bomba de Hiroshima, y de que no ha llovido en cuatro años. Todo es café grisoso (salvo la gente), y la ciudad tiene varicela. Todos los frentes de las casas y edificios muestran cicatrices de los tiros de los Kalashnikov porque como las construcciones son de ladrillo terroso, se les cae el pedazo del lado del huequito.
Nos recibieron los conductores de msf y nos llevaron a la casa.
La casa es en realidad una serie de edificios que pertenecieron a un hombre muy rico, hace muchos años, rodeados por un muro alto que impide mirar hacia afuera. Tiene dos pisos. Es un monstruo de casa, de aproximadamente diecisiete cuartos (apenas normal para una familia afgana rica). Tiene ocho baños con agua caliente. Los muebles son de los años sesenta, y en cada cuarto hay una lámpara enorme de cristal, tipo araña, y un tapete persa. En la biblioteca hay televisor, grabadora, libros (para mi pesar casi todos en francés), juegos, como billar afgano y Scrabble (pero los franceses no saben bien inglés y no pueden jugar) y rompecabezas.
Ya comencé a trabajar. Hasta hoy me tocó trabajar en ropa prestada porque tenemos restricciones severas de movimiento dentro de la ciudad, e ir al bazar está totalmente prohibido. Así que tuve que conseguir mi primera shwar kamize por medios no muy santos, que no les puedo contar porque la holandesa sabe español, el mail es compartido y me hago deportar si me pillan. La ropa es feísima, color mugre (eso lo camufla a uno muy bien en este polvero); gruesa, porque el invierno está por comenzar, y la pañoleta gigantesca (según las reglas).
Fui a las tres clínicas que me toca supervisar porque básicamente estoy aquí para organizar dos servicios de maternidad en dos clínicas rurales que no los tenían y que estaban destruidas. Una ong alemana las está reconstruyendo, y nosotros nos encargamos de habitarlas y ponerlas a funcionar y de convencer a la población de que vengan a parir al hospital. La razón básica es que la mortalidad materna en Afganistán es la más alta del mundo: ¡1,7 por cada cien partos, lo que significa que se muere una de cada 60 mujeres que tiene un hijo! Éste es un indicador muy claro de lo mal que viven las mujeres en este país. El promedio de vida de una mujer es de 45 años, y la mayoría no sabe leer ni escribir. En conclusión, estoy al frente de un hospital veterinario.
Exquisiteces
En la casa somos muchos y tenemos dos cocineros que se llaman Khan y Zaman. Son unos encantos, no hablan ni una palabra de inglés o francés, pero no importa porque son unos genios para cocinar y ya me los amigué para no pasar trabajos. Todos los días nos tienen una canasta de frutas frescas para el desayuno (melón, uvas, peras, manzanas y bananos), y a las 12:30 venimos de las clínicas y nos tienen pan afgano fresco. Éste se llama nan (se pronuncia como nun, o sea monja en inglés). Es largo, aproximadamente de 60 cm,
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