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Analisis del mundo contemporaneo


Enviado por   •  6 de Marzo de 2023  •  Tarea  •  11.236 Palabras (45 Páginas)  •  67 Visitas

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D etomo algunas ideas^ que había planteado la clase anterior, las circunstancias intelectuales, políticas, sociales, filosóficas de la época, para tratar de explicar el sentido del itinerario de estos pensadores. Hoy voy a hablar básicamente de dos de ellos, pertenecientes a la Escuela de Frankfurt: Walter Benjamin y The odor Adorno. Yo había planteado, recuperando las ideas implícitas en los teóricos sobre vanguardias, que una de las características centrales de estas décadas iniciales de nuestro siglo es esta percepción aguda, muy profunda, del aceleramiento de la historia. Cuando decimos aceleramiento de la historia -concepto recurrente, estamos planteando, no simplemente el movimiento, el cambio, la emergencia de lo nuevo y cierta perplejidad frente a esos cambios y esas transformaciones, sino cómo, de qué manera, las conciencias más lúcidas de ese tiempo son capaces de sostener la mirada frente a una realidad que está cambiando; son capaces de preguntar, de indagar y de construir un discurso, una reflexión crítica con respecto al mundo en que ellos están pensando, construyendo una nueva perspectiva, una nueva mirada. Aceleramiento de la historia desde la perspectiva de un cambio radical, profundo, de un época que involucra no sólo el discurso filosófico, sino también transformaciones en la realidad social, política, económica, profundas modificaciones en la dimensión estética, cambios radicales en lo que podríamos llamar los paradigmas científicos de la Modernidad. Un tiempo de derrumbe, de disolución, de crisis, y al mismo tiempo, una época que comienza a plantearse nuevas perspectivas y nuevos horizontes. En Benjamín, particularmente, en más de un ensayo aparece esta idea de lo que él denomina el carácter destructivo. El carácter destructivo da cuenta de este personaje de época, de esta suerte de hombre del siglo XX que'está directamente enfrentado a la eclosión de un mundo, enfrentado a la crisis de los supuestos, de las normas, de las leyes, de las estructuras, fundacionales de la sociedad burguesa, del capitalismo, que de alguna manera percibe que es necesario despejar la mesa, buscar lo nuevo, cambiar radicalmente de lugar, mirar de una manera completamente inédita las cosas, tratar violentamente de crear una nueva tradición, violentando precisamente las tradiciones anteriores. El carácter destructivo, en última instancia, tiene una función prometeica, es decir, constructiva; despeja, pide tabula rasa, mesa limpia para volver a escribir, a dibujar, a pensar, precisamente porque está seguro, o cree al menos estarlo, de que la época abre una nueva oportunidad, que allí donde el peligro, la disolución, la crisis, aparecen como propio del tiempo, también justamente en el interior del peligro, de la crisis, de la disolución de las grandes ideas, surge la oportunidad. En este sentido es profundamente deudor de aquella idea de Holderlin, el poeta romántico, que planteaba: “A llí donde crece el peligro también crece lo que salva”. Y particularmente en una época de enorme peligrosidad, de enorme riesgo intelectual, donde las fronteras se quiebran, donde las comarcas conocidas comienzan a oscurecerse, el riesgo de la aventura del pensamiento, el riesgo de lanzarse hacia ciertas zonas opacas, oscuras, es muy grande. “El carácter destructivo no ve nada duradero -escribe Benjamín, Pero por eso mismo ve caminos por todas partes. Donde otros tropiezan con muros o con montañas, él ve también un camino. Y como lo ve por todas partes, por eso tiene siempre algo que dejar en la cuneta [,.,] y como por todas partes ve caminos, está siempre en la encrucijada”. El pensador* el artista -y. esto lo venimos trabajando en las últimas clases- toca aquello que antes no se tocaba, o comienza a indagar los sótanos de la cultura. Ya no sólo pregunta por lo evidente, ya no  Sólo hace una biografía transparente de la razón, o una biografía transparente de la Modernidad, o un intento de dar cuenta del despliegue armónico de la sociedad capitalista, sino que intenta penetrar por sus fisuras, por sus fallidos, por sus contrasentidos. Trata de leer aquello que la propia sociedad, la propia ideología dominante, el propio discurso legitimado por su época ha obturado, ha ocluido, o simplemente ha rechazado. En-este-sentido, uno de los elementos más importantes de la reflexión de la Esc.ue.la de Frankíúrt, particularmente en este caso, de Adorno, es la pregunta por la tensión intrínseca del despliegúe le la razón en el mundoi moderno. No simplemente la constatación de la razón como deudora de los ideales ilustrados, deudora de la búsqueda y aspiración de libertad, de transparencia, de armonía social, de democratización, sino también paridora de aquellas formas que van a devorar paulatinamente esos mismos ideales que estaban en la estructura fundacional de la Modernidad, que van a ir resquebrajando la idea de libertad, de igualdad, de armonía social, de transparencia, de una razón que podríamos denominar sustantiva, que está profundamente imbuida de un espíritu crítico, de interrogación, de invención, de novedad, de búsqueda de nuevos horizontes. De una razón que aparece como núcleo donde se reúne el espíritu de la crítica con la aspiración de la libertad, de la igualdad y de la transformación radical de la sociedad, vemos emerger a lo largo del siglo XIX, y claramente en el despliegue histórico social del siglo XX, lo que podríamos denominar un tipo de racionalidad fundada ahora ya no en la sustantividad de estos concep- , tos, en la búsqueda de libertad, sino en la instrumentalización racional, en los mecanismos a través de los cuales el desanollo científico técnico va a ir produciendo un proceso creciente de homogeneización social, cultural, técnica, que tiene que ver con un mecanismo de dominación y transformación de la naturaleza que se;.convierte, en mero objeto .de conocimiento o de transformación y también, esa razón instrumental, se convierte en un organismo que genera sobre las estructuras sociales, procesos de racipnaUzación burocrática, de industrialización creciente, de transformación urbana, de masil¡ración, de cuantificación de lo social. La razón apuntala un despliegue científico técnico que, lejos de posibilitar la construcción de la armonía social, de una humanidad liberada de las ataduras del trabajo, produce otro tipo de ataduras y genera nuevas formas de enajenación. Este es un concepto central en la reflexión de estos pensadores. En una sociedad que despliega riquezas cada vez más fabulosas, en una sociedad que está inventando de una manera profundamente original, inédita,' la industria del ocio, la industria de la cultura, que está gestando una revo- lución técnico-científica inusual, un proceso de transformación general de las conciencias y las estructuras de la sociedad, sin embargo, lejos de alcanzar los ideales ilustrados del siglo XVIII, los ideales de libertad, de igualdad, de democracia, de armonía social, está creando las condiciones para nuevas formas de barbarie, de destructividad, para nuevos mecanismos intrínsecos a la sociedad, generadores de una violencia cada vez más creciente. Escribe Adorno: “La historia universal tiene que ser construida y negada. A la vista de las catástrofes pasadas y futuras, sería un cinismo afirmar que la historia se manifiesta en un plan universal que lo asume todo en un bien mayor. Pero no por eso tiene que ser negada la unidad que suelda los factores discontinuos, caóticamente desperdigados, y las fases de la historia: el estadio de la dominación sobre la naturaleza interna. No hay historia universal que guíe desde el salvaje al humanitario; pero sí de la honda a la superbomba. Su fin es la amenaza total de los hombres organizados por la humanidad organizada: la quinta esencia de la discontinuidad”. Los pensadores de la Escuela de Frankfurt son deudores directos de las innovaciones del pensamiento social del -siglo XX, de esas preguntas antes obturadas que impedían ¡DQnsar lojijacional/ese sujeto nuevo completamente oscuro, y abigarrado \las masas-, esa pregunta que Max Weber, Durkheim, lanzan, no sobre la transparencia de la sociedad, sino sobré la opacidad de la sociedad. Esa pregunta por un despliegue racional burocrático, propio de la sociedad contemporánea; una pregunta que supone construir a contrapelo la tradición de la Modernidad, la tradición de la sociedad burguesa. Ya no es la pregunta por las conductas diurnas de los ciudadanos, por su conducta puritana, sino que es una pregunta por aquello que queda como un resto, excluido, y que está movilizando, sin embargo, profundas fuerzas sociales. Está transformando las estructuras de la sociedad. Por un lado, una deuda innegable hacia estas interrogaciones del pensamiento social de fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Un reconocimiento de que una concepción del mundo, una concepción de la cultura, se ha quebrado, y que es necesario volver a preguntar, a construir dispositivos conceptuales capaces, ahora, de introducir la reflexión en aquella dimensión de la que había quedado excluido por el pensamiento dominante, el pensamiento positivista decimonónico ilustrado. Es la pregunta por lo irracional, pero es la pregunta no sólo sobre la violencia de lo irracional, sino que es la pregunta, más crítica y compleja, por lo irracional en el interior de la razón. Este es el elemento que me interesa retener; no lo inacional como opuesto a la razón, no la violencia como opuesta a la armonía social, no la transparencia y la armonía opuestas a una suerte de enajenación y disolución de la sociedad, sino cómo, en el interior mismo de la racionalización social -lo que Max Weber denominó “desencantamiento del mundo”' o los procesos de burocratización creciente de las estructuras sociales, se van dando las condiciones para la emergencia de una relación cada vez más intensa y profundamente dialéctica entre la razón y lo irracional, entre el hombre libre en el universo técnico científico y las formas cada vez más arcaicas y brutales de la violencia política. El despliegue de un tiempo de autosuficiencia que tiene en esta suerte de ilusión del progreso propio del siglo XIX, un momento excepcional porque cuando se desarrolla en el inte' rior de este nuevo tiempo histórico que se abre a partir de la Primera Guerra Mundial, fusiona tecnología destructiva con racionalización social, y al mismo tiempo produce una inédita forma de barbarie. La Primera Guerra Mundial había sido en este sentido como una enorme sorpresa, había causado una enorme conmoción en las conciencias, porque había quebrado un muro; pero no sólo había quebrado un muro en términos de transformaciones sociales, sino que también había desmoronado un imaginario cultural, una concepción de la sociedad, una manera de ver las cosas, de la Be lie epoque, de la armonía del siglo XIX, de cierta sensación de auto indulgencia, de profundo narcisismo de la sociedad del siglo XIX. Nos encontramos de repente, casi como si fuera una tormenta, en la intemperie, en la orfandad, y por lo tanto, pensadores, artistas, filósofos, políticos de la época tienen que comenzar a interrogar, a indagar, a imaginar todo de nuevo. Hay distintas estrategias, hay distintas búsquedas en esta indagación, en este volver a construir la relación con la realidad, con el mundo. Con un mundo que también ha estallado, porque si algo ha mostrado la experiencia del desarrollo técnico-científico, de las tecnologías destructivas, es que el hombre por primera vez no solamente está en condiciones de destruirse a sí mismo, sino que está en condiciones de modificar radicalmente a la propia naturaleza, a la realidad. La realidad que se presenta ha estallado, se ha vuelto tremendamente opaca, ya no es algo que está allí en el otro lado de mi conciencia y a la que yo puedo describir de úna manera más o menos simple, sino que la propia realidad, aquello que estaba del otro lado de mi conciencia se muestra de un modo profundamente complejo, confuso, al que hay que volver a semanrizar, inventando una nueva gramática. Yo hablaba la clase anterior de ese contrato roto entre las palabras y las cosas, que aparece ya en la poesía del simbolismo francés, particularmente en Mallarmé. Esa primera percepción, absolutamente original y revolucionaria de que las palabras, el lenguaje, no dan cuenta de la realidad. Frente a ese no dar cuenta de la realidad -dice Mallarmé- de lo que se trata ahora es de encontrar aquellas sendas propias del sujeto que le permitan fundar otro lenguaje. Otra manera de imaginar, de crear, de producir la relación con el mundo. Es como si estuviésemos claramente instalados en esta idea de la mesa en blanco, esta idea benjaminiana del carácter destructivo. Destructivo porque precisamente se enfrenta a la disolución de una trama de valores, de un mundo conceptual, de una forma de cultura. Pero destructivo en el sentido anarquista del término; también, en el sentido demoníaco del término, es decir, destructivo como esa fuerza que galvaniza la potencialidad creativa de los seres humanos, destructivo porque la época exige movilizar los espíritus, destructivo porque la sociedad exige el quiebre de aquel orden que ya no puede dar cuenta de sí mismo, destructivo porque hay que volver a crear, a partir de una nueva producción de sentido, el sentido del mundo; destructivo porque se trata de inventar una nueva gramática, un nuevo lenguaje; destructivo porque desde la estética, desde la filosofía, desde la política, se está imaginando otro modelo de humanidad. Por supuesto -y esto es una de las características de lo que venimos diciendo- en el interior de este laboratorio inmenso que son los primeros treinta años de la Europa de este siglo, laboratorio donde se están mezclando saberes, sensibilidades, donde aparecen personajes maravillosos, personajes turbios, o terriblemente oscuros al mismo tiempo, laboratorio donde precisamente allí se está produciendo, desde distintas perspectivas, una irrupción del discurso, del lenguaje filosófico, político, estético, sobre el mundo, sobre la sociedad, sobre la realidad, Un laboratorio donde se están gestando las nuevas corrientes políticas, las nuevas formas de organización de la cultura y la sociedad. La Escuela de Frankfurt, hacia finales de los años '20, es deudora, hija legítima de esta irrupción de un pensamiento que intenta volver a construir el sentido, volver a dar forma a una gramática. Desde esta perspectiva también es importante señalar que Adorno, Benjamín, Horkheimer, Marcuse, los miembros de la Escuela de Frankfurt, intentan indagar en aquellas tradiciones que creen que todavía tienen mucho para decir. Porque éste es un elemento también decisivo para comprender esta época: no se trata sólo del gesto destructivo de la tabula rasa, se trata también de hacer presente aquellas tradiciones que pueden ofrecerle al pensamiento crítico un instrumental adecuado para pensar intensamente su propia trama histórica. En este sentido, en Adorno, en Benjamín, aparece claramente una lectura de las tradiciones modernas, una lectura de Marx, una lectura de Hegel, una lectura cada vez más intensa y decisiva de Freud, una lectura de las corrientes estéticas, particularmente del romanticismo, una lectura de ciertas filosofías pesimistas o críticas de la cultura decimonónica, Schopenhauer, Kierkegaard; una lectura atenta y una influencia decisiva del pensamiento de Nietzsche; también una deuda importante con la renovación del pensamiento social, particularmente de esta visión crítico-sociológica de Max Weber, la idea de la racionalización burocrática de la sociedad y del proceso de desencantamiento del mundo. Cuando Weber dice "desencantamiento del mundo” hace referencia a la constitución de la naturaleza como mero objeto de conocimiento o de uso, su absoluta profanación, su pérdida de sacralidad, de misterio. E,s decir, lo oscuro, lo oíroslo sagrado de la naturaleza queda absolutamente despojado a partir de la irrupción de la mirada helada de la racionalidad instrumental. La naturaleza como espacio de sombras, como espacio de vitalidad, C Q m o ¿íín otro'jleno de misterios, lleno de oscuridades, de promesas y también de-catástrofes, queda convertida, en el mejor de los casos, en una estructura cuantificada, en un ámbito para ser atravesado por la “luz” de la razón, una luz helada de la razón, y también, para ser modificado profundamente por el nuevo arsenal técnico-científico. Frente a una concepción muy fuerte en el desarrollo de la Modernidad, una tradición que precisamente construye una concepción de la razón como lugar hegemónico central, una razón que da cuenta de los misterios de la naturaleza, quede permite al hombre repensar y organizar la sociedad, que ha podido mantener a distancia aquello que tiene que ver con lo instintivo, lo irracional, la violencia, la barbarie. Frente a esa historia ejemplar o autolegitimadora de la razón propia del siglo XIX, que tiene que ver también con esta concepción que definimos como la ideología del progreso -una humanidad que marcha inexorablemente hacia la construcción de ün mundo cada vez más perfecto, amparado en el despliegue de la razón, de la técnica y de la ciencia-, no solamente en la Escuela de Frankfurt sino ya en la tradición del romanticismo a princi- realidad social, política, económica, profundas modificaciones en la dimensión estética, cambios radicales en lo que podríamos llamar los paradigmas científicos de la Modernidad. Un tiempo de derrumbe, de disolución, de crisis, y al mismo tiempo, una época que comienza a plantearse nuevas perspectivas y nuevos horizontes. En Benjamin, particularmente, en más de un ensayo aparece esta idea de lo que él denomina el carácter destructivo. El carácter destructivo da cuenta de este personaje de época, de esta suerte de hombre del siglo XX que'está directamente enfrentado a la eclosión de un mundo, enfrentado a la crisis de los supuestos, de las normas, de las leyes, de las estructuras fundacionales de la sociedad burguesa, del capitalismo, que de alguna manera percibe que es necesario despejar la mesa, buscar lo nuevo, cambiar radicalmente de lugar, mirar de una manera completamente inédita las cosas, tratar violentamente de crear una nueva tradición, violentando precisamente las tradiciones anteriores. El carácter destructivo, en última instancia, tiene una función prometeica, es decir, constructiva: despeja, pide tabula rasa, mesa limpia para volver a escribir, a dibujar, a pensar, precisamente porque está seguro, o cree al menos estarlo, de que la época abre una nueva oportunidad, que allí donde el peligro, la disolución, la crisis, aparecen como propio del tiempo, también justamente en el interior del peligro, de la crisis, de la disolución de las grandes ideas, surge la oportunidad. En este sentido es profundamente deudor de aquella idea de Holderlin, el poeta romántico, que planteaba; "Allí donde crece el peligro también crece lo que salva". Y particularmente en una época de enorme peligrosidad, de enorme riesgo intelectual, donde las fronteras se quiebran, donde las comarcas conocidas comienzan a oscurecerse, el riesgo de la aventura del pensamiento, el riesgo de lanzarse hacia ciertas zonas opacas, oscuras, es muy grande. “El carácter destructivo no ve nada duradero -escribe Benjamin. Pero por eso mismo ve caminos por todas partes. Donde otros tropiezan con muros o con montañas, él ve también un camino. Y como lo ve por todas partes, por eso tiene siempre algo que dejar en la cuneta y como por todas partes ve caminos, está siempre en la encrucijada”. El pensador, el artista -y esto lo venimos trabajando en las últimas clases- toca aquello que antes no se tocaba, o comienza a indagar los sótanos de la cultura. Ya no sólo pregunta por lo evidente, ya no sólo hace una biografía transparente de la razón, o una biografía transparente de la Modernidad, o un intento de dar cuenta del despliegue armónico de la sociedad capitalista, sino que intenta penetrar por sus fisuras, por sus fallidos, por sus contrasentidos. Trata de leer aquello que la propia sociedad, la propia ideología dominante, el propio discurso legitimado por su época ha obturado, ha ocluido, o simplemente ha rechazado. En-este sentido, uno de los elementos más importantes de la reflexión de ía. Escuela de Frankfurt, particularmente en este caso, de Adorno, es la pregunta por la tensión intrínseca del despliegue de la razón en el mundo moderno. No simplemente la constatación de la razón como deudora de los ideales ilustrados, deudora de la búsqueda y aspiración de libertad, de transparencia, de armonía social, de democratización, sino también paridora de aquellas formas que van a devorar paulatinamente esos mismos ideales que estaban en la estructura fundacional de la Modernidad, que van a ir resquebrajando la idea de libertad, de igualdad, de armonía social, de transparencia, de una razón que podríamos denominar sustantiva, que está profundamente imbuida de un espíritu crítico, de interrogación, de invención, de novedad, de búsqueda de nuevos horizontes. De una razón que aparece como núcleo donde se reúne el espíritu de la crítica con la aspiración de la libertad, de la igualdad y de la transformación radical de la sociedad, vemos emerger a lo largo del siglo XIX, y claramente en el despliegue histórico social del siglo XX, lo que podríamos denominar un tipo de racionalidad fundada ahora ya no en la sustantividad de estos conceptos, en la búsqueda de libertad, sino en la instrumentalización racional, en los mecanismos a través de los cuales el desanollo científico técnico va a ir produciendo un proceso creciente de homogeneización social, cultural, técnica, que tiene que ver con un mecanismo de dominación y transformación de la naturaleza que se convierte en mero objeto de conocimiento o de transformación y también, esa razón instrumental, se convierte en un" organismo que genera sobre las estructuras sociales, procesos de racionalización burocrática, de industrialización creciente, de transformación urbana, de masifieación, de cuantificación. de lo social. La razón apuntala un despliegue científico técnico que, lejos de posibilitar la construcción de la armonía social, de una humanidad liberada de las ataduras del trabajo, produce otro tipo de ataduras y genera nuevas formas de enajena-) ción. Este es un concepto central en la reflexión de estos pensadores. En una sociedad que despliega riquezas cada vez más fabulosas, en una sociedad que está inventando de una manera profundamente original, inédita,' la industria del ocio, la industria de la cultura, que está gestando una revo- lución técnico-científica inusual, un proceso de transformación general de las conciencias y las estructuras de la sociedad, sin embargo, lejos de alcanzar los ideales ilustrados del siglo XVIII, los ideales de libertad, de igualdad, de democracia, de armonía social, está creando las condiciones para nuevas formas de barbarie, de destructividad, para nuevos mecanismos intrínsecos a la sociedad, generadores de una violencia cada vez más creciente. Escribe Adorno; “La historia universal tiene que ser construida y negada. A la vista de las catástrofes pasadas y futuras, sería un cinismo afirmar que la historia se manifiesta en un plan universal que lo asume todo en un bien mayor, Pero no por eso tiene que ser negada la unidad que suelda los factores discontinuos, caóticamente desperdigados, y las fases de la historia; el estadio de la dominación sobre la naturaleza interna. No hay historia universal que guíe desde el salvaje al humanitario; pero sí de la honda a la superbomba. Su fin es la amenaza total de los hombres organizados por la humanidad organizada: la quinta esencia de la discontinuidad”. Los pensadores de la Escuela de Frankfurt son deudores directos de las innovaciones del pensamiento sociaLdel-siglo XX, de esas preguntas antes obturadas que impedían ptjnsar4ovmacional/ese sujeto nuevo completamente oscuro y abigarrado '.Jas masas-, esa pregunta que Max Weber, Durkheim, lanzan, no sobre la transparencia de la sociedad, sino sobre la opacidad de la sociedad. Esa pregunta por un despliegue racional burocrático, propio de la sociedad contemporánea; una pregunta que supone construir a contrapelo la tradición de la Modernidad, la tradición de la sociedad burguesa. Ya no es la pregunta por las conductas diurnas de los ciudadanos, por su conducta puritana, sino que es una pregunta por aquello que queda como un resto, excluido, y que está movilizando, sin embargo, profundas fuerzas sociales. Está transformando las estructuras de la sociedad. Por un lado, una deuda innegable hacia estas interrogaciones del pensamiento social de fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Un reconocimiento de que una concepción del mundo, una concepción de la cultura, se ha quebrado, y que es necesario volver a preguntar, a construir dispositivos conceptuales capaces, ahora, de introducir la reflexión en aquella dimensión de la que había quedado excluido por el pensamiento dominante, el pensamiento positivista decimonónico ilustrado. Es la pregunta por lo irracional, pero es la pregunta no sólo sobre la violencia de lo irracional, sino que es la pregunta, más crítica y compleja, por lo irracional en el interior de la razón. Este es el elemento que me interesa retener: no lo irracional como opuesto a la razón, no la violencia como opuesta a la armonía social, no la transparencia y la armonía opuestas a una suerte de enajenación y disolución de la sociedad, sino cómo, en el interior mismo de la racionalización social -lo que Max Weber denominó “desencantamiento del mundo”- o los procesos de burocratización creciente de las estructuras sociales, se van dando las condiciones para la emergencia de una relación cada vez más intensa y profundamente dialéctica entre la razón y lo irracional, entre el hombre libre en el universo técnico científico y las formas cada vez más arcaicas y brutales de la violencia política. El despliegue de un tiempo de autosuficiencia que tiene en esta suerte de ilusión del progreso propio del siglo XIX, un momento excepcional porque cuando se desarrolla en el interior de este nuevo tiempo histórico que se abre a partir de la Primera Guerra Mundial, fusiona tecnología destructiva con racionalización social, y al mismo tiempo produce una inédita forma de barbarie. La Primera Guerra Mundial había sido en este sentido como una enorme sorpresa, había causado una enorme conmoción en las conciencias, porque había quebrado un muro; pero no sólo había quebrado un muro en términos de transformaciones sociales, sino que también había desmoronado un imaginario cultural, una concepción de la sociedad, una manera de ver las cosas, de la Bellé epoque, de la armonía del siglo XIX, de cierta sensación de autoindulgencia, de profundo narcisismo de la sociedad del siglo XIX. Nos encontramos de repente, casi como si fuera una tormenta, en la intemperie, en la orfandad, y por lo tanto, pensadores, artistas, filósofos, políticos de la época tienen que comenzar a interrogar, a indagar, a imaginar todo de nuevo. Hay distintas estrategias, hay distintas búsquedas en esta indagación, en este volver a construir la relación con la realidad, con el mundo. Con un mundo que también ha estallado, porque si algo ha mostrado la experiencia del desarrollo técnico-científico, de las tecnologías destructivas, es que el hombre por primera vez no solamente está en condiciones de destruirse a sí mismo, sino que está en condiciones de modificar radicalmente a la propia naturaleza, a la realidad. La realidad que se presenta ha estallado, se ha vuelto tremendamente opaca, ya no es algo que está allí en el otro lado de mi conciencia y a la que yo puedo describir de iina manera más o menos simple, sino que la propia realidad, aquello que estaba del otro lado de mi conciencia se muestra de un modo profundamente complejo, confuso, al que hay que volver a semantizar, inventando una nueva gramática. Yo hablaba la clase anterior de ese contrato roto entre las palabras y las cosas, que aparece ya en la poesía del simbolismo francés, particularmente en Mallarmé. Esa primera percepción, absolutamente original y revolucionaria de que las palabras, el lenguaje, no dan cuenta de la realidad. Frente a ese no dar cuenta de la realidad -dice Mallarmé- de lo que se trata ahora es de encontrar aquellas sendas propias del sujeto que le permitan fundar otro lenguaje. Otra manera de imaginar, de crear, de producir la relación con el mundo. Es como si estuviésemos claramente instalados en esta idea de la mesa en blanco, esta idea benjaminiana del carácter destructivo. Destructivo porque precisamente se enfrenta a la disolución de una trama de valores, de un mundo conceptual, de una forma de cultura. Pero destructivo en el sentido anarquista del término; también, en el sentido demoníaco del término, es decir, destructivo como esa fuerza que galvaniza la potencialidad creativa de los seres humanos, destructivo porque la época exige movilizar los espíritus, destructivo porque la sociedad exige el quiebre de aquel orden que ya no puede dar cuenta de sí mismo, destructivo porque hay que volver a crear, a partir de una nueva producción de sentido, el sentido del mundo; destructivo porque se trata de inventar una nueva gramática, un nuevo lenguaje; destructivo porque desde la estética, desde la filosofía, desde la política, se está imaginando otro modelo de humanidad. Por supuesto -y esto es una de las características de lo que venimos diciendo- en el interior de este laboratorio inmenso que son los primeros treinta años de la Europa de este siglo, laboratorio donde se están mezclando saberes, sensibilidades, donde aparecen personajes maravillosos, personajes Surbios, o terriblemente oscuros al mismo tiempo, laboratorio donde precisamente allí se está produciendo, desde distintas perspectivas, una irrupción del discurso, del lenguaje filosófico, político, estético, sobre el mundo, sobre la sociedad, sobre la realidad. Un laboratorio donde se están gestando las nuevas corrientes políticas, las nuevas formas de organización de la cultura y la sociedad. La Escuela de Frankfurt, hacia finales de los años ’ZO, es deudora, hija legítima de esta irrupción de un pensamiento que intenta volver a construir el sentido, volver a dar forma a una gramática. Desde esta perspectiva también es importante señalar que Adorno, Benjamín, Horkheimer, Marcuse, los miembros de la Escuela de Frankfurt, intentan indagar en aquellas tradiciones que creen que todavía tienen mucho para decir. Porque éste es un elemento también decisivo para comprender esta época: no se trata sólo del gesto destructivo de la tabula rasa, se trata también de hacer presente aquellas tradiciones que pueden ofrecerle al pensamiento crítico un instrumental adecuado para pensar intensamente su propia trama histórica. En este sentido, en Adorno, en Benjamín, aparece claramente una lectura de las tradiciones modernas, una lectura de Marx, una lectura de Hegel, una lectura cada vez más intensa y decisiva de Fteud, una lectura de las corrientes estéticas, particularmente del romanticismo, una lectura de ciertas filosofías pesimistas o críticas de la cultura decimonónica, Schopenhauer, Kierkegaard; una lectura atenta y una influencia decisiva del pensamiento de Nietzsche; también una deuda importante con la renovación del pensamiento social, particularmente de esta visión crítico-sociológica de Max Weber, la idea de la racionalización burocrática de la sociedad y del proceso de desencantamiento del mundo. Cuando Weber dice “desencantamiento del mundo” hace referencia a la constitución de la naturaleza como mero objeto de conocimiento o de uso, su absoluta profanación, su pérdida de sacralidad, de misterio. Es decir, lo oscuro, lo otro,^lo sagrado de la naturatezaTqueda absolutamente despojado a partir de la irrupción de la mirada helada de la racionalidad instrumental. La naturaleza como espacio de sombras, como espacio de vitalidad, CQmojun otrcTjleno de misterios, lleno de oscuridades, de promesas y Líi i ubi én cíe cátás trofc s, queda convertida, en el mejor de los casos, en una estructura cuantificada, en un ámbito para ser atravesado por la “luz" de la razón, una luz helada de la razón, y también, para ser modificado profundamente por el nuevo arsenal técnico-científico. Frente a una concepción muy fuerte en el desanollo de la Modernidad, una tradición que precisamente construye una concepción de la razón como lugar hegemónico central, una razón que da cuenta de los misterios de la naturaleza, que le permite al hombre repensar y organizar la sociedad, que ha podido mantener a distancia aquello que tiene que ver con lo instintivo, lo irracional, la violencia, la barbarie. Frente a esa historia ejemplar o autolegitimadora de la razón propia del siglo XIX, que tiene que ver también con esta concepción que definimos como la ideología del progreso -una humanidad que marcha inexorablemente hacia la construcción de ün mundo cada ve'¿ más perfecto, amparado en el despliegue de la razón, de la técnica y de la ciencia-, no solamente en la Escuela de Frankfurt sino ya en la tradición del romanticismo a princi- píos del siglo XIX, en Islietzsche, en los primeros grandes pensadores de las ciencias sociales de finales del siglo XIX, principios del XX, en Durkheim, en Tónnies, en Weber, en Simmel, en Pareto -y también en el campo de esta nueva forma de pensar que es el psicoanálisis', aparece la sospecha, la necesidad de tener que leer aquello que fue obturado, camuflado, ocultado, por esta autolegitimación de la razón. Eso otro que aparece y que tiene que ver con fenómenos asociados a lo instintivo, lo irracional, lo nocturno -en esta reflexión de pensadores como Weber, y después como Adorno, como Benjamín- no suponen un otro radical de la razón, es decir, la razón pura, virgen, “que consagra una sociedad que puede aspirar a la armonía”, como si esta misma razón quedase absolutamente ajena a estos'fenómenos de irracionalidad, de masificación, de violencia, de producción intensiva de tecnologías de la destrucción. Una de las características centrales de la época es precisamente la fusión, el cruce, de un dispositivo desplegado por la razón como producción tecnológica, como transformación de la naturaleza, que se une ahora a algo no esperado ni aparentemente querido por ese despliegue, que es la masiva destructividad de cuerpos y de cosas. Pero también otro fenómeno, mecanismos más sutiles y profundos que tienen que ver con la racionalización social, con lo que podríamos llamar la época de la industrialización masiva, la época donde los individuos se despersonalizan, pierden su identidad, enajenan esa identidad que provenía de viejas tradiciones y comienzan a ser incorporados a estructuras cada vez más abstractas, más homogéneas, y al mismo tiempo más universales: la fábrica, el Estado. Una de las características más ejemplares de estos finales del siglo XIX y principios del siglo XX, es la definitiva entronización del Estado como una máquina de producción sistemática de racionalización social, economización de la violencia, de creación de todo uñ ámbito de dominio donde el individuo queda completamente heteronomizado; es deudor exclusivamente de las demanda.s^gue ahora emergen de este nuevo actor de época,que ^e^ el Estado. ¡Este proceso de despliegue de la razón lleva implícitamente, a su otro: la violencia, la irracionalidad, pero también la tecnologización del mundo, la masificación, la racionalización burocrática, el desencantamiento de la naturaleza, los procesos de pérdida de identidad, de brutalización urbana, de anonimato social.JNo son ajenos a la razón, sino que son un momento “casi inevitable de su despliegue histórico”. Esto es lo que descubren estos pensadores, y este va a ser uno de los temas centrales de la reflexión frankfurtiana, las responsabilidades de la racionalización del mundo en este proceso de pérdida de sentido, de yiolencia y de producción intensiva de nuevas formas de barbari^^“El conflicto^ -escribe Eduardo Subirats- entre una razón civilizatoriá'que-sólo existe para el hombre que la forja, y se encuentra, a su vez, al margen del hombre, y la conciencia, derivada de ello, de que él mundo escapa de todos modos a la voluntad de los individuos, no plantea la necesidad de una solución o de una resistencia moral, en la que el sujeto vuelva a adquirir el sabor de la hegemonía histórica que le brindó la filosofía ilustrada, sino más bien la imposibilidad misma de semejante alternativa. La disolución del sujeto en el orden del conocimiento y de la realidad histórica objetiva significa la destrucción de la razón en tanto que subjetiva. El orden de la racionalidad históricamente efectiva acaba a un mismo tiempo con la hegemonía teórica del sujeto a través del conocimiento y con la hegemonía moral del sujeto a través de la ley”. Si hay algo que queda cada vez más claro para los pensadores de la época es que toda forma de pensamiento está inexorablemente enfrentada a su propio naufragio. Que todo intento de. construir un absoluto, de fundar un sistema, de encontrarle un sentido mayúsculo a la historia y a la marcha de la sociedad está profundamente amenazado de muerte. Es casi una contradicción del propio pensamiento filosófico, crítico, inten- ,tar construir de una manera absoluta un sentido en la historia. Y si hay algo que está desbarrancado, algo que ha entrado profundamente en crisis es esta demanda propia de la Modernidad decimonónica, propia de las grandes construcciones sistemáticas del siglo XIX -pienso en la filosofía de Hegel, pienso sin dudas en el marxismo o en la tradición liberalque intentaron dar cuenta de los secretos de la historia, de las estructuras más profundas de la sociedad, de la comprensión sistemática de la naturaleza. La crisis del pensamiento social, del pensamiento filosófico, del pensamiento científico de finales del siglo XIX y principios del siglo XX pone en cuestión la'posibilidad de construir sistemas explicativos y omniabarcativos. Esto implica que es casi imposible volver a producir sentido del modo en que ese sentido era producido por las grandes ilusiones nacidas de las filosofías modernas, desde Descartes en adelante. Nos encontramos ante la intemperie del pensamiento, ante un tenitorio virgen. Es como un viajero que no va a recorrer él 'mundo con la guía turística en sus manos o a través de una agencia, sino que recorre el mundo a partir de lo que no conoce, a partir del misterio del mundo, de lo incógnito, y que en ese incógnito, én ese misterio, en ese perderse, va descubriendo la fragilidad de su propio pensamiento; pero al mismo tiem po va descubriendo que no hay otra oportunidad que viajar, que salirse, que quebrar las fronteras, que transgredir el orden establecido. El orden como norma, como ley; la lengua como escritura estanca. Cuando Mallarmé planteaba esta ruptura del contrato, cuando en las reflexiones de Benjamín sobre el lenguaje hay una apelación a un lenguaje primordial, a un lenguaje de la verdadera comunicación frente al lenguaje de la representación -que es un lenguaje del dominio de las cosas y no un lenguaje de la armonía con las cosas-, aparece una nostalgia por lo perdido, por una razón que se ha desestructurado, por una promesa, por una ilusión, por una utopía de la Modernidad evaporada, que en estos pensadores es muy fuerte. Al comienzo de la Dialéctica de ja Uusuación. Adorno y Horkheimer explican, como una declaración de principios, que ellos no van contra la Ilustración, no van contra los ideales de libertad, de igualdad de la Ilustración, contra el espíritu crítico de la Ilustración. No van contra esa demanda inherente a lo mejor del espíritu ilustrado que supone permanentemente interrogar el orden de las cosas. Ellos están contra el proceso de mitificacLÓn que la razón ilustrada opera sobre sí misma, cuando la razón se convierte en absoluto, cuando la razón se convierte en señora del mundo, paridora de todos los secretos para entender el orden de la naturaleza, para dar cuenta de las contradicciones de la sociedad, para dar forma a aquellas leyes que le permitan al pensador entender todo este curso de la historia. Contra esa razón convertida en mito, cristalizada, homogénea, diurna, una razón “racionalizada”, técnico instrumental,j dominadora; contra ese modelo de razón -que va a ser solidaria de los' procesos de despersonalización social, de masificación, de enajenación, de crisis de las estructuras tradicionales-, se van a lanzar los pensadores de Frankfurt. Ellos saben perfectamente que quizás estamos frente a lo que se puede denominar una aporía. Una aporía es aquel discurso que, en función de la crítica a la que se somete a sí mismo, no tiene posibilidad de encontrar una alternativa de salida. Lo más extraordinario del pensamiento de Benjamín, o particularmente del pensamiento de Adorno, es que se enfrentan a sus propias incertidumbres, a sus propios límites, a la imposibilidad, quizás, de proponer. En un texto muy bello, que es Filosofía y superstición, Adorno dice respecto de la filosofía: “Sólo el pensamiento que, sin reservas mentales, sin ilusiones de reinado interior, confiesa su carencia de funciónysu impotencia, alcanza quizás una rn/ón del orden de ¡o posible, del no-arte, en el que los hombres y las cosas estarían en su sitio propio. Porque no sirve para nada, por eso, no está,aún caduca la filosofía” Este es el punto. Frente a una socie4ad-y-a.aio^discurso dominante que ha hecho del pragmatismo, de la ^funcionalidad/ del eficientismo, de lo necesario, de lo útil, el fundamento de toda legitimidad posible, Adorno apela a una idea que parece absolutamente ingenua, quizás: la inutilidad, el rechazo de toda forma de funcionalización del pensamiento. Porque el discurso filosófico ha sido convertido en la academia, en el mejor de los casos, en discurso epistemológico. Es decir, en una trama discursiva que intenta dar cuenta del lenguaje de las ciencias, pensar el discurso científico, ofrecerle concepto y teoría a la producción de la ciencia contemporánea. Adorno dice que aquí se ha producido un nuevo tipo de servidumbre. Era preferible la vieja servidumbre medieval de la filosofía con respecto a la teología, que por lo menos tenía al absoluto y a Dios como un fin, es decir, el infinito, que estas nuevas formas de confinamiento, de esclavitud, a un discurso completamente funcional izado y determinado por el universo científico técnico. Se trata de devolverle_aL_¡^jUogofla la tradición d eja crítica, la Jradición de la interrogación, Ja sensación de estar en desacuerdo con el orden deTlas cosas. No un pensamiento periodístico, un pensamiento que relata lo que es, sino un pensamiento desacomodado, que siente malestar frente al orden establecido, que intenta incorporar las tradiciones de la crítica, encuna época donde la crítica también es funcional izada. Adorno dijo en una frase famosa y mal comprendida, que "después de Auschwitz es imposible escribir poesía, porque la belleza en su totalidad fue puesta en cuestión”. Adorno no estaba diciendo que era imposible que un hombre, una mujer, un joven, escribiera poesía, sino que la capacidad creativa de los hombres, la ingenuidad humana había quedado completamente quebrada en la experiencia de la barbarie. Que esa experiencia de la barbarie había llevado a la humanidad a un límite del cual era muy difícil salir. A un límite de lo indecible, a un límite del lenguaje, a un límite, también, del pudor. Adorno recupera aquella idea nietzscheana -que me parece siempre superlativa y que sirve para pensar los medios de* comunicación: El problema del hombre moderno, decía Nietzsche, es que ha tocado todo con sus manos, que ha perdido el-"pudor, que ha perdido esa sensación de la distancia, del respeto de lo otro. E^a actitud de pérdida del pudor lo ha convertido en un ser carente„de sensibilidad: todo lo puede decir, todo lo puede tocar, todo lo puede hacer. Este es un rasgo muy fuerte de la Modernidad, este hacer prometeico, esta suerte de producción intensiva, de metástasis de la creación. Esta suerte de reemplazo intensivo de Dios. Frente a esta imagen de una razón voluptuosa, productiva, pragmática, funcional, Nietzsche -y en esta lectura que Adorno haría de él- plantea el pudor de la filosofía, el pudor de la contemplación, el pudor del lenguaje, el cuidado de las palabras frente al dolor, frente al sufrimiento humano, frente a la barbarie. Los medios de comunicación han perdido radical y absolutamente el pudor. Trabajan en el seno de una enorme prostitución de ese necesario pudor que el lenguaje tiene que tener respecto al mundo. Benjamin, en un texto maravilloso, decía que si a la naturaleza le fuera otorgada la palabra, no alcanzarían los libros del mundo para manifestar su sufrimiento. Allí, en esto que olvidamos, en esto otro de la cultura contemporánea, en esto otro de los procesos de transformación de la naturaleza, de racionalización social, del despliegue malsano de algunas de las formas estructurales de la Modernidad ilustrada, encontramos precisamente ese otro modo de la razón. Encontramos aquello, que hay que someter a la crítica, aquello que es necesario pensar a fondo. También aparece la idea de un pensador que se convierte en alguien profundamente ajeno a los saberes establecidos. Si hay algo casi paradigmático de la biografía de Walter Benjamín es esta permanente marginalización, esta permanente marginalidad de su pensamiento, muy semejante a la experiencia de Nietzsche, que también fue un viajero, un hombre que transgredió fronteras geográficas, filosóficas, psicológicas. Benjamín se convierte quizás en el último espíritu voltaireano de la Europa de entreguerras, un espíritu que todavía cree profundamente en un ideal cosmopolita, en un tiempo donde los nacionalismos, las formas arraigadas de la barbarie política están cristalizando. Benjamín todavía se ofrece a sí mismo como un transgresor de las fronteras, como un viajero del pensamiento, un hombre que no se queda en un solo sitio, un hombre que supone que a una ciudad sólo se la conoce cuando se ha aprendido a perderse en ella. El pensamiento tiene que aprender a perderse en la compleja trama de la cultura moderna. Tiene que aprender a.perderse, para poder pensarla más allá de toda hipocresía, en su intensiva producción de barbarie, también. Como cuando citaba a Baudelaire, y decía: “A quí tenemos a un hombre -Baudelaire está pensando en el vagabundo, en el trapero- que deberá recoger la basura del pasado día en la capital. Todo ¡o que la gran ciudad arrojó, todo lo que perdió, todo lo que ha despreciado, todo lo que ha pisoteado, él lo registra y lo recoge. Coteja los ana/es del libertinaje, el cafarnaun de la escoria, aparta las cosas, lleva a cabo una selección acertada, se porta como un tacaño con su tesoro y se detiene en los escombros, que entre las mandíbulas de la diosa industria, adop tará la forma de cosas útiles y agradables”. Aquél que hurga en la basura, en los restos, en lo que quedó de lo diurno. Esta descripción, dirá Benjamín, es una única, prolongada metáfora del comportamiento del poeta según el sentir de Baudelaire. Trapero-poeta, a ambos les concierne la escoria, ambos persiguen solitarios su comercio en horas en que los ciudadanos se abandonan al sueño. Y en un poema de Blake, con el que Benjamín se sentía profundamente identificado, Blake decía: “Ver el mundo en un grano de arena y el cielo en una ñor silvestre. Sostener la infinitud en la palma de la mano y la eternidad en una hora”. Frente a las grandes construcciones sistemáticas, frente a los discursos elocuentes, cargados de verdad, constructores de sistemas, aparece esta necesidad de auscultar lo pequeño, lo huidizo, aquello que se sustrae a la mirada. Pensar el resto, pensar el fragmento, pensar una filosofía de la intemperie, un pensamiento que de ninguna manera puede ser própósicioñál, pensar un pensamiento de lo negativo. Lo positivo viene dado, dice Kafka, de lo que se trata es de hacerse cargo de lo negativo. Diría Benjamín: pensar a contrapelo la historia, la cultura. Meterse por los intersticios de la producción de sentido, para quebrar toda legitimidad. Este es un pensamiento complejo. Es un pensamiento que plantea ese punto muy fino, ese camino por el desfiladero, entre la necesidad de producir nuevas formas de sentido, y la certeza, que se convierte en dolor, de que ese sentido se ha quebrado. Pensemos en los años ’20, Jen los años '30, en ese interregno que va „desde la Primera Guerra Mundial a la expansión del Nacionalsocialismo. La sensación, la percepción de época de un pensador como Benjamín, la sensación de un mundo en crisis, la sensación de una cultura que ha producido intensivamente su propia destrucción; la sensación de orfandad a la que nos enfrentamos, la necesidad urgente de tener que dar cuenta de esto que nos está aconteciendo. En Benjamín, entonces, aparece esta necesidad de juntar tradiciones. Ya no podemos pensar desde un solo lado. Ya no podemos decir las cosas exclusivamente recostados sobre una manera de pensar el mundo, sobre una tradición (Marx, por ejemplo). Ahora es necesario escuchar otras voces, encontrar otras tradiciones, leer de otra manera, romper las estructuras dogmáticas. Viajero de los márgenes. Eso es Benjamín, y en un doble sentido: marginal del mundo académico, su vida transcurre diaspóricamente, viajando, haciéndose cargo de aquella imagen baudelaireana. Los verdaderos viajeros son sólo aquéllos que parten por partir, personajes destinados a construir una escritura de la dispersión, del fragmento, de lo inconcluso, una marginalización que le permite purgar su pensamiento laberíntico, pero a salvo de las concesiones espúreas, las que surgen de las necesidades impuestas por el reconocimiento académico, y no las que nacen del hambre y del imperativo de sobrevivir. El viaje hacia los márgenes impulsa traumáticamente el acto creativo, exacerba la función de la palabra. Doble, entonces, el sentido. Allí en los umbrales se congestiona el gesto de la escritura y el ensayista se atreve a internarse por aquellas callejuelas que esconden algunos de los segmentos constitutivos de la cultura moderna. Una biografía atravesada por el exilio, como la de Benjamín, aprende a escudriñar, a mirar de otro modo, a templar el espíritu crítico. Se desprende, en su errancia ecuménica y apatrida, de cualquier simbología del absoluto. Se enfrenta, aunque no lo quiera, al poder del padre. Es duro separarse, por así decir, de la última orilla. La frase de Schelling acompaña vitalmente a Benjamín. Le devuelve una y otra vez las imágenes fantasmagóricas de un mundo en estado de catástrofe. Pero también, y a través de la rememoración, lo suelda con la infancia perdida, con la espontaneidad despreocupada de quien habita una sólida casa. Aquí aparecen, en Benjamín, una serie de elementos importantes, centrales: la recuperación de la infancia. El mundo de los adultos, el mundo burgués, el mundo que ha aniquilado los sueños, es el mundo de la utilidad, de la funcionalidad; es el mundo donde las cosas se hacen de acuerdo a un sentido. Es el mundo que le ha quitado a los objetos su misterio, su fantasía, su maravilla. Es un mundo serio, un mundo sin risa, que ha agotado la incógnita de la existencia. En cambio, dice Benjamín, el mundo de la infancia es como el mundo del coleccionista; cada objeto, para el niño y para el coleccionista es algo único, algo indescifrable en su infinitud. Algo que hay que proteger, que cobra vida propia: el niño dialoga con las cosas, deja que las cosas golpeen sobre su sensibilidad. Le devuelve al mundo su vitalidad, su ser. Es amable, es pudoroso, diría Benjamín, con la naturaleza, con sus objetos. Los objetos no son cosas listas para ser usadas, para ser manipuladas, para ser transformadas. Los objetos cobran vida. Los objetos tienen vida, como dentro de una colección. Cualquiera de ustedes, en algún momento de su infancia, han tenido ese último gesto de humanidad que es el arte de la colección, sintieron la importancia decisiva, fabulosa, de esa cosa, ese objeto, de vivir algo intenso, algo poderoso, central. Benjamín dice que es como si en los niños todavía lo azaroso, lo fortuito, lo inesperado, se volviese realmente vínculo con el mundo. Aquí Benjamín no está pensando en los niños; está pensando en la sociedad moderna, pensando un modo de relación. Está yendo más allá de la reflexión sobre la infancia, está tratando de indagar qué pasa con el hombre, qué pasa con nosotros cuando hemos llegado al límite del desencantamiento del mundo, cuando hemos perdido el misterio de las cosas, cuando hemos perdido nuestra niñez, nuestra infancia, nuestra libertad. Benjamin dice que aquél que no se ha escapado de su casa en algún momento de su infancia o de su pubertad, jamás reencontrará en su vida el verdadero sentido de la libertad. Esto que es metafórico, que para algunos representó una oportunidad, pero para la mayoría, no, es un modo de pensar también la sociedad, esa sociedad que parece que nos impide salimos de ella. El gesto de transgredir, de quebrar la frontera, de convertirse en un tránsfuga, en un viajero, en un bohemio de las discursividades establecidas, es una manera de proteger el resto de infancia que todavía queda en nuestro pensamiento. El pensamiento que pierde la infancia, diría Benjamin, se vuelve frío, helado, y se convierte en discurso instrumental. En este sentido aparece precisamente esta concepción benjaminiana de "auscultar lo pequeño”, dejar que no pase desapercibido lo minúsculo; de mirar con un microscopio la pluralidad de la vida. Qe tratar de recoger los restos, los fragmentos, no como expresión de la agonía del mundo, sino como huellas que le permiten al viajero intelectual, al hombre sensible, recorrer el camino del peligro y de la catástrofe. Huellas que permiten recorrer la memoria, que permiten armar tradiciones que están en vías de extinción. Este es el sentido de lo que Benjamin está planteando, que es la misma relación quizás, que la que se establece con los libros. Difícilmente, para aquéllos que tuvieron la felicidad de la lectura infantil -felicidad que se va gastando aceleradamente en nuestros tiempos-, uno vuelva, como adulto, a recuperar la sensación de pertenencia, de pérdida, de exaltación, de totalidad, que estaba inscripta en esa lectura infantil. Uno era ese mundo de la infancia, uno era esa aventura del personaje. Uno era Sandokán, era Tom Sawyer, o quien fuera. Hay un atravesar la narración, y hay un crear desde la narración una relación con lo real. En Benjam in aparece muy claro este despojamiento de la sociedad massmediática, industrializada, desespiritualizada, homogeneizante y cuantificadora que está operando precisamente sobre ese misterio de la nanación, del libro. En un texto bellísimo, que se llama Desembalando la biblioteca, él dejó constancia de su relación profunda con los libros. Benjamin vivió atravesando fronteras, de ciudad en ciudad, especialmente a partir de 1933, cuando el nazismo ascendió al poder en Alemania e inexorablemente tuvo que seguir el camino del exilio. Vivió en Berlín, en Riga, en Nápoles, en París, en Ibiza, en distintas ciudades, siempre en una situación de fragilidad, de pobreza, y relata lo que significaba pata él llegar a un lugar, y frágilmente establecido, desembalar la biblioteca: cada libro que sacaba era un recuerdo, decía, un recuerdo de un modo en que se apropió de aquellas ciudades donde adquirió esos libros. Libros adquiridos en viejas librerías, en librerías donde uno puede encontrar lo que no se encuentra en la ciudad diurna. Libros buscados a través de la laberíntica ciudad, libros que le hicieron perderse en la ciudad, libros que le permitieron aprender de otro modo. Libros que me devuelven un fragmento de mi memoria, dice Benjamin, porque la memoria se vuelve fragmento. Esto es muy borgiano, o Borges sería muy benjaminiano. Es decir, la memoria vive en la literatura, vive en los libros leídos, en los libros amados, en los libros que están en la estantería de la biblioteca para simplemente ser contemplados, acariciados, para simplemente saber que están allí, aguardándonos. Hay una profunda reivindicación en Benjamin de la cultura del libro. La cultura del libro como una casa, como una patria. Hay un carácter judaico profundo en Benjamin; los judíos -hasta hace no mucho tiempo- eran el pueblo del libro, su patria era un libro, construido sistemáticamente a través de las generaciones, del trabajo intenso de la interpretación, de la lectura continua. Un libro: una patria. El universo. El infinito. Benjamin es, de algún modo deudor de esta idea del libro como infinito. EL libro como aventura, como frontera abierta. Pero también aprendió a conocer las ciudades del modo como quedan los secantes, dice, cuando los pegamos a la hoja, después de haber escrito con tinta y vemos cómo los trazos se han mezclado de forma laberíntica. Así se conoce una ciudad. Así se conoce, dice Benjamin también, una mujer. Leo un texto de Benjamín sobre los libros, que me parece bello: “Desempacar libros siempre es fascinante. Un acto de complicidad con la historia personal, trátese de regalos, de nuevas adquisiciones, o del reencuentro con parte de la propia biblioteca guardada, encajonada hace tiempo, antes de que se iniciaran los exilios, los viajes forzados, los abandonos. Regados en el suelo, entre cajas, papeles y virutas, se asoman ¡os recuerdos. Primeras ediciones, rarezas bibliográficas, libros infantiles con hermosas ilustraciones. Encuadernaciones delicadas, citas, también; proyectos de obras propias, autores amigos y otros (...) Ya hace rato que pasó ¡a mejíanocfre, y tengo ante mí la última caja, a medio vacía. Otras reflexiones se apoderan de mí. N o exactam ente reñexiones, sino imágenes, recuerdos. Recuerdos de ciudades donde hice tantos descubrimientos: Riga, Nápoles, Munich, Moscú, Florencia, Basilea, París. Recuerdos de las salas prestigiosas de la librería Rosenthal de Munich, de la Stockturm de Dantzig, donde vivía el difunto Hans Raue, De la tienda de Süssengut, especie de sótano que olía a moho. Recuerdo de las habitaciones que cobijaron mis libros: mi tugurio de Munich, mi pieza de Berna. Recuerdo de la soledad de Iseltwald, al borde del lago de Brienz. Recuerdo, por fin, de mi cuarto de niño, de donde no provienen más que cuatro o cinco de los miles de volúmenes que empiezan a amontonarse a mi alrededor. Felicidad del coleccionista. Felicidad del hombre privado" Detras de esto, que aparece muy poético -Benjamín era un ensayista, un paseante de la filosofía- está la idea de que el hombre tiene que recuperar su verdadera privacidad, tiene que recuperar aquello que le está siendo expropiado por los procesos de racionalización social, de burocratización masiva de la sociedad. Para recuperar esa interioridad, esa capacidad, es fundamental dejar que los recuerdos, las remembranzas, las rememoraciones, aquello que Proust ^que Benjamin leyó y tradujo al alemán- denominábanla memoria involuntaria”, aquello que está en lo profundo de nuestro ser, de nuestro cuerpo, de nuestra imaginación, de nuestra conciencia, y que sorpresivamente aparece cuando algo se nos cruza en el camino: un olor, una forma, en el caso de Benjamin, un libro, un modo de desplazarse a su propia infancia, un modo de reconstruir una historia cultural, dejar que todo eso resquebraje nuestras obnubilaciones. A través de la reconstrucción de una biblioteca, Benjamin lo que está haciendo, es la biografía y la genealogía de una cultura. De una cultura que está incinerando libros, porque 'tomemos esto en cuenta' él es un exiliado de aquel sistema político que está quemando libros, que está construyendo gigantescas hogueras, donde el patrimonio intelectual de la cultura occidental está siendo devorado por las llamas. No es gratuita la reflexión benjamineana. Está pidiendo recuperar el honor del libro, recuperar la memoria guardada entre sus páginas, recorrer esos miles de volúmenes como una forma de resistencia en el exilio, una forma de resistencia del apátrida. Ha perdido el pasaporte, no tiene nacionalidad, huye; sin embargo, encuentra un re' fugio, una patria. No una patria de los fervores nacionalistas, de la sangre, de la tierra, de la espada; sino esa patria mucho más compleja, abierta, abigarrada, multívoca, que es la patria del libro. La patria del libro como memoria de una cultura. Acá Benjamin agrega un concepto que me parece también central: memoria de la cultura, que no es sólo memoria de lo feliz de esa cultura, no es sólo memoria de las producciones bondadosas de la cultura, sino que también es manifestación de su barbarie. “Todo acto de cultura es al mismo tiempo un documento de la barbarie”, escribía Benjamin ¿Qué quiere decir esto? Algo muy semejante a lo que estamos planteando respecto a la razón: leer la cultura sólo desde la mirada de los vencedores, como triunfo de la técnica, como triunfo de un modelo ideológico, como despliegue de una concepción del mundo, es olvidar, borrar y aniquilar la memoria de los vencidos. Para Benjamin hay un doble peligro que se cierne sobre la memoria de los vencidos y sobre nosotros mismos: un peligro hecho real, que es la destrucción real, histórica, física, de una cultura, de una identidad, de una idea. Pero el otro peligro, quizás mucho más gravoso, y más urgente de ser pensado, es el peligro del olvido. Ese es el peligro de la época -dice Benjamín- que los vencedores pasen definitivamente sobre los huesos de los vencidos y de las generaciones presentes, y que logren que un nuevo agujero negro devore la pluralidad de la cultura, devore realmente a la cultura como una dialéctica de construcción y destructividad, de^ producción del sentido y de profunda destrucción de ese sentido. Una cultura que tiene detrás suyo víctimas que hay que volver a recobrar, a repensar. Los vencidos serían todos aquéllos que han perdido violentamente sus identidades en los procesos de masificación, de industrialización, la destrucción de la naturaleza -la naturaleza es una vencida de la historia. Hay muchas formas de destrucción: la destrucción de las minorías étnicas, la destrucción de dispositivos intelectuales, políticos, ideológicos. No se habla solamente de derrotados sociales, étnicos, se habla de un concepto más profundo, donde todo proceso de construcción de lo civilizatorio tiene una deuda impaga. Como si la cultura debiera ser leída no sólo desde la_magnificencia- de las pirámides construidas, sino . también desde los infinitos sufrimientos de aquéllos que construyeron las pirámides. Elliot, el poeta norteamericano que vivió casi toda su vida en Inglaterra, escribió: “N o cesaremos de explorar, y el fin de nuestra exploración será llegar donde empezamos, y por primera vez, conocer el lugar”. Se trata de volver a conocer el lugar, de volver a sentir la necesidad del asombro. Volver a conocer el lugar significa aprehender también aquellos modos anteriores de conocer ese lugar. La memoria, la tradición, no para convertir a la tradición en un mero acto ritual, una visita de museo, sino para actualizarla críticamente; si es necesario, para quebrarla, para interpelarla, para que alimente un nuevo dispositivo de la crítica. Es esto lo que me interesa plantear: una sensibilidad, un modo de auscultar, una actitud frente al mundo y frente a la cultura. Dar cuenta de esta expresión, de esta necesidad de fusionar lo nuevo, lo propio de la época, la demanda de la época, con aquellas tradiciones filosóficas, estéticas, politicas, que pueden ser leídas utilizando lo que Adorno recupera de Bertold Brecht, es decir, produciendo una lectura que actualiza, no que recicla sino que refuncionaliza. La palabra Brecbtiana es re funcional izar, hacer presente, para abrir la indagación crítica del tiempo, ahora, a aquello que quizás perteneció a otra época o a otro discurso. No en el reciclaje posmoderno, en esta suerte de vaciamiento de lo sustantivo, sino hacer presente el pasado como una manera de desgarrar los velos de la época. Para Benjamin también era central pensar qué estaba pasando con el arte de la narración. En una época dominada por los medios de comunicación, él es el que con mayor insistencia y originalidad comienza a vislumbrar el sentido de este despliegue. Benjamin, a quien le interesa pensar este fenómeno, escribe, para comparar el arte de narrar al arte de informar: “El arte de narrar se acerca a su fin, porque el lado épico de ¡a verdad, la sabiduría, está en trance de desaparecer. Cada mañana, se nos informa sobre las novedades de toda la tierra, sin embargo, somos notablemente pobres en historias extraordinarias. Eso proviene de que ya no se nos distribuye ninguna novedad sin acompañárnosla con explicaciones. Con otras palabras, ya casi nada de lo que acaece conviene a la narración, sino que todo es propio de una información”. Paradojas de una época. Una época donde todo lo “sabemos", donde inmediatamente nos informamos de lo que está pasando en otro lugar del mundo, y sin embargo, algo se ha quebrado. La hipertrofia de la información es un modo de haber desdibujado ese secreto de la narración, ese arte de la narración que era también un modo, no de relatar, de contar la historia tal cual había sucedido, sino de agregarle un plus, una utopía de la ficción, una relación con lo acontecido que lo vuelve actual y que nos interpela hondamente. La narración era semejante a la actitud del niño frente al objeto. Era un modo de devolverle a lo acontecido, quizás, su plenitud perdida o la plenitud que nunca tuvo. Frente a la información, que es un gesto frío, despojado, distante, absolutamente huérfano de profundidad, la narración -dice Benjamín- es lo propio de la sabiduría. Aquí estaríamos enfrentándonos a una profunda diferencia entre la idea de saber como forma de la sabiduría y la narración, y la idea de conocer o de estar informado como mecanismo de manipulación, de control, de ordenamiento de las cosas que me rodean. Por un lado, un discurso instrumental, un discurso estratégico, un discurso que organiza para dominar, funcional y pragmático. Por el otro lado, un discurso crítico, un discurso de lo imaginario, de la narración, un discurso que interroga lo que no se interroga. Y agrega, en este mismo sentido: “Nos hemos hecho pobres. Hemos ido entregando una porción tras otra de ¡a herencia de la humanidad, con frecuencia teniendo que dejarla en la casa de empeño, por cien veces menos de su valor, para que nos adelanten la pequeña moneda de lo actual”. Hay una reivindicación del anacronismo pero un anacronismo que está profundamente cuajado en la experiencia de su tiempo. Benjamín, lo que percibe es que un mundo de cultura se está desbarrancando. Que el ascenso del nazismo, el desarrollo de las políticas totalitarias, el crecimiento de lo que después Adorno y Horkheimer van a tematizar como los fenómenos de industrialización de la cultura, el despliegue de la racionalización instrumental, están creando las bases para una sistemática destrucción de aquello que verdaderamente importa. Por eso es fundamental recuperar, leer a contrapelo, recobrar la memoria, indagar, interrogar, sentir malestar. No solamente describir. Narrar, no describir. En un texto de las Tesis de la filosofía de la historia, Benjamín quizás escribió una de sus páginas más profundas y hermosas en todo sentido. Dice: “Hay un cuadro de Klee, que se llama ‘Angelus norns'. En él se representa un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos; la boca abierta y extendidas las alas. Y éste deberá, ser el aspecto del ángel de la historia. Ha abierto el rostro hacia el pasado, donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarías. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros ¡lamamos progreso”. Benjamín escribe este texto en 1940, en París, al borde de ser internado en un campo para refugiados, después del Pacto de Munich, donde Hitler y Stalin se pusieron de acuerdo, en medio de la zozobra del espíritu europeo, en medio de su propia zozobra intelectual, de su propia intemperie como individuo, como hombre exiliado, como apátrida. Escribe este texto como un testamen to. Muy poco tiempo después5 tratando de huir, cruzando la frontera española, es detenido, y amenazado con ser entregado a la Gestapo. Del otro lado de la frontera, se suicida tomando pastillas de cianuro. Lo paradójico de la suerte de Benjamín es que sólo por ese día, la policía franquista le había impedido el paso a los que no tuvieran un pasaporte con una nacionalidad. El pasaporte de Benjamin decía “apátrida”. Susan Sontag habla de Benjamín como "el último intelectual europeo”, como “el último de aquéllos que representaban un mundo de cultura”. En este sentido, me gustaría leer un texto de Kafka que Benjamín cita en uno de sus ensayos -hablando de una conversación entre Kafka y Max Brod, amigo suyo. Max Brod dice: “Recuerdo una conversación con Kafka cuyo punto de partida era la Europa actual y ¡a decadencia de ¡a humanidad. ‘Somos, dijo, pensamientos nihilistas, pensamientos de suicidio que añoran en la mente de Dios’. Esto, en principio m e hizo pensar en la visión del mundo de la gnosis: Dios como demiurgo maligno y el mundo como su pecado original. ‘No, dijo Kafka, nuestro munJo es sólo un malhumor de Dios, un mal día’ ¿Habría entonces esperanzas fuera de esta manifestación de este munJo que conocem os?, pregunté. Kafka sonrió. ‘Sin duda. Mucha esperanza, infinita esperanza, pero no para nosotros”.

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