Ciencias Sociales
Enviado por estefany • 2 de Diciembre de 2013 • 6.093 Palabras (25 Páginas) • 269 Visitas
SOCIOLOGIA
PENSAMIENTO DE LAS CIENCIAS SOCIALES
1.- PARADIGMAS DEL PENSAMIENTO SOCIAL
I - LOS TRES PARADIGMAS DEL ORDEN SOCIAL
l) La noción de ‘paradigma’
Primero tenemos que precisar qué entendemos aquí por ‘modelo’ o ‘paradigma’ del pensamiento social y político.
Hablando en términos generales, un paradigma es un modelo subyacente a un pensamiento, cuya estructura determina, haciendo así que se plantee ciertos asuntos y no otros y que ‘organice lo dado’ según cierto marco. Por convención, hablaremos de ‘paradigma’, y no de ‘modelo’, cuando el sujeto no tiene plenamente en cuenta ese marco, de manera que éste gobierna su pensamiento sin que él se percate de ello.
Un ‘paradigma del pensamiento social y político’ es pues un marco dentro del cual se piensan los problemas de la sociedad y del Estado. Cada paradigma consiste en percibir de una cierta manera el orden o el desorden social, es decir, lo que determina respectivamente la prosperidad, la paz y la felicidad de la comunidad o, en caso contrario, lo que provoca en ella disturbios, ineficacia y fracasos. Esta concepción del orden determinará toda una escala de valores en materia política, social y económica conforme a la cual se establecerán las preferencias, las posiciones y los programas.
Podemos considerar que las grandes ‘familias políticas’, las que se perpetúan a través de décadas y siglos, sobreviviendo a la espuma de los acontecimientos y a la inconstancia de las alianzas tácticas, deben su unidad profunda al hecho de que todos sus miembros piensan la sociedad y el Estado a través del mismo paradigma fundador, es decir, a través de un determinado modelo de orden. Y que las grandes desavenencias políticas se deben esencialmente a esta diferencia irreductible de visiones del orden social.
En efecto, dichas desavenencias se caracterizan por que no hay modo de apaciguarlas mediante la discusión y la polémica. Así, por ejemplo, dos o tres siglos de contactos y de discusiones no han apagado en absoluto las querellas entre la ‘derecha’ y la ‘izquierda’. Ahora bien, estas querellas probablemente se habrían allanado con el tiempo si el marco de pensamiento hubiera sido común: en este caso, las discusiones habrían consistido simplemente en verificar puntos concretos en litigio. Como en una negociación comercial en la que los socios ‘ven’ por definición la situación según las mismas categorías y en la que el problema estriba únicamente en acercar los intereses, no hay duda de que los partidos habrían avanzado hacia un entendimiento. Ahora bien, las polémicas políticas son manifiestamente de otro tipo. Lejos de apaciguarse a medida que se discute, se diría que se agravan con la discusión; y en cada generación se renuevan con el mismo denuedo. Esto cabe explicarlo del modo siguiente. Lo propio de una discusión es llevar a cada uno a enunciar los principios que orientan su reflexión y su acción: para justificar la posición que uno adopta ante tal o cual problema concreto, presentamos esa postura como la simple aplicación a ese problema de cierto principio general, que se nos invita a hacer explícito. Contamos con que el otro se rendirá ante ese argumento y cambiará su postura puesto que, espontáneamente, uno ni siquiera se imagina que pueda rechazar ese principio (por ejemplo, el hecho de que la justicia consiste en dar lo suyo a cada cual o, más bien, en el justo reparto de los frutos del crecimiento; el hecho de que la democracia consiste en el pluralismo o, más bien, en la ley de la mayoría; el carácter legítimo o, por el contrario, condenable del beneficio; el hecho de que la unidad y la fuerza de la nación priman, o no priman, sobre los intereses de las regiones, etc.). Pero sucede que el auténtico adversario político, lejos de ser convencido por el argumento, en general está incluso menos dispuesto a aceptar el principio opuesto que la posición concreta que ese principio supuestamente justificaba. En consecuencia, el hecho de haber explicitado el principio disminuye el consenso en lugar de aumentarlo; descubrimos que el interlocutor es decididamente un adversario. La discusión política, incluso (y sobre todo) si es de buena fe, tiende a poner al desnudo el suelo de principios y de valores sobre el que cada cual se apoya y sobre el que funda sus opiniones, a poner de manifiesto la discrepancia irreductible de los paradigmas. Tal es la naturaleza de las polémicas políticas. Con adversarios, cuanto más se polemiza más claro está que lo que difiere en uno y otro interlocutor son las categorías mentales, las ‘concepciones del mundo’: ya no es posible ninguna comunicación. Según el caso, el otro parece ser o un loco o un malvado.
Podemos establecer como tesis que las desavenencias políticas y sociales duraderas son todas de esta naturaleza; y que los conflictos más graves en política no son, como por lo general se piensa, conflictos de intereses, sino querellas filosóficas.
¿Podemos resolver estas últimas querellas, es decir, aproximar entre sí los paradigmas mismos? Sin duda: es el ideal de la Ilustración. Éste supone toda una elaboración científica que se esfuerza en evidenciar los paradigmas subyacentes y en transformarlos en ‘modelos’ plenamente explícitos, y después discutir racionalmente acerca del valor de esos modelos. Entonces quizá nos demos cuenta de que es posible superar la querella construyendo una interpretación del mundo más comprehensiva que la de los paradigmas en causa. Pero esto exige una acción de muy hondo calado, una paciencia y una magnanimidad que sólo pertenecen a la ciencia. Ahora bien, los grupos políticos, con razón o sin ella, se creen apremiados por los plazos. De modo que en general no se toman el tiempo de convencer a las fuerzas sociales que les son ideológicamente hostiles. Prefieren poner en juego relaciones de fuerza, ya sea sirviéndose de la fuerza propiamente dicha (mediante revoluciones, motines, represiones), ya sea utilizando los procedimientos democráticos allí donde la constitución del país permite a la mayoría obligar por vías legales, si no legítimas, a los adversarios recalcitrantes, ya sea intentando imponer su propia concepción del mundo mediante la propaganda, e incluso la ‘reeducación’ –- o bien, finalmente, usando el arma suprema, la educación sin más: en efecto, quien esté en situación de educar a los hijos de sus adversarios políticos les inculcará su propia visión del mundo y tendrá entonces todas las razones para pensar que a la larga ha ganado la partida. De ahí que los problemas educativos tengan tan a menudo una carga política explosiva, totalmente desproporcionada en relación con su importancia pedagógica.
2) Los tres paradigmas del pensamiento
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