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EL TEATRO DE LA INDIFERENCIA


Enviado por   •  7 de Agosto de 2019  •  Trabajo  •  2.226 Palabras (9 Páginas)  •  127 Visitas

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EL TEATRO DE LA INDIFERENCIA

Jhon Berger (1975)

Tomado del libro “El sentido de la vista”

Un cuento que quiero escribir en breve se trata de un hombre de un pueblo remoto que se establece en una ciudad.  Una vieja historia.  Pero este final de siglo ha cambiado su significado.  En su forma más extrema, la ciudad que imagino es blanca una ciudad del norte.  El clima ayuda de cierto modo a regular la frontera entre lo público y lo privado.  Una ciudad mediterránea o una ciudad del sur de Estado Unidos tiene un carácter ligeramente distinto.

¿Qué es lo primero que choca de esta ciudad, en su forma más extrema, al hombre recién llegado del pueblo?  Para hacer justicia a su impresión, hemos de comprender lo que le impresiona.  No podemos aceptar la versión que nos ofrece la ciudad.  La ciudad se hace al menos tantas fantasías sobre sí misma como el hombre, en un principio, se hace sobre ella.

La mayoría de las cosas, la mayoría de los sonidos, le resultan desconocidos: los edificios, el tráfico, el gentío, las luces, los artículos de todo tipo, las palabras, las perspectivas.  Esta novedad es sorprendente y estimulante a un mismo tiempo.  Subraya la incredibilidad de la frase estoy aquí.

No obstante, enseguida ha de ponerse a abrirse camino entre la gente.  Al principio supone que todas esas personas constituyen un elemento tradicional en la ciudad: que son más o menos como los hombres y mujeres que él y su padre han conocido.  Lo que lo distingue de aquellos son sus posesiones, entre las que se incluyen sus ideas; pero las relaciones entre ellos serán más o menos parecidas.  Pronto ve que no es así.  Entre sus expresiones, bajo sus palabras, a través de los gestos de las manos y del cuerpo con que las acompañan, en sus miradas, tienen lugar un intercambio misterioso y constante.  Y él se pregunta: ¿qué pasa aquí?

Si el narrador se sitúa en un punto equidistante de la ciudad y del pueblo, podrá ofrecer una respuesta descriptiva a esa pregunta.  Una respuesta que no será inmediatamente accesible a quien se plantea la pregunta.  La necesidad económica ha forzado al hombre del pueblo ha irse a la ciudad.  Una vez allí, empieza su transformación ideológica al no encontrar respuestas a sus preguntas.

Una joven atraviesa la calle, o el bar, proclamando su nubilidad con todo el cuerpo, la boca, los ojos. (El piensa que es una desvergonzada, pero lo explica en términos de lo que él supone la insaciable sexualidad de la muchacha.)  Dos jóvenes hacen que se pelean para llamar la atención de la chica.  Persiguiéndose en círculos como dos gatos, no llegan, sin embargo, a golpearse. (El piensa que son rivales armados con navajas.) La chica la mira aburrida.  (El piensa que está demasiado asustada para mostrar emoción.)  Llega la policía.  Al instante dejan de pelear.  En las caras de los policías no hay expresión alguna.  Pasan revista a los presentes y se marchan.  (El piensa que su impasividad es imparcialidad.)  La cualidad mítica y el atractivo del primer Chaplin residen en su capacidad espontánea para representar con toda verosimilitud esas “inocentes” falsas interpretaciones de la ciudad. Por primera vez, el hombre llegado del pueblo ve unas caricaturas que no están dibujadas en un papel, sino vivas.

Las caricaturas gráficas se inician en la Inglaterra del siglo XVIII, y luego volvió a resurgir en la Francia del XIX.  Hoy está muerta porque la vida la ha superado.  O, más exactamente, porque la sátira sólo es posible cuando queda todavía una reserva moral, y hoy esa reserva está agotada.  Estamos demasiado acostumbrados a sentirnos espantados por nosotros mismos para reaccionar ante la idea de la caricatura.  Originariamente, la tradición de la caricatura gráfica constituía una crítica de las ciudades por parte del medio rural, y floreció cuando las nuevas ciudades empezaron a absorber varias zonas del campo, antes de que las normas impuestas por la ciudad se aceptaran como naturales.  Cuando se la comparaba con el supuesto “tono uniforme” de la vida, la caricatura dibujada suponía una reducción al absurdo.  Las caricaturas vivas implican una vida de fervor, peligro y esperanza sin precedentes; y es precisamente su exclusión de esta exagerada “súper-vida” lo que ahora le parece absurdo al forastero.

Los temas de la caricatura gráfica eran los tipos sociales.   La tipología tenía en cuenta la clase social, el temperamento, el carácter y los rasgos físicos.  El contenido llamaba a los intereses de clase y a la injusticia social.  Las caricaturas vivas son simplemente criaturas hijas de las circunstancias inmediatas.  No implican continuidad.  Son conductistas. No son caricaturas de caracteres, sino de modos de actuar.  Los papeles representados pueden estar influidos por la clase social.  (Lo más probable es que la muchacha que atraviesa la calle o el bar de esa manera pertenezca a la pequeña, más que a la alta burguesía; la mayoría de los policías proceden de la clase trabajadora, etc.)  Pero las contingencias de la situación inmediata ocultan las condiciones esenciales de clase.  Del mismo modo, el juicio que exige la caricatura viva no tiene nada que ver con la justicia social, sino más bien con el éxito o el fracaso de cada actuación individual.  La suma de todas las actuaciones constituye la colectividad.  Pero es la colectividad del teatro.  No un teatro del absurdo, como creían ciertos críticos, sino un teatro de la indiferencia.

La mayor parte de la vida pública de las ciudades pertenece a este teatro.  Se excluyen, no obstante, dos actividades.  La primera es el trabajo productivo.  Y la segunda es el ejercicio real del poder.  Estas se han convertido en actividades ocultas, privadas.  La cadena de producción es tan privada, en este sentido, como el teléfono el Presidente.  Lo que concierne a la vida pública son todos aquellos elementos accesorios con los que el público se deja persuadir, cifrando en ellos sus esperanzas.  Pero no es fácil ocultar la verdad.  Esta reaparece para transformar la vida pública en un teatro.  Cuando se toma como verdad una mentira, la verdad real convierte a la falsa en una verdad meramente teatral.

La cohesión misma de la vida pública está hoy cargada de esta teatralidad.  A menudo se extiende a la vida doméstica, pero en este caso es menos evidente para el recién llegado.  En público nadie se escapa de ella; todo el mundo está obligado a ser, bien espectador, bien actor.  Algunos actores representan su negativa a actuar.  Hacen el papel de “Hombrecitos” insignificantes, o cuando son muchos, pueden representar una cohorte de “mayoría silenciosa”.  El cambio de actor a espectador es casi instantáneo.  También es posible ser ambas cosas al mismo tiempo: ser actor en el entorno inmediato de uno y espectador de un espectáculo mayor y más distante.  Por ejemplo, en una estación de ferrocarril o en un restaurante.

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