El difunto y yo. Julio Garmendia
Enviado por juio • 26 de Mayo de 2014 • Informe • 2.015 Palabras (9 Páginas) • 488 Visitas
El difunto y yo
[Cuento. Texto completo.]
Julio Garmendia
Examiné apresuradamente la extraña situación en que me hallaba. Debía, sin perder un segundo, ponerme en persecución de mi alter ego. Ya que circunstancias desconocidas lo habían separado de mi personalidad, convenía darle alcance antes de que pudiera alejarse mucho. Era necesario, mejor dicho, urgente, muy urgente, tomar medidas que le impidieran, si lo intentaba, dirigirse en secreto hacia algún país extranjero, llevado por el ansia de lo desconocido y la sed de aventuras. Bien sabía yo, su íntimo -iba a decir "inseparable"-, su íntimo amigo y compañero, que tales sentimientos venían aguijoneándole desde tiempo atrás, hasta el extremo de perturbarle el sentido crítico y la sana razón que debe exhibir un alter ego en todos sus actos, así públicos como privados. Tenía, pues, bastante motivo para preocuparme de su repentina desaparición. Sin duda acababa él de dar pruebas de una reserva sin limites, de inconmensurable discreción y de consumada pericia en el arte de la astucia y el disimulo. Nada dejó traslucir de los planes que maestramente preparaba en el fondo de su silencio. Mi alter ego, en efecto, hacía varios días que permanecía silencioso; pero en vista de que entre nosotros no mediaban desavenencias profundas, atribuí su conducta al fastidio, al cual fue siempre muy propenso, aún en sus mejores tiempos, y me limité a suponer que me consideraba desprovisto de la amenidad que tanto le agradaba. Ahora me sorprendía con un hecho incuestionable: había escapado, sin que yo supiera cómo ni cuándo.
Lo busqué en seguida en el aposento donde se me había revelado su brusca ausencia. Lo busqué detrás de las puertas, debajo de las mesas, dentro del armario. Tampoco apareció en las demás habitaciones de la casa. Notando, sorprendida, mis idas y venidas, me preguntó mi mujer qué cosa había perdido.
-Puedes estar segura de que no es el cerebro -le dije. Y añadí hipócritamente:
-He perdido el sombrero.
-Hace poco saliste, y lo llevabas. ¿No me dijiste que ibas a no sé qué periódico a poner un anuncio que querías publicar? No sé cómo has vuelto tan pronto.
Lo que decía mi mujer era muy singular. ¿Adónde, pues, se había dirigido mi alter ego? Dominado por la inquietud, me eché a la calle en su busca o seguimiento. A poco noté -o creí notar- que algunos transeúntes me miraban con fijeza, cuchicheaban, sonreían o guiñaban el ojo. Esto me hizo apresurar el paso y casi correr; pero a poco andar me salió al encuentro un policía, que, echándome mano con precaución, como si fuera yo algún sujeto peligroso o difícil de prender, me anunció que estaba arrestado. Viéndome fuertemente asido, no me cupo de ello la menor duda. De nada sirvieron mis protestas ni las de muchos circunstantes. Fui conducido al cuartel de policía, donde se me acusó de pendenciero, escandaloso y borracho, y, además, de valerme de miserables y cobardes subterfugios, habilidades, mañas y mixtificaciones para no pagar ciertas deudas de café, de vehículos de carrera, de menudas compras ¡Lo juro por mi honor! Nada sabía yo de aquellas deudas, ni nunca había oído hablar de ellas, ni siquiera conocía las personas o los sitios -¡Y qué sitios!- en donde se me acusaba de haber escandalizado. No pude menos, sin embargo, de resignarme a balbucir excusas, explicaciones: me faltó valor para confesar la vergonzosa fuga de mi alter ego, que era sin duda el verdadero culpable y autor de tales supercherías, y pedir su detención. Humillado, prometí enmendarme. Fui puesto en libertad, y alarmado, no ya tanto por la desaparición de mi alter ego como por las deshonrosas complicaciones que su conducta comenzaba a hacer recaer sobre mí, me dirigí rápidamente a la oficina del periódico de mayor circulación que había en la localidad con la intención de insertar en seguida un anuncio advirtiendo que, en adelante, no reconocería más deudas que las que yo mismo hubiera contraído. El empleado del periódico, que pareció reconocerme en el acto, sonrió de una manera que juzgué equívoca y sin esperar que yo pronunciara una palabra, me entregó una pequeña prueba de imprenta, aun olorosa a tinta fresca, y el original de ella, el cual estaba escrito como de mi puño y letra. Lo que peor es, el texto del anuncio, autorizado por una firma que era la mía misma, decía justamente aquello que yo tenía en mientes decir. Pero tampoco quise descubrir la nueva superchería de mi alter ego -¿de quién otro podía ser?- y como aquel era, palabra por palabra, el anuncio que yo quería, pagué su inserción durante un mes consecutivo. Decía así el anuncio en cuestión:
"Participo a mis amigos y relacionados de dentro y fuera de esta ciudad que no reconozco deudas que haya contraído "otro" que no sea "yo". Hago esta advertencia para evitar inconvenientes y mixtificaciones desagradables.
Andrés Erre."
Volví a casa después de sufrir durante el resto del día que las personas conocidas me dijeran a cada paso, dándome palmaditas en el hombro:
-Te vi por allá arriba...
O bien:
-Te vi por allá abajo...
Mi mujer, que cosía tranquilamente, al verme llegar detuvo la rueda de la máquina de coser y exclamó:
-¡Qué pálido estás!
-Me siento enfermo -le dije.
-Trastorno digestivo -diagnosticó-. Te prepararé un purgante y esta noche no comerás nada.
No pude reprimir un gesto de protesta. ¡Cómo! La escandalosa conducta de mi alter ego me exponía a crueles privaciones alimenticias, pues yo debería purgar sus culpas, de acuerdo con la lógica de mi mujer. Esto desprendíase de las palabras que ella acababa de pronunciar.
Sin embargo, no quería alarmarla con el relato del extraordinario fenómeno de mi desdoblamiento. Era un alma sencilla, un alma simple. Hubiera sido presa de indescriptibles terrores y yo hubiera cobrado a sus ojos las apariencias de un ser peligrosamente diabólico. ¡Desdoblarse! ¡Dios mío! Mi pobre mujer hubiera derramado amargas lágrimas al saber que me acontecía un accidente tan extraño. Nunca más hubiera consentido en quedarse sola en las habitaciones donde apenas penetraba una luz débil. Y de noche, era casi seguro que sus aprensiones me
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