La colonizacion de lo imaginario Capitulos 4 y 5.
Enviado por Nelson Torres • 11 de Febrero de 2016 • Monografía • 26.568 Palabras (107 Páginas) • 469 Visitas
IV. LA IDOLATRÍA COLONIAL
LA ADHESIÓN más o menos sincera de los estratos dirigentes a la sociedad de los vencedores, el papel activo de los indios de iglesia, la desaparición del aparato de los antiguos cultos sustituido por instituciones cristianas, la explotación colonial en las formas más diversas, más brutales y, para colmo, el colosal abatimiento demográfico trastornaron la existencia cotidiana de los indígenas en general. Por su parte, las políticas de "congregaciones" contribuyeron a debilitar el arraigamiento territorial de los grupos que se habían salvado de la muerte. En el transcurso de la década de 1620, la población indígena del México central llegaba a su estiaje: 730 000 personas, las que ya sólo representaban 3 % de las existentes en vísperas de la Conquista española.1 Si a ello se agregan las consecuencias de la anomia provocada por la impugnación de las normas y de las jerarquías tradicionales, si se considera el efecto de la desorientación cultural producida por la introducción de nuevos modelos de conducta (los ritos cristianos, el matrimonio y la alianza, el trabajo, etc.), a fines del siglo xvi parecían reunirse todos los elementos de una vertiginosa agonía humana y cultural. La embriaguez crónica que denunciaban las Relaciones geográficas sería apenas uno de los síntomas más evidentes de la incontrolable deriva de los macehuales.
Más, ¿se puede olvidar el otro batiente de este desastre: la aculturación progresiva de los nobles cristianizados en los pueblos coloniales, en las iglesias y los conventos y bajo el báculo de un clero cada vez más numeroso ante fieles casi en vías de extinción? Los 800 regulares de 1559 ascendían a 1 500 hacia 1580 y a alrededor de 3 000 hacia 1650. Una aculturación que muy pronto suscitó el triunfalismo pero que menospreciaba la debilidad de los medios y de los efectivos de que disponía la Iglesia y, todavía más, las profundas brechas que separaban a las culturas que se enfrentaban. A decir verdad, el aparente dilema de la anomia y de la conversión recubre actitudes más complejas entre los indios. Elude pesos al parecer insensibles al cambio, padecido ya sea en la forma relativamente dominable aún de la cristianización o —en la más deletérea e incontrolable— de la muerte epidémica y de la explotación colonial. Algunos observadores de la segunda mitad del siglo xvi tan perspicaces como Sahagún o Duran con dificultad se engañaron al respecto. Tras cantidad de rasgos casi insignificantes, sospechaban la persistencia de algo amenazante, aún irreductible. Pero, por más que el Concilio de 1585 volvió a reclamar
a decir verdad brevemente— la persecución de los "dogmatizadores", la destrucción de los templos y de los ídolos y la desaparición del 'Vómito de la idolatría", no por ello dejó de considerar el asunto desde la perspectiva de una posible recaída más que de una sorda continuidad. Cierto es que los prelados sólo castigaban con bastante blandura las antiguas prácticas y que desde 1571 los indios se habían sustraído a la competencia del Santo Oficio para estar sometidos de un modo exclusivo a la jurisdicción de las oficialidades (los provisoratos) de cada diócesis o de manera todavía más directa a la del juez eclesiástico del distrito (el partido). Al parecer, estas instancias nunca llevaron adelante una acción tan sistemática y rigurosa como la que pretendía desplegar la Inquisición.
También es cierto que la Iglesia parecía hallarse acaparada por tareas del todo distintas: los conflictos con las autoridades civiles, las rivalidades incesantes entre regulares y seculares, las tensiones entre las órdenes y dentro de éstas entre criollos y peninsulares agotaron más de una energía. En el terreno local, las disensiones que oponían a los curas contra los encomenderos y luego contra los hacendados o los alcaldes mayores, el miedo a asustar a poblaciones prontas a huir de los pastores demasiado exigentes (y por tanto a no pagar ni tributo ni derechos parroquiales) desactivaban con frecuencia toda veleidad de extirpación de las prácticas antiguas. Aquellas dificultades o esas consideraciones inclinaban a los curas a observar un statu quo, a limitarse a una supervisión moral o a encerrarse en un pesimismo inveterado, despreciativo del indio y justificador de todas las explotaciones. Otros, en fin, preferían dedicarse con parsimonia a sus asuntos, como aquel cura de la región de Puebla, que se ocupaba más en sus parientes, en sus domésticos y en sus 200 cabezas de ganado que en sus fieles indígenas. Rutina, desprecio o indiferencia, ¿son signo de que los indios habrían dejado de ocupar el primer lugar en las preocupaciones de la Iglesia? En realidad, la Iglesia postridentina, que considera que la fase de evangelización se ha concluido, tiene otras miras y despliega otras estrategias en las que nos ocuparemos adelante.
Esa indiferencia relativa nos condenaría a la ignorancia si algunas excepciones no hubieran venido felizmente a confirmar la regla. Al fin y al cabo poco importa que el puñado de curas que se dedicaron a denunciar y a extirpar la idolatría no haya recibido sino una débil respuesta, y no obstante queda su testimonio. Sabido es que no fueron publicadas ni la obra de Sahagún ni las decisiones del Concilio de 1585; que ni el tratado de Ponce de León ni los trabajos considerables de Ruiz de Alarcón (1629) y de Jacinto de la Serna (1656) merecieron el honor de ser impresos en el siglo xvii. Sólo algunos autores de menor envergadura tuvieron mejor suerte. Sin embargo, pese a la voz de alarma que lanzaban no hubo campañas concertadas de extirpación análogas a las que reclamaba con urgencia Jacinto de la Serna, salvo algunas comisiones temporales circunscritas a ciertas regiones, e, ironía del destino, lejos de encargarse de los hechiceros indígenas a los que perseguía Ruiz de Alarcón, el Santo Oficio acusó al extirpador de haber querido indebidamente hacer de inquisidor con sus fieles. ¡Crimen más imperdonable a ojos del tribunal que todos los extravíos juntos de aquellas poblaciones incultas!
Hernando Ruiz de Alarcón fue encargado durante cinco años por el arzobispo de México, Juan Pérez de la Serna, de informarse "sobre las costumbres gentílicas, idolatrías, supersticiones con pactos tácitos y expresos que hoy permanecen y se van continuando". Ruiz de Alarcón habría de acabar sus días antes de 1646 en la tórrida parroquia de Atenango del Río. Jacinto de la Serna fue un personaje más importante. Nacido en 1595, doctor en teología, cura de Tenancingo y luego de la parroquia de la catedral de México en 1632, tres veces rector de la Universidad, visitador general de la diócesis con dos arzobispos, De la Serna terminó en 1656 la redacción de su Manual de ministros de indios, que retomaba lo esencial del tratado de Ruiz de Alarcón agregándole informaciones sacadas de sus predecesores y de su experiencia personal. Como signo de los tiempos y de la decadencia de las órdenes, Ruiz de Alarcón y De la Serna pertenecían al clero secular.
...