Los Mercados Y La Marginalidad
Enviado por dianamariamolina • 21 de Febrero de 2012 • 5.443 Palabras (22 Páginas) • 2.129 Visitas
En el siglo XVI, el territorio de lo que hoy es Colombia vivió, como el resto del continente, pero de modo especialmente severo, las guerras del oro. Poderosos ejércitos europeos de ocupación arrebataron a los pueblos nativos todo el oro elaborado de sus santuarios, de sus casas y de sus ornamentos personales, y después sondearon en las venas de la tierra y explotaron mediante el trabajo de los indios y de los esclavos traídos de África, el oro de las minas. Por los mismos tiempos, en Cumaná y en el cabo de la Vela, se vivió la guerra de las perlas, en la cual fueron sacrificados decenas de miles de seres humanos. Estaba esa guerra en su plenitud cuando una región remota del territorio vivió la guerra de la canela: la expedición de Gonzalo Pizarro había remontado violentamente con sus tropas y con miles de siervos indígenas las cumbres nevadas de Quito, buscando unos legendarios bosques de caneleros que no aparecieron jamás. En esos mismos tiempos, el valiente y cruel Pedro de Ursúa libró cuatro guerras feroces: una contra los panches, en el país de montañas azules de Neyva; otra contra los muzos, en el país de las esmeraldas; otra contra los chitareros, en los páramos de Pamplona hasta el cañón del Chicamocha, y otra contra los tayronas, en el país de ciudades de piedra de la Sierra Nevada de Santa Marta. En aquel tiempo estas tierras fueron escenario de algunos episodios centrales de la historia occidental, y epicentro de los grandes mitos de la época: el país del Oro, el país de las Perlas, el país de la Canela, el país de las Amazonas.
La Colonia fue una época de crueldades y de injusticias, pero no hubo en ella grandes conflictos armados, sino una sola sombra larga: la extenuación de siervos en las encomiendas y de esclavos en minas, campos de algodón y planicies de caña de azúcar. Los choques armados reaparecieron cuando se libró la guerra de Independencia, que enfrentó a los criollos con los españoles. Esa guerra supuso también un reorde-namiento de los mercados, una redistri-bución de las influencias de las grandes metrópolis, y contó con la colaboración eficaz de los franceses y los ingleses, interesados en abrir nuevos horizontes para sus mercaderías. Así, con el discurso de la Revolución Francesa, de la división de los poderes públicos, las nuevas repúblicas inspiradas en el pensamiento de la Ilustración abrieron camino al libre cambio, al comercio de maderas, de quina y de tabaco, a las promesas de la modernidad. Y de allí nacieron otros conflictos: conflictos mercantiles entre artesanos proteccionistas y comerciantes librecambistas; políticos, entre federalistas y centralistas; económicos, entre defensores de la esclavitud y abolicionistas. Entre estos últimos se libraron varias guerras, hasta el triunfo precario, pero significativo, de la abolición.
La primera riqueza nacional que no parece haber producido una guerra de inmediato fue el café. Pero ello se debió a que el territorio necesario para esa economía había sido previamente despoblado por la Conquista y abandonado después, hasta comienzos de la República, a las inercias de la naturaleza, hasta que oleadas de colonizadores antioqueños y caucanos del siglo XIX prepararon con hachas y con incendios el terreno donde habrían de ordenarse los cafetales. Con el final del siglo XIX, la guerra de los Mil Días, cuyas causas fueron a la vez la disputa por la tierra y las nuevas pautas de modernización, terminó precipitando el zarpazo imperialista sobre el territorio donde se construiría el más importante canal interoceánico del hemisferio occidental. No había cicatrizado el país de la secesión del istmo de Panamá, cuando empezaron las crueles guerras del caucho, consecuencia de la invención del automóvil y de la desaforada demanda de materia prima para neumáticos por parte de la industria naciente. Vino después la guerra de la industrialización, que se manifestó sobre todo como persecución contra las organizaciones de trabajadores fluviales, contra los sindicatos y contra los trabajadores bananeros, uno de cuyos episodios fue la nunca olvidada masacre de 1928.
A partir de 1940 comenzó una nueva guerra, a la que se ha llamado a secas la Violencia, pero que bien podría llamarse la guerra del café, ya que se centró en los departamentos cafeteros de Colombia, es decir, los que sostenían al país, pues desde hacía casi un siglo el café se había convertido en la principal fuente de ingresos de nuestra sociedad. Esa guerra permitió que una región de minifundios democráticos se convirtiera, al cabo de 20 años, en una región de numerosos latifundios cafeteros, y que las ciudades colombianas crecieran de un modo desmesurado con la población desplazada de los campos. Esa guerra también podría llamarse la guerra contra la pequeña agricultura, sobre la que reposaba la riqueza nacional, o la guerra urbanizadora, o la guerra paralela al proceso de industrialización del país.
Apenas terminaba la violencia que dio origen a nuestras ciudades modernas cuando recomenzó la violencia guerrillera, que ahora unía a las guerras agrarias por la tierra, los conflictos engendrados por la pobreza, la exclusión y el resentimiento, y que tuvo como acicate la guerra estatal contra toda oposición democrática. No hay que olvidar que el Frente Nacional funcionó siempre sobre la base de una periódica suspensión de las garantías constitucionales para la población a través de la coartada despótica del Estado de Sitio; así, la violencia fue utilizada para reprimir el descontento y las demandas democráticas de la población; la violencia era el sustituto de las reformas liberales. También se dio entonces el avance violento de la colonización y de los desplazados sobre los territorios menos explorados del país, sobre la Orinoquia y la Amazonia, y el descubrimiento de nuevas riquezas, con el inevitable presagio de nuevas guerras derivadas de ellas. Así nació la guerra de la marihuana, y gradualmente después la guerra de la coca, que acabaría enfrentando a los grandes traficantes de cocaína con el Estado, al Estado con los pequeños productores de hoja de coca, y a una comunidad pobre, forzada a vender lo que le compran, con un imperio opulento y hastiado que nunca pagó tan bien los frutos del trabajo honesto y abnegado de nuestros campesinos. A esas guerras se han sumado recientemente los conflictos por la biodiversidad, la disputa por territorios que se adivinan ricos en petróleo, y una reviviscencia de las guerras del oro, porque al parecer mucho oro queda todavía en lo que fue por siglos la región más aurífera del continente. Las minas que produjeron el metal en otro tiempo fueron explotadas con recursos artesanales, de modo que todavía sus filones profundos pueden ser desentrañados por la gran tecnología contemporánea.
¿Quiero decir con este largo catálogo que
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