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Malestar En El Tiempo


Enviado por   •  26 de Marzo de 2013  •  11.239 Palabras (45 Páginas)  •  272 Visitas

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MALESTAR EN EL TIEMPO1

John Zerzan

 

Últimamente, la dimensión temporal parece ejercer una atracción considerable, a juzgar por el número de películas recientes que versan sobre ella, como Regreso al Futuro, Terminator, Peggy Sue se Casó, etc. En 1989, la Breve historia del tiempo, de Stepl1en Hawking, se convirtió en un superventas y también (lo que resulta aún más sorprendente) en una película de éxito. Además de los libros que tratan sobre el tiempo, también son dignos de atención aquellos que sin llegar a tanto, incluyen no obstante la palabra en el título, como The Color of Time: Claude Monet, de Virginia Spate (1992). Tales referencias tienen que ver, cierto es que indirectamente, con la súbita, aterrorizada conciencia del tiempo, la inquietante sensación de estar todos atados a quien se está revelando cada vez más claramente como una manifestación clave del extrañamiento y la humillación que caracterizan nuestra existencia moderna: ilumina todo su paisaje deformado y seguirá haciéndolo aún con mayor aspereza hasta que este paisaje y las fuerzas que lo moldean cambien más allá de lo reconocible.

 

La presente contribución a este tema poco tiene que ver con la fascinación que parece ejercer sobre los directores y productores de cine y televisión; o con el reciente interés académico que suscitan sus concepciones geológicas y la historia de la relojería. Ni siquiera se ocupa de la sociología del tiempo, de observaciones personales al respecto o de consejos sobre su uso. Ni los aspectos ni los excesos del tiempo merecen tanta atención como su propia lógica interna, el significado de esta dimensión en sí misma. Pues, aun cuando el carácter estupefactivo del tiempo se haya convertido, nos dice John Michon, «en casi una obsesión intelectual» (1988), la sociedad es sencillamente incapaz de lidiar con él. El tiempo nos enfrenta a un enigma filosófico, un misterio psicológico, un puzzle de la lógica. Nada tiene de sorprendente, considerando la vastísima cosificación que entraña, que no hayan faltado quienes pusieran en duda su existencia desde que la humanidad comenzó a distinguir entre el tiempo per se y los cambios visibles y tangibles que se producen en el mundo. En palabras de Michael Ende (1984): «Existe en el mundo un secreto a la vez ordinario y extraordinario. Todos formamos parte de él y somos conscientes de el, pero son muy pocos los que piensan en él. La mayoría se limita a aceptarlo sin cuestionárselo jamás. Este secreto se llama tiempo».

 

¿A qué llamamos «tiempo»? Spengler declaró que la pregunta misma debería estar prohibida. Richard Feynman (1988) tampoco la contestaba: «Ni me lo pregunten siquiera: es algo en lo que me resulta demasiado difícil pensar». Tanto empírica como teóricamente, los laboratorios se muestran impotentes para revelamos en qué consiste el fluir del tiempo: no existe instrumento capaz de registrar su paso. Y sin embargo, ¿por qué poseemos una sensación tan acusada de que efectivamente es algo que pasa, ineluctablemente y siempre en la misma dirección, cuando en realidad no es así? ¿Por qué ejerce esta «ilusión» tanto poder sobre nosotros? ...Lo que vale tanto como preguntarse por qué la alienación nos tiene tan bien sujetos. El paso del tiempo nos es íntimamente familiar; pero su concepto nos es burlonamente elusivo. Bien mirado, no debería parecemos tan contradictorio en un mundo cuya supervivencia depende de la mistificación de sus categorías más básicas.

 

Hemos tolerado la sustanciación del tiempo para que éste nos parezca un hecho natural, un poder que existe por derecho propio. El desarrollo del sentido del tiempo -esto es, la aceptación del tiempo- constituye un proceso de adaptación a un mundo cada vez más cosificado. Se trata de una dimensión construida que se erige en el aspecto más elemental de la cultura. La naturaleza inexorable del tiempo lo convierte en un insuperable sistema de dominación.

 

Cuanto más avanzamos en el tiempo, peor se pone la cosa. Según Adorno, vivimos en una era de desintegración de la experiencia. La presión del tiempo, corno la de ese progenitor esencial suyo que es la división del trabajo, fragmenta y dispersa todo lo que le sale al encuentro. La uniformidad, la equivalencia, el apartamiento son subproductos de su áspera acción. La belleza y el significado intrínsecos de todo aquel fragmento del mundo que no es -todavía- cultura avanzan con paso firme hacia su aniquilación bajo un ancho reloj unicultural. Cuando Paul Ricoeur (1985) afirma que «somos incapaces de concebir una idea de tiempo que sea a la vez cosmológica, biológica, histórica e individua!», pasa por alto cómo todos estos aspectos están convergiendo.

 

Respecto de esta «ficción» que sustenta y acompaña toda forma de aprisionamiento, dijo elocuente mente Beenard Aaronson (1972) que «el mundo está lleno de propaganda de su propia existencia». O, en no menos elocuentes palabras de la poetisa Dense Levertov (1974), «toda conciencia es conciencia del tiempo». Nada nos aliena más profundamente que el tiempo, que nos ha convertido en súbditos regidos por su imperio, mientras tanto el tiempo como la alienación siguen profundizando en su intrusión en nuestra vida diaria, para envilecerla. «¿Significa esto», se pregunta David Carr (1988), «que la principal lucha de nuestra existencia consiste en vencer al mismísimo tiempo?» Bien pudiera ser que éste sea el último enemigo al que debamos vencer.

 

Para aprehender a este ubicuo pero fantasmal adversario nuestro, resulta algo más sencillo determinar lo que el tiempo no es. No es sinónimo, por razones bastante obvias, de cambio. Tampoco es secuencia ni orden de sucesión. El perro de Pavlov, por ejemplo, debió de aprender que el sonido de la campanilla iba seguido de alimento. ¿Cómo si no pudo condicionársele para salivar al oírlo? y sin embargo los perros no poseen conciencia del tiempo; por tanto, no puede afirmarse que éste esté constituido por un antes y un después.

 

Algo relacionados con lo anterior están los inadecuados intentos de explicar nuestro nada ineludible sentido del tiempo. El neurólogo Gooddy (1988), bastante en la línea de Kant, lo describe como una de «nuestras premisas subconscientes acerca del mundo». Otros lo han descrito, de forma no más provechosa, como un producto de la imaginación. El filósofo J. J. C. Smart decidió (1980) que se trata de un sentimiento que «surge de la confusión metafísica». McTaggart (1908), F. H. Bradley (1930) y Dummett (1978) se encuentran entre los pensadores del siglo XX que han negado la existencia del tiempo debido a sus características contradictorias desde el punto de vista lógico, pero resulta

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