Marco Teorico
Enviado por david1209 • 4 de Mayo de 2014 • 1.549 Palabras (7 Páginas) • 242 Visitas
Publicar este texto sobre los jóvenes de Medellín que matan es un deber de CINEP con la vida en Colombia.
Cuando lo más importante se ha banalizado, puesto en el mercado, destruido, la tarea de colaborar en la
construcción comienza por hacer el diagnóstico. Para esto hay que adentrarse en las motivaciones y la
lógica de los jóvenes que pasan matando. Leer su racionalidad y su moral como una legitimación de la
enfermedad es ser incapaz de darse cuenta que el problema hay que plantearlo desde dentro para poder
superarlo. El texto es el primero de una serie. Vendrán otros con interpretaciones y alternativas de
construcción.
No podemos los colombianos seguir ocultándonos que hay un espacio en todos nosotros donde está en
quiebre la base de toda ética capaz de estructurar una sociedad de convivencia para todos: el valor
prioritario de la vida. Para los creyentes el inmediato sacramento del sentido, (9) en la frase del Padre de la
Iglesia: "La gloria de Dios es el ser humano viviente"
Este libro nos invita a mirar el síntoma de un largo proceso de desarraigo familiar y social que levanta
interrogantes a toda Colombia desde, el corazón de la cultura antioqueña empresarial, colonizadora,
católica, abierta angustiosamente a la modernidad y al consumismo desde la pobreza marginal de los
barrios, entre el amor y el poder, la ambición y la nobleza, la religión y la familia, la guerrilla, la policía y el
narcotráfico.
La Corporación Región de Medellín comparte con CINEP esta tarea. Por eso Alonso Salazar se sumergió en
las comunas populares para desentrañarles este texto, siguiendo una intuición originariamente compartida
con Silvia Dussan de Kalmanovitz.
CINEP y la Corporación Región pensamos que los riesgos de presentar esta verdad incómoda valen la pena
si levantan las preguntas pertinentes y suscitan un compromiso por proteger, dignificar y hacer más viable la
vida,de todos los hombres y las mujeres de Colombia. (10)
PROLOGO
Las características personales para ejercer la profesión de sicario que nos vendía en décadas pasadas la
televisión eran bien definidas. Se trataba de seres elegantes, anónimos, con mil rostros y contratos
millonarios, quienes cumplían el encargo con inmensa sofisticación y desaparecían discretamente de la
escena.
En buena medida, todos habíamos asumido esta imagen como verdadera cuando la muerte comenzó a ser
negocio lucrativo en Colombia. Nos hablaban de "el de la moto" y nos representábamos inmediatamente una
especie de rambos criollos, máquinas frías e insensibles de la muerte. Además, el hecho de que la mayoría de asesinos por contrato fuesen de Medellín confirmaba la tesis de que
a esa ciudad la habla consumido el afán de lucro impuesto por el narcotráfico. Así, las organizaciones de la
muerte se ubicaron como apéndices funcionales de los llamados carteles, de la droga. (11)
Pero cuando los sicarios y sus allegados empezaron a hablar, las cosas cambiaron. Como por encanto
aparecieron las exculpaciones y la madeja se enredó. Constatamos que las condiciones de pobreza
determinaban las formas de buscarse el sustento. Que bandas completas podían ser contratadas por
cualquier parroquiano a la vuelta de la esquina. Y que los profesionales de la muerte eran apenas niños,
portadores de unos valores que la sociedad difícilmente comprendía.
Se abrió paso así a una especie de sentimiento de culpa colectivo. Todo el mundo pareció comprender el
fenómeno y los victimarios se trastocaron en víctimas. No pocos comenzaron a mirar a los niños sicarios con
cierta simpatía o por lo menos con esquiva admiración. La fórmula mágica de los diálogos de paz comenzó
tímidamente a insinuarse y no faltó quien alegara vehementemente que ellos sólo eran los instrumentos
materiales de una intolerancia nacional que nos está aniquilando.
Adherir acríticamente a una cualquiera de estas interpretaciones es sumamente peligroso. Es igualmente
maniqueísta quien presenta al sicario como un enfermo paranoico como aquel que lo absuelve por ser un
producto de la marginalidad.
La obra de Alonso Salazar nos presenta en forma comprehensiva el fenómeno de la cultura de las bandas
juveniles de las comunas nororientales medellinenses sin caer en los extremos ano- (12) tados. Y, para
hacerlo, escoge una vía novedosa: rescatar las versiones de los protagonistas.
No se trata únicamente de oír a los jóvenes que han hecho de la muerte su negocio. El libro nos trae
también los relatos de madres, amigos, enemigos, activistas barriales, sacerdotes. De esta manera se traza
un complejo y contradictorio mapa que determina la creación y valoración social del sicariato.
Desde la frialdad de las letras nos inunda la muerte cotidiana. No hay héroes ni vencedores. La vida, a pesar
de su misterio, se hace efímera y rastrera. Es una historia en la que
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