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Oficio De Ser Maestro


Enviado por   •  19 de Septiembre de 2013  •  2.379 Palabras (10 Páginas)  •  407 Visitas

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El oficio del maestro es aprender

En la escuela como en la vida, hay días nublados, en los que se tuerce el corazón a golpe de desastres, de inseguridades, o de errores solemnes...

Y días claritos, en los que se te espabila el alma sin poder evitarlo.

Voy a intentar aquí contar algunas historias chicas que me han pasado en las aulas recorridas a lo largo de estos años, para disfrutar otra vez con su recuerdo y para invitar a mis compañeros, los maestros de a pie, a reconocer como bueno este oficio nuestro tan vivo y tan cambiante, en el que uno puede gustar de escudriñar saberes, de acompañar cariños y reestrenar palabras... con los alumnos.

Mirando hacia atrás, lo primero que tendría que decir es que yo empecé a prepararme para ser maestra muy tempranito (y el tiempo, en estas cuestiones de los oficios, es muy importante...). Según me cuentan, recorría el pasillo de la escuela de mi madre, probando a dar lecciones a los muñecos, hasta que, metida en el engranaje de esa especie de escuela escalonada que organizaba ella (para tenernos ocupados a todos, creo), fui aprendiendo a manejarme con los demás niños en el juego continuo que suponía ser maestro y alumno simultáneamente. Allí aprendí a buscar mis propios recursos para explicar las cosas, a leer en voz alta y clara para que me entendieran y, atendieran, los más pequeños cuando les leía un cuento, a hacer “buena letra”, a gesticular teatralmente, a soportar ser la última para casi todo (tenía que dar ejemplo) y a aprovechar cualquier ocasión para soñar. Bueno..., también aprendí a reñir. Como se puede ver, todas ellas herramientas muy útiles para el trabajo que nos ocupa.

La primera vez que hice de maestra de verdad

Fue cuando tenía diecinueve años. Entré a trabajar en una unitaria con cuarenta y ocho niños y niñas entre los seis y los catorce años. Eran tantas las ganas que tenía de hacer las cosas a mi manera, que llené las pizarras de planes y de inventos, para que todos pudieran aprender mucho, enseñar un poco y pasarlo bien en compañía de los demás. Y ahí fue cuando me di mi primer tropezón con la realidad , que, sin embargo me enseñó algo importante ya que, huyendo de las exigencias absurdas de la dirección de la escuela, aprendí a resistir, y a enterrar mis deseos a pesar de las dificultades. En estas historias de aula no se puede dejar de incluir lo sucedido uno de aquellos días, que, por cierto, acabó de manera bastante sorprendente.

Eran las cuatro y media, la directora acababa de irse con los portazos, trompicones y advertencias agrias de siempre: que si han leído los pequeños, que si han hecho dictado los mayores, que cuantas veces he dicho que no se sienten en grupitos, que cómo es que hay juguetes en la clase, que qué es eso de que los mayores les cuenten cuentos a los pequeños.

Normalmente, cuando esto pasaba, se hacía un grueso silencio, yo me ponía muy colorada y se me apretaba un nudo en la garganta, que no me dejaba ni argumentar. Sin embargo, aquel día no era como los otros. Teníamos un plan. Un inaudito plan que nos comprometía en un secreto alegre a las tres alumnas mayores de la clase y a mí.

Lucía, Marta y Toñi quieren saber “de donde vienen los niños y todo eso”, y como en el colegio existía una prohibición expresa de hablar de sexualidad, les propuse venir a merendar a casa, y explicárselo con calma. Los padres estuvieron de acuerdo, por eso estábamos tan contentas.

Lo que ninguna de nosotras esperaba era que el plan acabara de esa manera. Después de la merienda y de la explicación, me puse de parto prematuramente, con lo cual las niñas tuvieron un acercamiento al tema de lo más real y significativo. ¡Qué cosas!

La que se llevó un buen berrenchín fue la directora: “¡Qué bochorno! ¡Qué vergüenza!”, iba diciendo. Los demás en cambio, nos alegramos mucho.

Han seguido otras escuelas

Y en cada una de ellas he podido aprender, entusiasmarme, divertirme, equivocarme, dudar... En casi todas he podido encontrar algún compañero con quien compartir la tarea, algún padre o madre con quienes pensar sobre la educación, algún niño o niña con quien asombrarme, a quienes admirar, a quien rodear de esperanza.

Y esas cosas te acompañan por dentro, te hacen más fácil la profesión, te llenan de deseos de seguir adelante.

Recuerdo vivamente a Isidro, un niño de nueve años, paralítico cerebral, cuando se cayó de la silla, al dar un brusco aspaviento, porque había oído que alguien me decía que no nos lo llevaríamos de excursión, ya que “se atragantaba demasiado al comer y eso era un problema”. No puedo olvidar cómo me miró, y cómo se hizo entender sin palabras, imprimiendo a su mirada toda la rabia, la impotencia, la demanda, la pena.

También recuerdo a Juani, una alumna de sesenta años, que lloró de alegría al conseguir leer el nombre de su calle, expresando con esa frase simbólica su entrada en la cultura: “¡Ya no soy ciega!”. Y a Rafa, el nieto de “la ermitaña” que se asombró al aprobar por primera vez un examen de lengua: “Ah!, pero si yo pensaba que era tonto...”

Recuerdo las reuniones de padres que organizaba mensualmente Alberto Barrios, amigo y maestro compañero, y que se convirtieron en un auténtico foro de reflexión conjunta con las familias. En una de ellas escuché decir a un padre este comentario difícil de olvidar: ¡Qué envidia me da mi hijo! Él puede estar aquí todos los días y hablar y aprender con los otros. Yo no tuve esa suerte; ésta es la primera escuela que piso en toda mi vida”.

Veo

Veo a los más pequeños jugar, preguntar, mirar, aprender. Los veo imitarse, hasta que se atreven a ser como son, hasta que deciden a mostrar que son distintos, hasta que se convencen de que son valiosos en su particularidad única. Los veo descubrir la vida poquito a poco, investigando cada gesto, cada interrogante, cada deseo. Los veo entrenarse en reconocer lo que sienten e ir aceptando lo que sienten los demás. Los veo, en fin empezar e recorrer su propio camino. Y me gusta el espectáculo.

Me veo a mí misma preparando materiales, discutiendo, observando al alimón con mis compañeros del momento... Me veo haciendo informes, calibrando cómo encarar una entrevista para lograr entenderme con los padres, preocupándome de por qué Alba aún juega sola, por qué Roberto apenas habla, por qué Juan se pasa el día pegando y molestando a los demás... Me veo pringada de pintura, de pastel y de risas. Me veo leyéndoles poesías, bailando con ellos, haciendo teatro... Alentando sus valiosas discusiones, como aquella de si era bueno o malo ser presumidos, o la de si se tiene que jugar con quien tú no quieres o te puedes separar...

Me veo también,

...

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