AMADO NERVO
Enviado por INIFAPCARLOS • 7 de Mayo de 2013 • 908 Palabras (4 Páginas) • 260 Visitas
El castillo de lo inconsciente.
El castillo de lo inconsciente, Amado Nervo (1870-1919)
El castillo de lo inconsciente yérguese sobre una roca enorme, aguda y hosca, rodeada de abismos. Entre la roca, y la montaña vecina, derrúmbase el agua torrencial, que luego se arrastra, allá en el fondo lóbrego...
Su estruendo se oye de lejos, sordo y hasta apacible, y sus espumas, fosforescentes desde la altura, se adivinan en las tinieblas.
Por dondequiera, como guardia de honor de la roca, levántanse agujas ásperas, dientes pétreos, y se erizan matorrales de espinos. Pero en las noches de luna, con que arcano prestigio radian, en lo alto, los vitrales del castillo divino en que mora la paz.
Sólo pueden escalar tu morada eminente los que han sangrado en todos los colmillos rocosos, los que se han herido en todos los espinos. Yo era de éstos. Yo merecía habitar en la mansión del sosiego, y una noche apacible, guiado por el celeste faro lunar, emprendí la ascensión al castillo.
Sobre una robusta rama inclinada, atravesé el torrente. Varías veces el vértigo estuvo a punto de vencerme. La corriente rabiosa hubiera destrozado mis miembros; la colérica espuma me habría cubierto con su rizada, y trémula blancura.
Pero yo miraba a lo alto, al castillo, que mansamente se iluminaba en el picacho gigantesco y una gran esperanza descendía hasta mi corazón y me daba aliento.
Salvado el abismo, hube de escalar la roca.
¡Ay! ¡Cuantas veces en sus asperezas me herí las rodillas y las manos. ¡Cuántas otras me vi en peligro de caer al torrente que, como dragón retorcido y furioso, parecía acecharme!.. Sus espumas llegaban, hasta mí, humedeciendo mis destrozadas ropas.
Pero mi anhelo de llegar al castillo era demasiado intenso para no triunfar; y, muy avanzada ya la noche, franqueaba yo por fin los últimos obstáculos y me encontraba en la breve explanada que precedía a la gótica mole.
Una mansa lluvia de luna caía sobre aquel espacio abierto. La imponente masa, a su imprecisa luz, era con sus torreones, sus almenas, sus ojivas, sus terrazas, sus techos agudos, más bella que todos los ensueños.
¡Con qué temblor llamé a la puerta! ¡Cómo resonó en el silencio el aldabón!
Esperé... no sé cuántos minutos...
Oía mi corazón golpearme el pecho como un sordo martillo.
De muy lejos venía a mis oídos el rumor confuso del torrente.
Allá, en la hondura, adivinábase un océano informe de sombras y de luces, y el hervidero de plata de las aguas.
Por fin la puerta se abrió dulcemente y una figura pálida, envuelta en un manto blanco, apareció en el umbral.
–La paz sea contigo –me dijo–. ¿Qué buscáis aquí, extranjero?
–Ese don santo que acabas de desearme –le respondí–: la Paz.
–¿De dónde vienes?
–De
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