Autobiografía de Ignacio de Loyola
Enviado por jennifertiul • 9 de Marzo de 2015 • Síntesis • 3.530 Palabras (15 Páginas) • 207 Visitas
Autobiografía de Ignacio de Loyola
“Peregrino, peregrino, que no sabes el camino: ¿Dónde vas?”
Admirable peregrino, todos siguen tu camino. (M. Machado).
Preparado por P. José Domingo Cuesta, sj
I: IÑIGO, EL BENJAMIN.
Iñigo López de Loyola, el futuro San Ignacio, nació en 1.491. Era hijo de Beltrán Ibáñez de Oñaz y de Marina Sánchez de Licona, del linaje Oñaz-Loyola, una familia noble de Guipúzcoa, España. Los Loyola residían en una casa-torre, que era residencia y fortaleza al mismo tiempo, construida en piedra, como tantas otras del país vasco. En esa casa-fortín nació Iñigo.
Contaba Iñigo unos seis años cuando murió su madre. Su padre, fallecería cuando tuviera dieciséis. De aquí que para esta época, su padre, su hermano Martín y su cuñada Magdalena de Araoz, cuidaron de la educación de Ignacio quien ya desde pequeño, debió comprender que tenía que "labrarse un porvenir" al ser el menor de una fecunda familia. Su infancia fue la de un muchacho noble, tal vez un poco consentido, por su condición de benjamín y la ausencia de la figura materna. Recibió una educación religiosa. Era un joven un tanto alocado, quizás pendenciero y muy consciente de los privilegios que le otorgaban su nacimiento y condición de hidalgo.
II. JOVEN CABALLERO.
Cuando Iñigo tenía quince o dieciséis años fue a completar su educación a Arévalo (Ávila) en casa de Don Juan Velázquez, contador mayor del reino de Castilla, quien era amigo del padre de Iñigo y se ofreció a acoger como un hijo más al benjamín de los Loyola.
En el palacio de los Velázquez conoció a los reyes y a la corte. Disfrutó de todos los privilegios de la alta aristocracia de la época. Se dedico a la "buena vida": cacerías, justas, torneos, saraos, juegos de lance (baraja y dados), y aventuras galantes. Años más tarde, convertido ya en Ignacio de Loyola, confesaba que "era dado a las vanidades del mundo" y que en aquella época cometió "travesuras de mancebo". Le gustaba la música y el baile, tenía buena mano para la caligrafía y debió leer un buen número de libros de caballerías. Fueron diez años de alegría juvenil, sin pensar demasiado en el futuro.
A la muerte de Fernando el Católico cayó la desgracia sobre los Velázquez al oponerse al Emperador. Poco después, en 1.517 moría Don Juan. Iñigo se quedó sin protector. No tenía nada y la viuda de Velázquez le dio una cierta cantidad de dinero y cartas de recomendación para el Duque de Nájera, Don Antonio Manrique de Lara, quien era virrey de Navarra. Iñigo fue su hombre de confianza y le acompañó en diversas gestiones reales y en sus visitas a la corte. Es posible que por entonces se fijara en la princesa Catalina de Austria, ya que los biógrafos piensan que Iñigo alude a ella cuando, más adelante, confesará que puso sus ojos en una dama de más alto rango que marquesa y duquesa.
Iñigo no era lo que hoy llamamos un militar, es decir, un soldado profesional. Es un noble, un caballero y como tal, diestro en el manejo de las armas. Tenía treinta años cuando el virrey de Navarra reunió tropas para luchar contra el rey de Francia que apoyaba al exiliado Enrique de Labrit para que ocupara el trono de Navarra. Entre los convocados, además de Iñigo, estaba su hermano Martín.
III. LA PIERNA QUEBRADA.
Una tía monja de Iñigo, conocedora de sus andanzas le había vaticinado: "no sentarás la cabeza ni escarmentarás hasta que te rompas una pierna". Las palabras de la buena religiosa, se cumplieron. Iñigo fue herido por un obús en el asedio de Pamplona. Este sería el principio de un cambio fundamental en su vida.
Las tropas francesas y navarras que querían devolver el trono a Enrique de Labrit se presentaron a las puertas de la capital sin que los partidarios de Carlos I hubieran podido reunir suficiente ejército y armas para hacerles frente. La población se entregó sin resistencia, pero los hombres del duque de Nájera, Iñigo entre ellos, se encerraron en la ciudadela amurallada. Viendo la desproporción de fuerzas la mayoría de los sitiados, incluyendo al alcalde, se mostraron inclinados a entregar la plaza sin luchar. Era suicida hacer frente a un ejército muy superior en número y bien provisto de artillería. Iñigo no estaba de acuerdo con esta postura, pues le parecía deshonroso capitular.
Los cañones empezaron a batir la fortaleza el 20 de mayo de 1.521. Durante el duelo artillero una bala de cañón alcanzó a Iñigo rompiéndole una pierna y dejándole muy maltrecha la otra. El 24 de mayo tras sufrir graves desperfectos en los muros, el castillo se rindió. Los enemigos reconocieron caballerosamente el valor del menor de los Loyola, y se ocuparon de la salud del adversario. La herida era grande y después de las primeras curas, le aconsejaron que volviera a su casa donde podría recibir mejores cuidados.
En unas parihuelas lo llevaron de Pamplona a Loyola. Podemos imaginar lo duro que debió ser tal viaje y más con los huesos rotos y dislocados que, a cada mal paso o traqueteo, le producirían dolores insoportables.
En Loyola el enfermo empeoró. Los médicos aconsejaron una operación para colocar los huesos en su sitio, pues tal vez por el viaje o porque los cirujanos de Pamplona no habían atinado, estaban fuera de su lugar. Años más tarde Ignacio calificó la operación de carnicería. Sin embargo, dio muestras de una gran entereza. No profirió un solo grito. Se limitaba a apretar los puños. La operación no fue un éxito. Iñigo se puso a morir. Le dieron los sacramentos. Todos creían cercano su fin.
IV: EL GRAN CAMBIO
No se lo llevó la muerte. Iñigo sanó, pero descubrió que la pierna herida le había quedado más corta y con un bulto que le sobresalía. Por eso se sometió, a petición suya, a una segunda operación para eliminar esa deformidad. No fue menos dolorosa que la anterior. Luego, hubo de estar postrado muchos meses con curas molestas y soportando pesas y artilugios diseñados para alargarle el hueso. Durante este tiempo se entretenía pensando en las gestas que acometería al servicio de su dama. En su aburrimiento, pidió unos libros de caballería para que le dieran nuevas ideas. No los había en la casa-torre. Sólo libros piadosos: una vida de Cristo y otro que recogía la vida de varios santos.
De mala gana y para matar el rato, empezó su lectura. Y con sorpresa descubrió que le gustaban y además experimentaba una gran paz y alegría. Lo contrario de lo que le ocurría cuando alentaba sus fantasías caballerescas y guerreras,
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