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La Casa De La Brua


Enviado por   •  24 de Mayo de 2015  •  1.490 Palabras (6 Páginas)  •  171 Visitas

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IV

Para acrecer aquella superstición del lugar, observábanse en ella detalles que la acusaban, pruebas que en la Edad Media hubieran bastado a dar con sus huesos en la hoguera; ¿para qué eran aquellos misteriosos hacecillos de hierba que ocultaba bajo el manto? ¿Qué menjurjes contenía aquel frasco colgado de una cuerda con el cual mendigaba, en las boticas, aceites o ácido fénico, o bálsamo sagrado, drogas todas para preparar ungüentos malignos contra la dicha, la fortuna o la salud de los demás?

Cerca del matadero público, alguien la sorprendió envolviendo en un pañuelo un cuervo muerto, y la mañana de un domingo los muchachos del arrabal la hicieron descender del caballete de la casucha a pedradas. Gritó, furiosa, que estaba componiendo el techo, porque llovía sobre su cama; pero ¿a quién iba a meterle tamaño embuste? ¡La había sorprendido al amanecer sobre la casa, al regreso de la misa del sábado y no pudo bajar -según explicaba una vieja comadre- porque al canto de los gallos se le había acabado “el encanto”!

-¡Ave María Purísima!- gritaban desaforadas las mujeres en los corrales. Los perros ladraban y aquel día la bruja no pudo salir, porque llovieron, como nunca, piedras y abrenuncios sobre la casa maldita.

V

Una semana después el niño de la vecina que fue la primera en avisar la aparición de la bruja en los techos, murió de una calentura. Se le fue poniendo amarillo, amarillo como si le chuparan la sangre.

El doctor dijo lo de siempre: que era paludismo, y el señor Cura, que sin duda no quiso desmentir al médico, les reprendió ásperamente:

-¡Qué brujería, ni hechicería, hatajo de estúpidos! Vivan mejor con Dios y tengan más caridad para esa infeliz mujer…

[…] Pero nada pudo contra el rencor del vecindario hacia aquella malvada mujer que vivía matando niños y echando daños: patios enteros de gallinas que se perdían víctimas del moquillo; hombres que siempre fueron excelentes maridos se “pegaban” a otra; el pan de maíz casi nunca levantaba en el budare; hubo viruelas…

-¡Nada! ¡Nada! Digan lo que digan, esa mujer va a acabar con el vecindario.

Y resolvieron llevar la queja a la autoridad.

VI

El consabido andino y Jefe Civil oyó gravemente la denuncia. Depusieron los testigos, se acumularon pruebas fehacientes, y el más caracterizado, el padre de la criatura muerta formuló:

-Nosotros no queremos el mal de naiden, contrimás el de una probe sola; pero es el caso que no nos deja vida; y ya no es con las cosas de la mujer diuno; de la salú y de los animales, sino que asina mesmo quiere urtimarle a uno las creaturas… Y eso no, señor Jefe-civil, eso sí que no –protestó con la voz sofocada de lágrimas al recuerdo de su hijito muerto.

El funcionario apoyó la demanda ¿Acaso él no sabía a qué atenerse con las gentes ociosas y mal entretenidas?

[…] Luego los despidió solemne:

-Bueno, pues, ya la autoridaz está en cuenta para proceder. Váyanse tranquilos, los amigos.

Y como era hombre activo y eficaz, organizó la patrulla para caerle encima esa misma noche y sorprenderla en plena “brujería”.

La ronda aumentada con los vecinos que esa noche se incorporaron voluntarios, rodeó la casa misteriosa. Y con el Jefe Civil a la cabeza se deslizaron ocho hombres por debajo de la palizada. Trataba éste de darles ánimos y le salían el miedo y los refranes con igual violencia.

-Procuren no hacer bulla, porque “brujo no duerme”.

En el silencio nocturno, negra y muda, se alzaba la casa. Parecíales más lóbrega, más siniestra, más grande.

De repente uno señaló un bulto hacia el centro del patio.

-¡Véanla, allí está!

-¡Ave María Purísima!- masculló otro.

Y un tercero prudente aconsejó con voz temblorosa:

-¡No le diga asina, compadre, que se nos vuela!

-¡Sí le liga! –exclamó valerosamente el Jefe Civil, santiguándose en la oscuridad.

Y heroicamente hizo irrupción seguido de sus ocho valientes.

-¡Vamos a ver, pues, qué tiene la amiga por aquí!

Sorprendida la pobre mujer, nada respondió, arrojando la colilla del tabaco que fumaba, con el fuego hacia dentro, en un reguero de chispas; ese triste hábito de lavanderas y de ancianas hambrientas, que así logran conservar algún calor dentro de la boca. Pero aquellos hombres jurarían que ella escupía candela. Y uno tímido, con las piernas y la voz debilísimas, saludó aterrado:

-¡Buenas noches, mi señora!

-Vamos, ordenó reponiéndose el Jefe, al constatar que era un cabo de tabaco: -¡Basta de necedades! Prenda una luz, señora.

-Yo no tengo vela… -balbuceó todavía llena de terror.

Y él heroico, la

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