OCTAVIO PAZ POR ÉL MISMO
Enviado por angel_y_lupe • 1 de Mayo de 2013 • 5.785 Palabras (24 Páginas) • 325 Visitas
Yo no nací en Mixcoac pero allá viví durante toda mi niñez y buena parte de mi juventud. Apenas tenía unos meses de edad cuando los azares de la Revolución nos obligaron a dejar la ciudad de México; mi padre se unió en el sur al movimiento de Zapata mientras mi madre se refugió, conmigo, en Mixcoac, en la vieja casa de mi abuelo paterno, Ireneo Paz, patriarca de la familia.
Mixcoac es ahora un suburbio más bien feo de la ciudad de México, pero cuando yo era niño era un verdadero pueblo. El barrio en el que yo vivía se llamaba san Juan y la iglesia, una de las más viejas de la zona, era del siglo XVI. Había muchas casas del XVIII y del XIX, algunas con grandes jardines, porque a finales del diecinueve Mixcoac era un lugar de recreo de la burguesía capitalina. Las vicisitudes de aquellos años habían obligado a mi abuelo a dejar la ciudad y trasladarse a la casa de campo.
Los fuegos artificiales fueron parte de mi infancia. Había un barrio donde vivían y trabajaban los maestros artesanos de ese gran arte. Eran famosos en todo México. Cada año armaban los "castillos" para celebrar la fiesta de la Virgen de Guadalupe y las otras fechas religiosas y patrióticas del pueblo. Cubrían la fachada de la iglesia con una cascada incandescente. Era maravilloso. Mixcoac estaba vivo, con una vida que ya no existe en las grandes ciudades.
Mi padre era mexicano --el apellido Paz aparece en el país desde el siglo dieciséis, al otro día de la conquista-- y mi madre española. Siendo mexicano, también me fascinó la otra vertiente de mi origen. Por mis abuelos maternos vengo del Puerto de Santa María y de Medinasidonia. Cuando, ya mayor, conocí Jerez y Cádiz, me pareció regresar a mi niñez. Tuve dos tías, una gaditana y otra jerezana, que se llamaban Angustias y Salud; sus efluvios contradictorios mantenían el equilibrio psíquico de la familia. Mi familia paterna era liberal y, además, indigenista: antiespañola por partida doble. Mi madre detestaba las discusiones y respondía a las diatribas con una sonrisa. Yo encontraba sublime su silencio, más contundente que un tedioso alegato. Mi madre -hormiga providente... pero hormiga que cantaba como una cigarra-- me decía: procura ser modesto, ya que no humilde. La humildad es de santos, la modestia, de gente bien nacida.
Mis abuelos paternos eran tapatíos de vieja cepa; en mi casa se hablaba con frecuencia de Guadalajara y entre los lugares que se mencionaban con mayor entusiasmo había uno que, literalmente, me encantaba: el Parque de Agua Azul. Lo soñé como un manantial de agua pura en el centro de una espesura verde de plantas y árboles paradisiacos. Agua Azul: al oír estas dos palabras yo pensaba en una agua celeste o en un cielo acuático.
Aunque originario de una familia burguesa, mi padre fue amigo y compañero del gran revolucionario Antonio Díaz Soto y Gama. Formaba parte de un grupo de jóvenes más o menos influidos por su anarquismo. Sucedió que esos jóvenes no pudieron unirse a las fuerzas norteñas y se fueron al sur, donde conocieron a Zapata y fueron conquistados por el zapatismo. Mi padre pensó desde entonces que el zapatismo era la verdad de México. Cuando yo era niño visitaban mi casa muchos viejos líderes zapatistas y también muchos campesinos a los que mi padre, como abogado, defendía en sus pleitos y demandas de tierras. Participó en las actividades de la Convención Revolucionaria. Posteriormente fue representante de Zapata y de la Revolución del Sur en los Estados Unidos. Mi madre y yo lo alcanzamos en Los Angeles. Allá nos quedamos casi dos años.
Recuerdo vagamente el primer día de clases: la escuela con la bandera de los Estados Unidos, el salón desnudo, los pupitres, las bancas duras. Ese primer día tuve un pleito con mis compañeros norteamericanos. Se rieron porque no pude decir spoon a la hora del lunch. Carcajadas y algarabía: "¡Cuchara, cuchara!". Comenzaron las deformaciones verbales y el coro de las risotadas. A la salida, en el patio, me rodeó el griterío. Algunos se me acercaban y me echaban a la cara, como un escupitajo la palabra infame: ''¡cuchara!". Todo terminó en puñetazos. No volví a la escuela durante quince días; después, poco a poco, todo se normalizó: ellos olvidaron la palabra cuchara y yo aprendí a decir spoon.
Cuando regresé a México, tuve otro pleito el primer día de clase. Esta vez con mis compañeros mexicanos y por la misma razón: era un extranjero.
Mi padre fue miembro destacado del Partido Nacional Agrarista, que le llevó a formar parte de la XXIX Legislatura de 1920 a 1922. Es autor de un texto sobre Zapata y el zapatismo que don José T. Meléndez incluyó en Historia de la Revolución mexicana, editado en 1936. Es igualmente autor de un texto de Historia del periodismo en México que redactó en 1932.
La casa de Mixcoac se derrumbaba poco a poco y la vegetación del jardín invadía los cuartos. Una enredadera penetró por la ventana y escaló las paredes de mi habitación.
Don Ireneo, mi abuelo, es la figura masculina de mayor impacto en mi primera edad. Dirigió un diario, La Patria, y escribió novelas populares. De hecho, durante una época, vivimos de las ventas de uno de sus libros, un best-seller. Amaba a los libros y había logrado reunir una biblioteca de cierta importancia. Desde niño leí libros de autores mexicanos. En mi familia nuestros escritores no sólo eran vistos con respeto y con simpatía sino que se exaltaba, a veces de modo inmoderado, a los del siglo XIX, especialmente a los del bando liberal. La razón de esta anomalía es muy simple: mi abuelo se había alistado desde su juventud en las filas del liberalismo.
Entre los objetos que me causaban admiración en aquella biblioteca se encontraban unos atriles giratorios que sostenían una infinidad de tarjetas con los retratos de los escritores admirados por élLa calle de Goya se llamaba la Calle de las Flores. Arboles corpulentos y casas severas, un poco tristes. Su vecina, la Calle de la Campana, se unía al final con el río de Mixcoac. Un puentecillo de piedra, niños harapientos y perros flacos. El río era un hilo de agua negruzca y fétida, un arroyo seco la mitad del año. Lo redimían los eucaliptos de sus orillas. La calle y el río desembocaban en la estación de los tranvías. En la estación había un puesto de periódicos, algunos comercios y una cantina. Nos prohibían la entrada a los menores y yo escuchaba, desde la puerta, las risotadas y el ruido de las fichas de dominó al rodar por las mesas. Cerca de la estación de los tranvías estaba la escuela primaria oficial para varones. Una construcción digna, un poco triste, de muros espesos y grandes ventanales. Desarbolada pero con buenas canchas de basquetball. Yo era aficionado a ese juego y por eso trabé amistad con muchachos de esa escuela.
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