Que Sarpa
Enviado por tamarastephanie • 27 de Julio de 2013 • 891 Palabras (4 Páginas) • 336 Visitas
Hace muchos, muchos años, en un remoto confín del mundo existía un reino pequeño y próspero. Decían de él que el sol brillaba la mayor parte de los días del año, que sus habitantes eran felices, que los campos florecían y las cosechas eran generosas. Dividido en numerosos condados para su mejor gobierno, sus habitantes se mostraban solidarios con el fin de que, en todo el reino, no hubiera un niño sin hogar, ni un plato sin comida, ni un enfermo sin atención.
También cuentan que el monarca de tan hermoso lugar era un hombre simpático, querido por sus súbditos, patriarca de una familia que se distinguía por su conducta ejemplar. El príncipe heredero, rubio y cabal, había contraído matrimonio por amor, y el pueblo entero celebró sus esponsales con la bella plebeya. Y, aunque se alzaron voces discordantes entre algunos nobles de rancio abolengo, éstas quedaron ahogadas por el clamor popular que ensalzaba la dicha de la joven pareja. Lo mismo, aunque en menor medida, había sucedido con las hermanas del príncipe: sus matrimonios fueron aplaudidos y admirados, y los retoños fruto de dichas uniones –bebés rubios y obedientes, serenos ya desde la cuna- recibidos como la continuación feliz de una dinastía que se convertía poco a poco en una gran familia a la que tomar como modelo.
Eran tiempos de bonanza. Los campos no se cansaban de florecer, las cosechas crecían casi por arte de magia, y los numerosos visitantes de países extranjeros demostraban una sana envidia hacia aquel rincón que parecía tocado por la divina providencia. Tan grande era su suerte, tan constante el flujo de riqueza, que los gobernantes creyeron que el pozo nunca iba a secarse, y, cegados por el fulgor de ese sol eterno, decidieron invertir en sus respectivos condados, rivalizando entre sí por construir los monumentos más altos, la expresión gráfica del alcance de su poder; pavimentaron de oro las avenidas, festejaron a lo grande solsticios y equinoccios, derrocharon por y para ese pueblo que, sin embargo, en opinión de los poderosos, no siempre se mostraba lo bastante agradecido por sus esfuerzos. Un pueblo que, a veces contagiado por ese ambiente que premiaba al inversor, se endeudó para ampliar sus campos y adquirir más árboles.
Fue entonces cuando algunos de esos gobernantes empezaron a apartar parte de esa riqueza para sí mismos. No todos, cierto es, ya que nada en este mundo puede generalizarse. Pero quienes lo hicieron se plantearon la siguiente reflexión: si la gente común vivía en la abundancia, si los créditos que los usureros concedían permitían a ciudadanos corrientes comprar la felicidad a plazos, justo era que quienes trabajaban en pos de esa estabilidad recibieran un sobresueldo inmediato y en efectivo por sus desvelos. “Nos lo merecemos”, se dijeron algunos de esos gobernantes. “Nadie lo notará”, apuntaron otros. “Los del condado vecino son aun peores”, se
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