Aflicción E Ira De Un Cazador De Cabezas
Enviado por abasud • 25 de Agosto de 2014 • 7.027 Palabras (29 Páginas) • 513 Visitas
Aflicción e ira de un cazador de cabezas
Renato Rosaldo
En: Rosaldo, Renato, Cultura y Verdad. Nueva propuesta de análisis social. Ed. Grijalbo, México, 1989. Introducción, pp. 15-31.
Si le pregunta a un hombre mayor, ilongote del norte de Luzón, Filipinas, por qué corta cabezas humanas, su respuesta es breve y ningún antropólogo podría explicarla con prontitud: Dice que la ira, nacida de la aflicción, lo impulsa a matar a otro ser humano. Afirma que necesita un lugar "a donde llevar su rabia". El acto de cortar y arrojar la cabeza de la víctima le permite ventilar y desechar la ira de su pena, explica. Aunque la labor de un antropólogo es aclarar otras culturas, no puede encontrar más explicaciones a la declaración concisa de este hombre. Para él, aflicción, ira y cazar cabezas van unidas de forma evidente por sí misma. Entienda o no. De hecho, por mucho tiempo yo no entendí.
En lo que sigue, quiero hablar sobre cómo hablar de la fuerza cultural de las emociones. La fuerza emocional de una muerte, por ejemplo, deriva menos del hecho, en bruto abstracto, que de la ruptura permanente de una relación íntima particular. Se refiere al tipo de sentimientos que uno experimente al enterarse de que el niño que acaban de atropellar es propio y no de un extraño. Más que hablar de la muerte en general, debe considerarse la posición del sujeto dentro del área de relaciones sociales, para así comprender nuestra experiencia emocional.
Mi esfuerzo por demostrar la fuerza de una declaración simple y literal, va contra las normas clásicas de la antropología, que prefiere explicar la cultura a través del engrosamiento de telarañas simbólicas de significado. En conjunto, los analistas culturales no usan la palabra fuerza, sino términos como descripción densa, multidicción, polisemia, riqueza y textura. La noción de fuerza, entre otras cosas, cuestiona la suposición antropológica común de que el mayor sentido humano reside en el bosque más denso de símbolos y que el detalle analítico o “profundidad cultural” es iguala la explicación aumentada de una cultura, o “elaboración cultural”. ¿En verdad la gente siempre describe densamente lo que más le importa?
LA IRA EN LA AFLICCIÓN ILONGOTE
Permítanme hacer una pausa para presentarles a los ilongotes, con quienes mi esposa, Michelle Rosaldo, y yo vivimos y dirigimos investigaciones de campo durante treinta meses (196769, 1974). Son alrededor de 3500 y residen en una meseta, 145 kilómetros al noreste, de Manila, Filipinas. Subsisten mediante la caza de venado y cerdo salvaje, y con el cultivo de huertos regados por la lluvia de temporada, de arroz, patatas, dulces, mandioca y verduras. Sus relaciones familiares (bilaterales) se suponen por hombres y mujeres. Después del matrimonio, los padres con sus hijas casadas viven en la misma casa o en una adyacente. La unidad más grande dentro de la sociedad, un grupo descendiente de amplio dominio territorial, llamado el bertan, se hace patente sobre todo en el contexto del feudo. Para ellos, sus vecinos y sus etnógrafos, la cacería de cabezas persiste como la práctica cultural más prominente.
Cuando los ilongotes me explicaron cómo la ira en la aflicción podía impulsar a los hombres a cazar cabezas, descarté sus narraciones lineales como demasiado simples, débiles, opacas, improbables. Tal vez confundí, inocentemente, la aflicción con la tristeza. Era cierto que no poseía experiencia personal que me permitiera imaginar la ira poderosa que los ilongotes encontraban en la pena. Mi propia incapacidad para concebir esto me llevó a buscar otro nivel de análisis que pudiera ofrecer una explicación para el deseo de los hombres mayores de cazar cabezas. Sólo catorce años después de mi grabación sobre la aflicción y la ira, de un cazador de cabezas, empecé a comprender su fuerza abrumadora. Durante años creí que una elaboración más verbal (que no era venidera) u otro nivel analítico (que siguió siendo elusivo) podría explicar mejor los motivos de estos hombres para la caza de cabezas. Hasta que yo mismo sufrí una pérdida devastadora, pude entender mejor que los hombres ilongotes significaban exactamente lo que describían de la ira en la aflicción como fuente de su deseo por cortar cabezas. Considerando su valor nominal y otorgándole toda su importancia, su declaración revela mucho sobre lo que obliga a estos hombres a cazar cabezas.
En un esfuerzo por obtener una explicación "más profunda" sobre dicha cacería, exploré la teoría del intercambio, quizá porque había informado sobre tantas etnografías clásicas.. Un día en 1974, expliqué el modelo de intercambio de los antropólogos a un hombre mayor ilongote llamado Insan. Le pregunté qué pensaba de la idea de que la cacería de cabezas resultara de que una muerte (la víctima decapitada) revocara otra (la próxima en la casta). Parecía confundido, así que procedí a describirle que la víctima de la decapitación, era intercambiada por la muerte
de una de su propia casta y así se compensaba la balanza. Insan reflexionó un momento y contestó que suponía que alguien podía pensar algo así, pero que los demás ilongotes no creían eso. Tampoco existía una prueba directa para mi teoría del intercambio en rituales, alardes, canciones o en la conversación casual.
En retrospectiva, pues, estos esfuerzos por imponer la teoría del intercambio sobre un aspecto de la conducta de los ilongotes, resultaron infundados. Supongan que hubiera descubierto lo que buscaba. Aunque la noción de equilibrar la balanza posee una coherencia elegante, uno se pregunta cómo podría ese dogma teórico inspirar a un hombre para quitarle la vida a otro con el riesgo de perder la suya.
Mi experiencia todavía no me proporcionaba los medios para imaginar la ira que puede surgir por una pérdida devastadora. Por lo mismo, no podía apreciar en su totalidad el problema exacto de significado a que los ilongotes se enfrentaron en 1974. Poco después de que Ferdinand Marcos declaró la ley marcial en 1972, los rumores de que el fusilamiento era el nuevo castigo para la cacería de cabezas, llegaron a las colinas de los ilongotes. Los hombres decidieron entonces suspender tal cacería. En épocas pasadas, cuando la cala de cabezas se hizo imposible, los ilongotes permitieron que su ira se fuera disipando, como mejor pudiera, en el transcurso de su vida diaria. En 1974 se les presentó otra opción; empezaron a considerar la conversión evangélica al cristianismo como un medio para controlar su aflicción. La gente dijo que si aceptaban la nueva religión, tendrían que abandonar sus métodos antiguos, incluyendo la cacería de cabezas. También podrían arreglárselas con su pena de una forma menos agonizante, ya que podían creer que el difunto partió a un mundo
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