La Maquina De Los Niños
Enviado por vicentere • 17 de Julio de 2011 • 7.782 Palabras (32 Páginas) • 1.041 Visitas
La máquina de los niños
Replantearse la educación en la era de los ordenadores
Seymour Papert
Ediciones Paidós
Barcelona - Buenos Aires - México
CAPITULO I
Anhelantes e instructores
Imaginemos un grupo de viajeros del tiempo provenientes del pasado; entre ellos hay un grupo de cirujanos y un grupo de maes¬tros de escuela todos ellos ansiosos por conocer cuánto ha cam¬biado su profesión al cabo de cien o más años. Imaginemos el des¬concierto de los cirujanos al encontrarse en el quirófano de un hospital moderno. Si bien serían capaces de reconocer que se esta¬ba llevando a cabo una operación, e incluso podrían adivinar cuál era el órgano enfermo, en la mayoría de los casos no serían capaces de hacerse una idea de cuál era el objetivo del cirujano ni de la función de los extraños instrumentos que éste y su equipo estaban utilizando. Los rituales de la asepsia y la anestesia, los agudos soni¬dos de los aparatos electrónicos y las brillantes luces, tan familia¬res para los espectadores habituales de televisión, les resultarían to¬talmente extraños.
Los maestros del pasado, por el contrario, reaccionarían de ma¬nera muy distinta a la clase de una escuela primaria moderna. Po¬siblemente se sentirían confundidos por la presencia de algunos objetos; quizá percibirían cambios en la aplicación de ciertas técnicas -y seguramente no habría acuerdo entre ellos sobre si el cam¬bio ha sido para bien o para mal-, pero es seguro que todos com¬prenderían perfectamente la finalidad de cuanto se estaba llevando a cabo y serían perfectamente capaces de encargarse de la clase. Uti¬lizo esta parábola a modo de medida, tosca pero eficaz, de la des¬proporción que existe en las diferentes facetas del cambio históri¬co. En el umbral del asombroso crecimiento de la ciencia y la tecnología de nuestro pasado más reciente, algunas áreas de la acti¬vidad humana han sufrido un megacambio. Las telecomunicaco¬nes, el ocio y el transporte, así como la medicina, se hallan entre estas áreas; la escuela permanece como notable excepción. Tam¬poco podemos decir que no se haya producido ningún cambio en cómo se educa a los estudiantes, pues es evidente que lo ha habido. Sin embargo, la parábola me brinda la oportunidad de hacer hincapié sobre algo que todos sabemos acerca de nuestro sistema edu¬cativo: sí, ha cambiado, pero no hasta tal punto que su naturaleza se haya visto sustancialmente alterada. La parábola nos plantea la siguiente pregunta: ¿por qué, en un período durante el cual hemos vivido la revolución de muchas áreas de nuestra actividad, no he¬mos presenciado un cambio comparable en la manera en que ayu¬damos a nuestros niños a aprender?
He lanzado al aire esta pregunta en numerosas situaciones, des¬de conversaciones casuales a seminarios más formales, y ante todo tipo de audiencias, desde niños que sólo llevaban algunos años en contacto con la escuela hasta profesionales de la educación con toda una vida de dedicación a la misma. Aunque las respuestas recibidas han sido tan variadas como lo podrían ser las respuestas al test de manchas de tinta de Rorschach, su distribución dista mucho de ser uniforme a lo largo de todo el espectro de posibilidades; la ma¬yoría se sitúa a un lado u otro de una gran línea divisoria.
Los que se hallan a un lado de esta línea, a los cuales llamaré Instructores, se sienten desconcertados por mi pregunta, sorpren¬didos porque les parece que estoy defendiendo la necesidad de un megacambio. Reconocen que la escuela tiene problemas (¡y, quién no los tiene hoy en día!) y se sienten muy preocupados por resol¬verlos. Pero, ¿un megacambio? ¿Qué puede querer decir eso?
Muchos se indignan. Para ellos, hablar de megacambio es como tocar la lira mientras toda Roma está ardiendo. Hoy en día, la educación se enfrenta a problemas inmediatos y urgentes. Háble¬nos de cómo podemos utilizar los ordenadores para resolver algunos de estos problemas prácticos e inmediatos que tenemos, me dicen.
En el lado opuesto de la línea están los anhelantes, quienes res¬ponden citando obstáculos para el cambio en la educación tales como los costos, la política, el inmenso poder que tienen los inte¬reses personales de los burócratas de la educación o la falta de investigaciones científicas sobre nuevas formas de aprendizaje. Estas personas no dicen “no puedo imaginarme qué es lo que usted pre¬tende”, porque ellos también han sentido el deseo de algo diferente.
Individualmente muchos anhelantes -desde padres a profeso¬res y administradores- hallan maneras de sortear la escuela, en par¬ticular cuando sienten que los problemas de la escuela afectan di¬rectamente a sus ambiciones puestas en los hijos. Algunos padres dejan a sus hijos en casa: en los Estados Unidos hay varios cientos de miles de profesores particulares. Otros se afanan por buscar es¬cuelas alternativas e incluso aúnan sus esfuerzos para crear escue¬las capaces de ofrecer dichas alternativas.
Un grupo importante de anhelantes opera como una especie de quinta columna dentro de la misma escuela: un buen núme¬ro de profesores se las arregla para crear, dentro de los límites de sus clases, oasis de aprendizaje completamente reñidos con la filo¬sofía educativa a la que se adhieren sus administradores; en algu¬nos distritos escolares, quizá aquellos en los que los anhelantes se han introducido en la administración, se ha concedido un espacio a los anhelantes, permitiendo el establecimiento de programas al¬ternativos en la escuela y dando entrada a metodologías y progra¬mas docentes que se desvían de lo establecido por las normas edu¬cativas locales.
Sin embargo, a pesar de estas múltiples manifestaciones de de¬seo de algo diferente, el poder educativo, incluida la mayor parte de su comunidad investigadora, permanece en gran medida ligado a una filosofía educativa propia de finales del siglo diecinueve y principios del veinte; hasta ahora ninguno de los que desafían es¬tas sacrosantas tradiciones ha sido capaz de minar la rigidez con que este poder controla la manera en que se enseña a los niños.
Nuestros maestros del pasado, que nada vieron en el aula mo¬derna que fueran incapaces de reconocer, se habrían llevado una sorpresa mayúscula de haber acompañado a sus casas a algunos de sus alumnos. Allí habrían visto que, con un afán y un entusiasmo que la escuela pocas veces es capaz de generar, muchos de esos estudiantes ponen gran interés en aprender las reglas y las estrategias de algo que, a primera vista parece exigir un esfuerzo mucho ma¬yor que los deberes. Los estudiantes llamarían videojuego a esta nueva materia y definirían su actividad como jugar.
Aunque en un
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