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La muerte para empezar


Enviado por   •  11 de Agosto de 2013  •  Ensayo  •  2.067 Palabras (9 Páginas)  •  403 Visitas

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3.1.-Capítulo 1: La muerte para empezar.

A los diez años Fernando Savater se dio cuenta de que la muerta es irremediablemente personal; entonces pensó: (pensar es igual a: comprender la diferencia entre aprender o repetir pensamientos ajenos y tener un pensamiento verdaderamente propio). La evidencia de la muerte no sólo le deja a uno pensativo sino que le vuelve a uno pensador. La conciencia de la muerte le hace a uno madurar. La certidumbre personal de la muerte nos humaniza., es decir, nos convierte en verdaderos humanos, en “mortales”. Para los griegos la palabra “mortal” designa la misma cosa que “humano”, ya que las plantas y los animales no eran conscientes de la muerte por tanto no eran verdaderamente mortales. No es mortal quien muere sino quien sabe que va a morir. Los auténticos vivientes somos por tanto nosotros porque sabemos que dejaremos de vivir y que precisamente en eso consiste la vida. La filosofía intenta explicar la vida y decir como vivir mejor. Platón dice: filosofar es prepararse para morir, que significa pensar sobre la vida humana que vivimos. La disposición a filosofar consiste en decidirse a tratar a los demás como si fueran también filósofos ofreciéndoles razones, escuchando las suyas y construyendo la verdad, siempre en tela de juicio, a partir del encuentro entre unas y otras. Todas las tareas y empeños de nuestra vida son formas de resistencia ante la muerte que sabemos irremediable pero siempre retardable. La muerte es realmente necesaria y resulta un prototipo mismo de lo necesario en esta vida. La muerte es personal ya que nadie puede morir por ti y porque no puedes saber lo que siente alguien en el momento de su muerte. La muerte es lo más individual y a la vez igualitario que existe (al morir cada cual es definitivamente él mismo y nadie más).Al nacer aparece en el mundo lo que nunca había existido, y al morir desaparece lo que nunca volverá a existir. La muerte no es sólo cierta sino que es también perpetuamente inminente (morirse no es sólo cosa de viejos y de enfermos, desde que empezamos a vivir ,ya estamos listos para morirnos). Aunque a veces no sea probable, la muerte es siempre posible.

La muerte sigue siendo lo más desconocido para el ser humano (creo saber lo que es morirse pero no lo que es morirme). La muerte ajena produce dolor pero la propia produce temor.

Epicuro trata de convencernos de que la muerte no es nada temible para quien reflexione sobre ella (mientras estamos nosotros no está la muerte, cuando llega la muerte dejamos de estar nosotros). Es decir, según Epicuro, lo importante es que indudablemente nos morimos pero nunca estamos muertos.

Lucrecio lo constata en unos versos y lo resume así: ni antes nos dolió no estar ni es razonable suponer que luego nos dolerá nuestra definitiva ausencia: si la muerte es no ser ya la hemos vencido una vez el día que nacimos. Lichtenberg daba la razón a Lucrecio: “nuestro estado anterior es al presente lo que el presente es al futuro”. Provenimos de un estado en el que sabíamos del presente menos que del futuro. La muerte nos hace pensar, nos convierte a la fuerza en pensadores, en seres pensantes, pero aún así no sabemos que pensar de la muerte. Según Spinoza un hombre libre piensa más que nada en la muerte, sin embargo el conocimiento obtenido de esa meditación es sobre todo de la vida (cuando la muerte nos angustia es por algo negativo, por los goces de la vida que perdemos con la muerte propia o por la perdida de seres queridos si se trata de la muerte ajena). Cuando la vemos como un alivio es también por algo negativo, por los dolores de la vida que nos ahorraría la muerte. Sea temida o querida la muerte es pura negación. La muerte sirve para hacernos pensar no sobre la muerte sino sobre la vida. La muerte, con su urgencia, ha despertado mi apetito de pensar, es decir, de querer estar realmente vivo.

3.2.-Capitulo 3: Yo adentro y afuera.

René Descartes, el gran pensador del siglo XVII, considerado el fundador de la filosofía moderna, ha sido el primero en plantearse la hipótesis de que todo lo que consideramos real pudiera ser simplemente un sueño y que las cosas que creemos percibir y los sucesos que parecen ocurrirnos fuesen solo incidentes de ese sueño. No contento con esa suposición, Descartes supuso una mucho más siniestra: quizá somos victimas de un genio maligno, haciéndonos ver, tocar y oler lo que no existe sin otro propósito que disfrutar de nuestras permanentes equivocaciones. Llamó “metódica” a su forma de dudar, trataba de encontrar un método para avanzar en el conocimiento fiable de la realidad. Su escepticismo quería ser el comienzo de una investigación, no el rechazo de cualquier forma de investigar o conocer. Después de haber examinado todas las cosas cuidadosamente, concluyó: “yo soy, yo existo”, “pienso, luego existo”. Y cuando dice “pienso”, Descartes no solo se refiere a la capacidad de razonar, sino también a dudar, equivocarse, sonar, percibir...a cuanto mentalmente ocurre o se me ocurre. Existen pensamientos, existe el existir, ¿pero...? ¿por qué llama Descartes “yo” al supuesto sujeto que sostiene esos pensamientos y esa existencia? Veo árboles, noto sensaciones, razono y calculo, deseo, siento miedo y felicidad... pero nunca percibo una cosa que pueda llamar “yo”

Cien años después de Descartes, David Hume, apunta en su “Tratado de la naturaleza humana”; por mi parte, cuando penetro lo más íntimamente en lo que llamo “yo mismo” siempre tropiezo con una u otra percepción particular, de frío o de calor, de luz o de sombra, de dolor o de placer, no puedo captar un “yo mismo” sin encontrar una percepción subjetiva y no puedo observar nada más que la percepción. Quizá la palabra “yo” no sea el nombre de una cosa pensante, o no pensante, sino una especie de localizador verbal. Quizá filosofar consista en intentar los embrollos ocasionados por el lenguaje que manejamos. Probablemente, Descartes estaba pensando en su alma. Desde luego el alma es una noción que va cargada de referencias religiosas, muy respetables e interesantes, aunque ni mucho menos tan indudables como exigía Descartes cuando

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