Resumen cuento de Jorge Irbangüengoitia y fuentes de consulta
Enviado por Jess Cortez • 5 de Agosto de 2021 • Apuntes • 4.043 Palabras (17 Páginas) • 622 Visitas
Jorge Ibargüengoitia
(Guanajuato, México, 1928 - Madrid, 1983)
CUENTO DEL CANARIO, LAS PINZAS Y LOS TRES MUERTOS
La ley de Herodes y otros cuentos (1967)
1. EL CANARIO
A PESAR DE estar a veinte metros de una calle muy transitada, durante muchos años mi casa estuvo rodeada de los terrenos selváticos que habían sido de la Compañía de Jesús y se habían convertido en basurero, excusado público, refugio de mendigos, casino de tahúres indigentes y lecho de parejas pobres o urgidas.
Los hechos que culminaron con el robo del canario son los siguientes:
Una noche estaba yo en la sala de mi casa, recostado en el sofá color tabaco, leyendo una novela, en compañía de mi señora madre, que estaba en un sillón leyendo otra novela, cuando sentí que a escasos quince centímetros de mi oreja izquierda alguien estaba escalando el muro de mi casa.
—Ha de ser un gato —dijo mi madre.
Dejé la novela a un lado, subí al segundo piso, salí a la azotea y en la oscuridad distinguí algo, que al principio me pareció efectivamente un gato y que al verlo bien se convirtió en la cabeza y los hombros de un individuo que estaba echado boca abajo en el tejado. Le toqué el hombro impacientemente:
—¡Vámonos de aquí! —le dije.
El hombre se puso de pie. Llevaba un costal vacío.
—Es que me subí a dormir aquí, porque abajo está muy húmedo el piso.
—No me importa que el piso esté húmedo. ¡Vámonos de aquí!
El hombre empezó a descolgarse por donde había subido.
—Perdóneme —me dijo.
Para reforzar mi actitud, le dije:
—¡Y dese de santos que no lo acribillo a balazos!
Era una bravata porque yo no tenía pistola. El hombre caminó entre el matorral hasta llegar al pie de un árbol.
—¿Me da permiso de dormir aquí? Llevé la bravata a extremos heroicos: —Duerma donde quiera, pero si vuelve a poner un pie en mi casa, lo sacan con los pies por delante.
Cerré las ventanas del segundo piso y regresé a la sala.
—¿Verdad que fue un gato? —preguntó mi madre.
—Sí, fue un gato.
El segundo hecho ocurrió seis meses después. Yo había dejado abiertas las ventanas de mi cuarto, que está en el segundo piso, y había salido. Mi familia, que tuvo visitas aquella noche, afirma que entre el rumor de la conversación podían oírse pasos misteriosos en el tejado. Cuando decidieron investigar qué estaba ocurriendo, vieron que alguien había vaciado mi guardarropa y se había llevado cuatro trajes viejos, pasados de moda y que me quedaban chicos, y unas veinte corbatas. Una tía mía salió corriendo a la calle a pedir auxilio y vio venir a dos hombres; uno de ellos llevaba un costal.
—¿No han visto a unos ladrones? —No, señora —le contestaron y siguieron su camino. A la mañana siguiente, envuelto en un impermeable, exploré el solar de junto y guiándome por las huellas, encontré mis corbatas abandonadas. Debo confesar que me ofendí bastante.
Tres días después de esto, mi madre, que estaba sola en la casa, oyó pasos en la azotea, salió al patio, no vio a nadie, regresó a su cuarto y encontró a un hombre con chamarra de cuero abriendo el cajón de la cómoda en donde tenía guardados catorce pesos.
— Pero ¿Qué te estás creyendo? —le dijo mi madre—. ¡Lárgate inmediatamente si no quieres que te vaya muy mal!
El hombre salió corriendo despavorido de mi casa, por la puerta principal, que le costó bastante trabajo abrir. Se robó $2.50 que estaban arriba de la cómoda.
Seis meses después, vuelvo a estar en la sala, recostado sobre el sofá color tabaco, leyendo una novela y vuelve a estar mi madre sentada en un sillón leyendo otra, vuelvo a oír que alguien escala el muro, vuelve mi madre a decir que es un gato, vuelvo a subir a la azotea, no encuentro a nadie, me doy media vuelta y descubro, atrás de la ventana por donde yo acababa de salir, unos pelos negros, tiesos y grasosos, muy mexicanos. Voy al encuentro del ladrón, para decirle que se vaya y lo veo salir de su escondite: lívido, con la cara deformada por el terror y las manos por delante. Cuando yo iba a empezar a decirle que se fuera, me cerró la boca con el puñetazo más fuerte que me han dado en mi vida. Cuando comprendí que me había golpeado, ya me había golpeado otras dos veces y estaba sangrando por la boca. Empecé a pegarle y vi cómo se le estiraba el pescuezo como si fuera un gallo. Decidí arrojarlo al patio. Le di un empujón y como yo era más pesado, lo acerqué al borde. Entonces cambié de opinión. Si se caía al patio y se rompía una pierna, ¿cómo iba a poder sacarlo de la casa? No tenía la menor intención de llamar a la policía, que me parece mucho más temible que todos los criminales de México. Mientras yo reflexionaba, él había seguido pegándome y cuando acabé de reflexionar, me caí de rodillas, casi K.O. Entonces, afortunadamente, se fue. Pegó un brinco y cayó en el solar, rompiéndose la pierna que no se había roto en el patio de mi casa. Lo vi perderse entre la maleza, salir a la calle y desaparecer arrastrando una pierna.
Entré en el baño y me miré en el espejo. Tenía la cara como la de Charles Laughton, que en paz descanse, y estaba ensangrentado. Oí que mi madre subía la escalera a toda la velocidad que le permitían sus piernas. Entró en el baño convencida de que iba a encontrar al bandido maniatado, en un rincón.
—¿Lo agarraste?
Entonces me vio la cara y me puso fomentos calientes.
Decidí no correr más riesgos. Alguien me regaló una pistola y la cargué haciendo esta reflexión: “La próxima vez que yo esté leyendo una novela y alguien escale el muro de mi casa”, me dije, “subo al segundo piso, abro la ventana, y apoyado cómodamente en el repisón, acribillo a tiros al asaltante”.
Desgraciadamente, nadie volvió a escalar el muro ni a entrar en la azotea de mi casa. El siguiente robo fue mucho más espectacular y estuvo a punto de terminar en tragedia.
Eran las tres de la tarde y había en mi casa ocho o diez personas tomando daiquiris. Yo estaba en la cocina, con una coctelera en la mano, cuando vi que un gancho de alambre entraba en el patio de servicio, descolgaba la jaula del canario predilecto de mi tía y desaparecía. Cuando me repuse de la sorpresa, corrí a mi cuarto, saqué la pistola de su escondite, corté cartucho, fui a la ventana y la abrí. A veinte metros estaba un ladrón pobrísimo, con la jaula en la mano, tratando de saltar una barda que da a la calle más transitada de Coyotlán. Apunté y apreté el gatillo.
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