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24 Horas En La Vida De Una Mujer


Enviado por   •  27 de Septiembre de 2013  •  22.449 Palabras (90 Páginas)  •  470 Visitas

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Stefan Zweig

Veinticuatro horas en la vida de una mujer

"Podrá ser una ilusión, mas quien

piensa resueltamente por encima

de lo existente y lo preexistente,

por lo menos se procura una

liber¬tad personal frente a nuestra

época insensata.”

Stefan Zweig

En Florencia, 1932

En una modesta pensión de la Rivie¬ra, donde residía, diez años antes de la guerra, estalló en la mesa una violenta discusión, que, exacerbando de pronto los ánimos, estuvo a punto de degenerar en reyerta furiosa.

La mayoría de los hombres tiene escasa imaginación. Todo lo que no los afecta de inmediato y directamente, no hiere sus sentidos, cual dura y afilada cuña, casi no logra excitarlos; mas si un día ante sus ojos acontece algo insignificante, inmedia¬tamente estallan apasionados. Entonces la apatía se convierte en frenética vehemen¬cia.

Esto ocurrió entre las personas abur¬guesadas que se sentaron a nuestra me¬sa, donde por lo común entregábamonos a pequeñas charlas insubstanciales, para separarnos en cuanto terminaba la comi¬da. El matrimonio alemán tornaba a sus paseos y a sus fotografías, el danés apacible a su aburrida pesca, la respetable dama inglesa a sus libros, el matrimonio italiano escapaba a Montecarlo y yo pe-rezosamente me hundía en una silla del jardín o volvía a mis trabajos.

Aquel día, en cambio, nos sentíamos todos poseídos de viva irritación, y cuan¬do alguno se levantaba repentinamente de la silla no lo hacía con la acostumbrada cortesía, sino con acalorados ademanes que, como dije, pronto adquirieron violen¬tas formas.

El caso que así alteró la placidez de nuestra pequeña mesa redonda era, fue¬ra de duda, muy singular. La pensión en que habitábamos ofrecía, exteriormente, el aspecto de una villa aislada. ¡Ah, cuán maravillosa era la perspectiva que se abría a nuestras miradas a través de las venta¬nas que daban sobre la playa pequeña! Pero, en realidad, sólo se trataba de una dependencia económica del gran Palace Hotel, con el que inmediatamente se co¬municaba por el jardín, de manera que vivíamos en constante relación con sus huéspedes. El día anterior se había pro¬ducido en el hotel un tremendo escándalo. En el tren de mediodía, a las doce y veinte minutos (cito exactamente la hora, pues se trata de un detalle importante para la explicación de esta historia), había llegado un joven francés, quien alquiló una habita¬ción que daba al mar; esto, de su parte, revelaba ya una desahogada posición eco¬nómica. Mas este joven no sólo resultaba atrayente por su elegancia, sino también, y muy en particular, por su belleza llena de simpatía: en su delicado y femenino rostro, el bigote rubio y sedoso acaricia¬ba los sensuales y cálidos labios; sobre la frente los cabellos obscuros, suaves y ondulados, se ensortijaban; y sus dul¬ces ojos cautivaban con la mirada. . . To¬do en él era delicado. Amable, seductor, pero sin que hubiera ni afecto ni artificio. En el 1 er. momento, observado de lejos, parecía uno de esos maniquíes de cera, rosados, echados hacia atrás, que vemos en las vidrieras de las grandes tiendas de modas; los que, empuñando un bastón de fantasía, parecen representar el ideal de la belleza masculina. Visto de cerca, des¬aparece esta primera impresión, pues -¡caso raro!- su atractivo era sencilla¬mente natural, innato, como si emanara de su propio organismo. Al pasar, a todos saludaba de manera sencilla y cordial. Resultaba, en efecto, agradable compro¬bar cómo su gracia espontánea manifes-tábase en todo momento con naturalidad. Al encaminarse una señora al guardarro¬pa, acudía solícito a recogerle el abrigo; para cada niño tenía una mirada cariñosa,

una frase amable; mostrábase como per¬sona accesible y a la vez discreta; en re-sumen, resultaba uno de esos afortunados mortales que, conscientes de que son sim¬páticos con la clara expresión de su faz y su gracia juvenil, convierten esa seguri¬dad en una nueva gracia. Entre los hués¬pedes del hotel, que en su mayoría eran personas viejas y achacosas, su presencia ejercía un saludable efecto, y con ese ím¬petu propio de la juventud, con esa agili¬dad y esa ansia de vivir de que suelen estar maravillosamente dotadas ciertas perso¬nas, captábase en forma irresistible la sim¬patía de todos. A las dos horas de su lle¬gada ya jugaba al tenis con las dos hijas del voluminoso y acaudalado fabricante de Lyon, Annette y Blanche, de doce y trece años respectivamente, mientras la madre, madame Henriette, exquisita, fina, por lo general muy retraída, contemplaba con plácida sonrisa a sus dos inexpertas hijas, tan niñas aún, en tren de flirtear inconscientemente con el desconocido. Por la noche, durante una hora, jugó con nosotros al ajedrez; nos refirió inciden¬talmente y de modo discreto unas gracio-sas anécdotas; luego, reuniéndose otra vez con madame Henriette, la acompañó en su paseo por la terraza, ejercicio al que ella se entregaba todas las noches, mien¬tras el esposo hacía su partida de dominó con unos corresponsales. Ya tarde lo ob¬servé aún en la penumbra de la oficina con la secretaria del hotel, en una charla íntima, bastante sospechosa. A la mañana siguiente acompañó a la pesca a nuestro compañero el danés, demostrando gran conocimiento sobre la materia; más tarde habló de política con el comerciante de Lyon, demostrando ser muy divertido, pues a menudo oíanse resonar las carcajadas del grueso señor. Después de la comida -es en absoluto indispensable, para la exacta comprensión del asunto, dejar con¬signada con exactitud su distribución del tiempo- estuvo sentado en el jardín aún durante una hora con madame Henriette, con la que tomó el café; a continuación jugó otra vez al tenis con las niñas, y char¬ló con el matrimonio alemán unos instan¬tes en el "hall". Hacia las seis me encon¬tré con él en la estación, cuando iba yo a dejar una carta. Vino presurosamente a mi encuentro, diciéndome, con aire de disculpa, que había sido llamado de im¬proviso, pero que volvería dentro de un par de días. A la hora de la cena realmente se le echó de menos, aunque sólo en lo referente a su persona, pues en todas las mesas no se hablaba sino de él, encomian¬do su manera de ser, tan simpática y ale¬gre. A eso de las once de la noche hallá¬bame sentado en mi habitación terminando la lectura de un libro, cuando de pronto, por la ventana abierta, en el jardín, escuché gritos y llamadas inquietas. En el ho¬tel observé desusada agitación. Alarmado, más que curioso, salvé corriendo los quin¬ce pasos que me separaban del hotel y encontré a los huéspedes y al personal de servicio presas de la mayor nerviosidad. Madame Henriette, mientras con la acos¬tumbrada

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