A ORRILLAS DEL RIO PIEDRA ME SENTE A LLORAR
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Subimos al coche y regresamos a Saint-Savin.
Yo había ansiado mucho ese momento, pero ahora que había
llegado no sabía qué decir. No conseguía hablar de la casa
en las montañas, del ritual, de los libros y discos,
de las lenguas extrañas y de las oraciones en grupo.
Él vivía en dos mundos. En algún lugar del tiempo, es
os dos mundos se fundían en uno solo, y yo necesitaba
descubrir cómo.
Pero en ese momento de nada servían las palabras. El amor se descubre mediante la práctica de amar.
— No tengo más que un jersey —dijo él cuando llegamos a la habitación—. Puedes usarlo. Mañana compra-
ré otro para mí.
— Pongamos la ropa sobre el radiador. Mañana estará
seca —respondí—. De todos modos, todavía tengo la
blusa que lavé ayer.
Por unos instantes nadie dijo nada.
Ropas. Desnudez. Frío.
Él finalmente sacó de entre sus ropas otra camiseta.
— Esto te servirá para dormir ——dijo.
— Claro —respondí.
Apagué la luz. En la oscuridad, me quité la ropa mojada,
la extendí sobre el radiador e hice girar el botón
hasta el máximo.
La claridad del farol allá fuera bastaba para que él pudi
ese ver mi silueta, saber que estaba desnuda. Me pu-
se la camiseta y me metí debajo de las mantas de mi cama.
— Te amo —le oí decir.
— Estoy aprendiendo a amarte respondí.
Él encendió un cigarrillo.
— ¿Crees que llegará el momento ideal? —preguntó.
Yo sabía de qué hablaba. Me levanté y fui a sentarme en el borde de su cama.
La brasa del cigarrillo le iluminaba el rostro de vez
en cuando. Me apretó la mano y estuvimos así unos ins-
tantes. Después le acaricié los cabellos.
— No deberías preguntar —respondí ——. El amor
no hace muchas preguntas, porque si empezamos a
pensar empezamos a tener miedo. Es un miedo inexplicabl
e, y no vale la pena intentar traducirlo en palabras.
»Puede ser el miedo al desprecio, a no ser aceptada, a quebr
ar el encanto. Parece ridículo, pero es así. Por
eso no se pregunta: se actúa. Como tú mismo has
dicho tantas veces, se corren los riesgos.
— Lo sé. Nunca había preguntado.
— Ya tienes mi corazón —respondí, fingiendo no haber oído sus palabras—. Mañana puedes partir, y recor-
daremos siempre el milagro de estos días; el
amor romántico, la posibilidad, el sueño.
»Pero creo que Dios, en Su infinita sabiduría, escondió el Infierno dentro del Paraíso. Para que estuviésemos
siempre atentos. Para no dejarnos olvidar la columna del Rigor mientras vivimos la alegría de la Misericordia.
Las manos de él tocaron con más fuerza mis cabellos.
— Aprendes rápido —dijo.
Yo estaba sorprendida de lo que acababa de decir. Pero si uno acepta que sabe, termina sabiendo de ver-
dad.
— No pienses que soy difícil —dije—. Ya he tenido mu
chos hombres. Ya he hecho el amor con personas a
las que en realidad no conocía.
— Yo también —respondió él.
Trataba de actuar con naturalidad, pero por la maner
a en que me tocaba la cabeza vi que no le había resul-
tado fácil oír mis palabras.
— Sin embargo, desde hoy por la mañana he recuperado mist
eriosamente la virginidad. No trates de enten-
der, porque sólo quien es mujer sabe lo que digo. Esto
y descubriendo de nuevo el amor. Y eso lleva tiempo.
Él me soltó los cabellos y me tocó el rostro. Yo
le besé levemente en los labios y volví a mi cama.
No lograba entender por qué actuaba de esa manera. No sabía si lo hacía para atarlo aún más o para dejarlo
en libertad.
Pero el día había sido largo. Estaba demasiado cansada para pensar.
Tuve una noche de inmensa paz. En cierto momento,
aunque seguía durmiendo, fue como si estuviese des-
pierta. Una presencia femenina me sentó en su regazo,
y era como si yo la conociese desde hacía mucho
tiempo, porque me sentía protegida y amada.
Me desperté a las siete de la mañana, muerta de calor. Recordé que había puesto la calefacción al máximo
para secar la ropa. Todavía estaba oscuro, y traté
de levantarme sin hacer ruido, para no molestarle.
Al levantarme, vi que él no estaba.
Me entró el pánico. La otra despertó inmediatamente y me dijo: «¿Ves? Fue aceptar tú y él desapareció.
Como todos los hombres.»
El pánico aumentaba cada minuto. Yo no podía perder el control. Pero la Otra no paraba de hablar.
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«Aún estoy aquí —decía—. Dejaste que el viento cambiase
de dirección, abriste la puerta y el amor está
inundando tu vida. Si procedemos con r
apidez, lograremos controlarlo.»
Yo necesitaba ser práctica. Tomar precauciones.
«Se fue —prosiguió la Otra—. Tienes que salir de este
fin del mundo. Tu vida en Zaragoza aún está intacta;
vuelve corriendo. Antes de perder lo
que conseguiste con tanto esfuerzo.»
«Él debe de tener sus motivos», pensé.
«Los hombres siempre tienen motivos —respondió la Otra—. Pero el hecho es que terminan dejando a las
mujeres.»
Entonces tengo que saber cómo vuelvo a España. El
cerebro necesita estar ocupado todo el tiempo.
«Vayamos al lado práctico: dinero», decía la Otra.
No me quedaba un céntimo. Tenía que bajar, llamar a mis
padres a cobro revertido, y esperar a que me en-
viasen dinero para un billete de regreso.
Pero es día festivo, y el dinero no llegará hasta
mañana. ¿Qué hago para comer? ¿Cómo explicar a los due-
ños de la casa que deberán esperar dos días para recibir el pago?
«Mejor no decir nada», respondió la Otra. Sí, ella tenía
experiencia, sabía lidiar con situaciones como ésta.
No era una muchacha apasionada que pierde el control, sino una mujer que siempre había sabido lo que que-
ría en la vida. Yo debía seguir allí, como si nada hubies
e pasado, como si él fuese a regresar. Y cuando llega-
se el dinero, pagaría las deudas y me marcharía.
«Muy bien —dijo la Otra—. Estás volviendo a ser la
que eras. No te pongas triste, porque un día encontrarás
a un hombre. Alguien a quien puedas amar sin riesgos.»
Fui a buscar las ropas que había puesto en el radiador.
...