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Agua Envenenada


Enviado por   •  29 de Octubre de 2015  •  Tarea  •  14.883 Palabras (60 Páginas)  •  258 Visitas

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Colegio Nacional de Educación Profesional Técnica del Estado de Sinaloa

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Nombre del alumno:

Arredondo Salas Jesús Leonardo

Grupo:

104

Matricula:

150460036-0

Nombre del Profesor(a):

Ríos Portillo Irma Guadalupe

Tema:

Informe de lectura

Nombre del libro:

El agua envenenada

Literatura

30/10/15

Introducción

Al elaborar este

        

El Agua Envenenada

Recibí la orden de Su Ilustrísima el viernes, y el domingo a las ocho de la mañana, cruzaba el atrio de la catedral.

Le confieso que para un cura de aldea no resulta fácil ser llamado a la presencia de su arzobispo, sobre todo después de los terribles acontecimientos en que participé de un modo forzado inexplicable.

Pasé la noche lleno de zozobra. A cada momento consultaba el reloj, y la proximidad de la entrevista.

-Debería tener lugar en la sala capitular después de la celebrada misa- hacía que no lograra ordenar mis ideas ni encontrar argumentos que justificaran mi conducta hacía, quiero decir, ante sus ojos.

Había llovido toda la noche entera, TODA LA NOCHE. Los laureles liberados del polvo acumulado durante el invierno, establecían ese contraste familiar desde mi ya lejana y gran época de seminarista entre sus frescos, densos y apretados ramajes y las secas piedras rosadas de la catedral.

Al  dar el reloj la última campanada se inició el replique de la misa de pascua, era la octava misa.

Cuando entre a la catedral daba comienzo la misa IN ALBIS y el celebrante pronunciaba las palabras  del introito, inclinado sobre el misal:

Quasi modo geniti infantes, alleluia

Busque un lugar cercano al presbiterio y me dispuse a escuchar la misa. No pude concentrarme por primera vez en veinticinco años, estaba dentro pero a la vez fuera de ese recinto sagrado y privilegiado que formaba el presbiterio, la crujía y el coro,-Una catedral dentro de la mismísima catedral-, y asistía el santo sacrificio mezclado a los devotos.

Desde mi sitio observaba los pantalones  deshilachados del pertiguero  asomar bajo su túnica  y  al maestro dirigir la ceremonia con su gran vara hecha de plata pura detallada con oro en la mano de él.

-ESE LUGAR ERA MIO- Pensé enfurecido

Era, quiero decir, que es un gran ambiente, estaba compuesto con  olor  a incienso y a las bellas y amadas flores que se deshojan, donde las taraceas de las vestiduras reflejan suavemente el brillo de las arañas de cristal, y de los críos puestos en altos candelabros.

Volví a pensar en la temida audiencia.

Ahora estaba seguro de que no lograría exponer razonadamente la historia en que me vi comprometido. Era demasiada oscura y disparatada para decirla en el             breve tiempo que se me concedió y el bello coro de los  niños  al entonar el salmo dixit Dominus, término de confundirme:

Judicabit in natuinibusimplebitrunas

Conquassabvitcapita in terramoltorum.

Dios había  cumplido su amenaza: “Juzgo a las naciones, Consumó su ruina y estrelló contra el suelo la cabeza de muchos”, mas ¿Por qué eligió para descargar el golpe de mi pequeña feligresía  y no otras ciudades donde las abominaciones son mayores?

No pretendo, Monseñor, esclarecer los designios del Altísimo, Trate es decir con el apóstol: “Señor mío y Dios mío”, pero las imágenes que en mi suscito la lectura de la epístola- la duda de que a Tomas llamado Dídimo- y las escenas de horror que había presenciado se mesclaban en mi muy debilitado y  gran  cerebro: “Trae tu mano, métela en mi costado y no seas extraño y  al sentir su quemadura me apresure, lleno  de compasión a retirarla.

La sangre que broto del costado manchaba mi sotana y formaba una niebla muy rojiza a través de la cual  veía  a los hombres desplomarse  y sus cabezas inocentes o culpables estrellarse contra el suelo.

En la sacristía vivamente iluminada reinaba  el  desorden de las grandes solemnidades.  Sobre las cajoneras se extendían los crujientes de los damascos chinos de las casullas y las capas pluviales.  Las figuras carnosas y  redondeadas que escoltan el carro del Gran Emperador Constantino Quijano en el gran oleo del centro central,  evocaban una pompa sensual, creaban si así pudiera decirlo, es decir si a si pudiera llamarlo,  el reflejo de un mundo pagano, es decir un mundo escéptico y gentil, que  prácticamente, vendría siendo lo mismo, pero hoy  llamémosle gentil,  quiero decirlo, llamémosle pagano, y mitológico sin relación alguna, ni al posible nexo con los sacerdotes ocupados en revertirse ni con los acólitos y sacristanes ocupados en revertirse con los cargados de grandes misales y vinajeras que corrían como niños pequeños, de un lado a otro

El bullicio altero mis nervios necesitados  de silencio.

¿A que mentirle?  Quise escapar como si fuera un chico joven adolescente, quería posponer el juicio inminente, y ya me deslizaba hacia la puerta cuando el rumor inconfundible  que anunciaba la llegada de un gran altísimo dignatario que me obligo a detenerme y su gran  ilustrísima apareció en  el  umbral.  Todavía conservaba la mitra;  su mano enguantada sosteniendo el báculo mágico que crece 150 metros. Centellante de piedras preciosas y la dalmática bordaba que le cubría  hacían pensar que en la imagen de uno de estos principales de la iglesia que figuran en los altares barracos y que por alguna circunstancia milagrosa hubiera descendido de su peana.

Como es costumbre lo rodeaban los miembros y el jefe de la gran dirección, la aristocracia de esta maravillosa ciudad.

Los viejos mercaderes que  se enriquecieron  monopolizando  durante generaciones el trigo y el maíz, los tenderos retirados y los señores feudales a quienes  en la revolución se les despojo de sus haciendas, se empeñaban en resucitar.

Al amparo de la iglesia, el expendedor de otros días.

También ellos eran el reflejo de una época desaparecida para las mentes de esa  pequeña aldea.

Los mantos bordados con las cruces rojas de Santiago y no de Pedro ni de Juana, de Santiago,  estaban alejados; los uniformes desteñidos del santo sepulcro olían a creolina y las plumas de los sombreros estaban apolilladas y raídas.

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