Amores Que Matan
Enviado por paulinasmiler • 7 de Septiembre de 2013 • 22.335 Palabras (90 Páginas) • 567 Visitas
• ¡Esa niña es mía! ■Hizo girar furiosamente el mapamundi. ¿Qué derecho tenía esa extraña a irrumpir así en su vida y en la de su papá? Porque eso era, una extraña. Mali, Níger, Chad, Sudán, Zaire, Zambia. Los nombres de los países africanos eran muy difíciles y la prueba de- geografía, mañana. Cluj. ¿Dónde quedaba Cluj? ¿Y a ella qué le importaba? No era eso lo que iban a tomarle. Sus ojos subieron hasta Europa. Cluj quedaba en Rumania. Su papá se lo había dicho. Exactamente en la tierra de Drácula, en Transilvania. Próxima a la antigua Yugoslavia que hoy se desangraba en la más cruel de las guerras. La prueba. ¡La prueba! Camerún. Gabón. Brazzaville. Se los olvidaría. Estaba segura. Su papá le había dicho que lo pensara muy bien, que era ella quientenía que decidirlo. Ni un cuatro lograría sacarse. Mala suerte. El mapamundi quedó girando todavía, cuando cerró la puerta de un golpe. Las veredas estaban cubiertas de hojas amarillas. El aire ciéla tarde era fresco. Irina pedaleaba lentamente buscando despejarse. No entendía lo que le pasaba. Esa rara mezcla de rabia, impotencia, ganas de llorar y, al mismo tiempo, curiosidad. ¡Todo por 3
• 4. culpa de esa extraña! En dos días su vida había cambiado totalmente. Desde la llegada de la carta. «No quiero irme de este mundo sin haberla conocido», esa línea escrita con una caligrafía nerviosa y menuda se dibujó en su memoria.—¿Hubieras preferido que no te dijera nada? —le había preguntado su papá. No, claro que no. No se lo habría perdonado. Confiaba en él ciegamente. Jamás le había fallado. Era «lo más». La madre la había abandonado cuando ella tenía unos pocos meses. Y nunca, nunca hasta la maldita carta, Irina había vuelto asaber de ella.—¿Tomaste una decisión, hija? —la interrogó su papámirándola a los ojos—. Sé que es difícil pero tienes quehacerlo.—¡No quiero ir! —respondió ella, llena de rabia.—Entiendo lo que sientes. Pero no me gustaría que el rencorte haga decidir algo irremediable —dijo él suavemente.—Ha vivido todos estos años sin mí. ¿Por qué quiereconocerme ahora? —insistió al borde del llanto.—Tal vez porque es su última oportunidad. ¿Y tú no tienesacaso preguntas para hacerle? Preguntas que, de otro modo,quedarán para siempre sin respuesta.—Tengo prueba de geografía mañana, papá. Y te aseguro queesas preguntas sí van a quedar sin respuesta —concluyó Irinaincorporándose y dando por terminado el tema.Guinea, Mauritania, Namibia. Ninguno de esos nombres leresultaba tan lejano ni ajeno como Cluj, el lugar donde sumadre agonizaba. Era inútil. No podía concentrarse. Prendióel televisor. El noticiero mostraba imágenes de esa guerra 4
• 5. lejana: niños que abandonaban su casa se despedían,desolados, de sus padres. En la pantalla, una mujer envueltaen una capa avanzó hacia Irina extendiendo la mano.—Irina, Irina —le oyó decir—. No quiero irme de este mundo sinhaberte conocido.Se echó a temblar, aterrorizada. «Éste es el sabor, el sabor delencuentro, por qué dejarlo pasar», el jingle que siguió a lasnoticias le sonó como una broma macabra.—Fue tu imaginación —le dijo su padre cuando le contó losucedido—. Esto te afecta más de lo que puedes darte cuenta.Por eso, y a pesar de la cercanía de Cluj a la zona de guerra,quiero que vayas. Para que los fantasmas no te persigandurante toda la vida.Y luego, abrazándola muy fuerte, agregó:—Además, cuando te vaya a buscar podemos aprovecharpara pasar juntos unos días en París y en Londres.—¡Sí! —gritó Irina llena de entusiasmo—. ¡Eso es lo que másme gusta! Pero tienes que prometerme que no solo vamos avisitar museos. ¡Debe haber una ropa tan linda!—Mujeres, mujeres —dijo Julio suspirando cómicamente.Y padre e hija se quedaron charlando, haciendo planes ysoñando con itinerarios felices.—Madame y Monsieur Vivoida son muy tradicionales.Mantienen las antiguas costumbres en muchos aspectos desu vida —dijo el cochero, en perfecto francés, en respuesta asu muda sorpresa.Irina no podía creer lo que le estaba pasando. En la época del 5
• 6. fax, de la computadora, resultaba que esa mujer vivía comoen la antigüedad. Mientras, el carruaje tirado por seismagníficos caballos negros avanzaba velozmente hacia elpasado. Atravesaron campos plenos de verdes, de videscargadas de uvas, de animales que pastaban y campesinosque trabajaban en la cosecha.De pronto, el paisaje comenzó a sufrir una raratransformación. La campiña se puso yerma. La vegetacióntomó formas grises y retorcidas. Hasta el aliento pesado delverano se congeló.—¡Estamos llegando! —anunció el cochero.Entonces Irina vio surgir, como si acabaran de dibujarla, lasilueta fanstasmagórica del castillo 6
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• 8. de los Vivoida. Sintió frío. Y desasosiego. ¡Ojalá supapá estuviera allí! Una mano se tendió para ayu-darla a descender.Conducida por una criada silenciosa, atravesó eljardín ceniciento y el patio interminable hasta llegara una sala cuyas paredes estaban cubiertas deretratos. Lé llamó la atención el parecido de loshombres: un mismo rostro pálido, la misma fríamirada. Por la escalera de caracol subió hasta losaposentos de su madre. Se sentía sofocada cuandopenetró en la habitación.—Irina, Irina —oyó una voz pronunciar dulcemente sunombre antes de ver a la que hablaba. Cuando susojos se acostumbraron a la penumbra, pudoobservar a una mujer pálida, de rostro ajado, queapoyaba sobre su pecho unas manos blancas ydelgadas.—Acércate, hijita, por favor —la oyó decir en un malcastellano.—¡¿Hijita?! ¡¿Con qué derecho me llamas hijita?!—tuvo ganas de gritarle.Con un gesto, Sonia le indicó que se sentara a sulado, la tomó de las manos. Un frío de muerte subiópor el cuerpo de Irina. Instintivamente, se apartó.Ahora, madre e hija se miraron de frente. En lamujer, la enfermedad había hecho estragos.—Estoy feliz de que estés aquí —musitó Sonia antesde cerrar los ojos. Irina creyó que su madre habíamuerto. Asustada, gritó. La silenciosacriada que la había conducido hasta allí reapareció 8
• 9. de la nada y, con un gesto, le pidió tranquilidad: sumadre solo estaba dormida.El resto de la tarde, Irina, colmada de emocionescontradictorias, vagó por el castillo. En la sala, sedetuvo a observar los retratos que habían llamadosu atención. Eran los antepasados del condeVivoida. Todos como calcados el uno del otro. Volvióa atravesar el inmenso patio y se encontró con lashabitaciones dedicadas a los oficios domésticos:gente muda —que parecía no verla ni oírla—trajinaba amasando el pan, hilando en antiguos te-lares, repujando el cuero de los arreos. ¿Era real loque estaba viendo o, sin darse cuenta, se había me-tido en una película antigua?Al anochecer, en un salón iluminado con velas, lesirvieron la cena: una carne desconocida,acompañada
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