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Autoevaluacion Docente


Enviado por   •  7 de Diciembre de 2012  •  425 Palabras (2 Páginas)  •  465 Visitas

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LAS CIUDADES Y LOS SIGNOS. 4

De todos los cambios de lengua que debe enfrentar el viajero en tierras lejanas,

ninguno iguala al que le espera en la ciudad de Ipazia, porque no se refiere a las

palabras sino a las cosas. Entré en Ipazia una mañana, un jardín de magnolias se

espejeaba en lagunas azules, yo andaba entre los setos seguro de descubrir bellas y

jóvenes damas bañándose: pero en el fondo del agua los cangrejos mordían los ojos

de los suicidas con la piedra sujeta al cuello y los cabellos verdes de algas.

Me sentí defraudado y quise pedir justicia al sultán. Subí las escalinatas de

pórfido del palacio de las cúpulas mas altas, atravesé seis patios de mayólica con

surtidores. La sala del medio estaba cerrada con rejas: los forzados con negras

cadenas al pie izaban rocas de basalto de una cantera que se abre bajo tierra.

No me quedaba sino interrogar a los filósofos. Entre en la gran biblioteca, me

perdí entre anaqueles que se derrumbaban bajo las encuadernaciones de pergamino,

seguí el orden alfabético de alfabetos desaparecidos, subí y bajé por corredores,

escalerillas y puentes. En el mas remoto gabinete de los papiros, en una nube de

humo, se me aparecieron los ojos atontados de un adolescente tendido en una estera,

que no quitaba los labios de una pipa de opio.

--¿Donde esta el sabio? --El fumador señaló fuera de la ventana. Era un jardín

con juegos infantiles: los bolos, el columpio, la peonza. El filósofo estaba sentado en

la hierba. Dijo:

--Los signos forman una lengua, pero no la que crees conocer.

Comprendí que debía liberarme de las imágenes que hasta entonces me

habían anunciado las cosas que buscaba: sólo entonces lograría entender el lenguaje

de Ipazia.

Ahora, basta que oiga relinchar los caballos y restallar las fustas para que me

asalte un ansia amorosa: en Ipazia tienes que entrar en las caballerizas y en los

picaderos para ver a las hermosas mujeres que montan a caballo con los muslos

desnudos y la caña de las botas sobre las pantorrillas, y apenas se acerca un joven

extranjero, lo tumban sobre montones de heno o de aserrín y lo aprietan con duros

pezones.

Y cuando mi ánimo no busca otro alimento y estímulo que la música, sé que

hay que buscarla en los cementerios: los intérpretes se esconden en las tumbas; de

una fosa a la otra se responden trinos de flautas, acordes de arpas.

Claro que también en Ipazia llegará el día en que mi único deseo será partir.

Se que no tendré que bajar al puerto sino subir al pináculo mas alto de la fortaleza y

esperar que una nave pase por allá arriba. ¿Pero pasará alguna vez? No hay lenguaje

sin engaño.

...

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