De La Tierra A La Luna
Enviado por tkchi • 4 de Diciembre de 2011 • 10.354 Palabras (42 Páginas) • 915 Visitas
Julio Verne
De la Tierra a la Luna
I
El Gun-Club
Durante la guerra de Secesión de los Estados Unidos, se estableció en Baltimore, ciudad del Estado de Maryland, una nueva sociedad de mucha influencia. Conocida es la energía con que el instinto militar se desenvolvió en aquel pueblo de armadores, mercaderes y fabricantes Simples comerciantes y tenderos abandonaron su despacho y su mostrador para improvisarse capitanes, coroneles y hasta generales sin haber visto las aulas de West Point,(1) y no tardaron en rivalizar dignamente en el arte de la guerra con sus colegas del antiguo continente, alcanzando victorias, lo mismo que éstos, a fuerza de prodigar balas, millones y hombres.
1. Academia militar de los Estados Unidos.
No es extraño. Los yanquis no tienen rivales en el mundo como mecánicos, y nacen ingenieros como los italianos nacen músicos y los alemanes metafísicos. Era, además, natural que aplicasen a la ciencia de la balística su natural ingenio y su característica audacia. Así se explican aquellos cañones gigantescos, mucho menos útiles que las máquinas de coser, pero no menos admirables y mucho más admirados. Conocidas son en este género las maravillas de Parrot, de Dahlgreen y de Rodman. Los Armstrong, los Pallisier y los Treuille de Beaulieu tuvieron que reconocer su inferioridad delante de sus rivales ultramarinos.
Y cuando a un americano se le mete una idea en la cabeza, nunca falta otro americano que le ayude a realizarla. Con sólo que sean tres, eligen un presidente y dos secretarios. Si llegan a cuatro, nombran un archivero, y la sociedad funciona. Siendo cinco se convocan en asamblea general, y la sociedad queda definitivamente constituida. Así sucedió en Baltimore. El primero que inventó un nuevo cañón se asoció con el primero que lo fundió y el primero que lo taladró. Tal fue el núcleo del Gun-Club.(1)
1. Cañón Club.
A todo el que quería entrar en la sociedad se le imponía la condición, sine qua non, de haber ideado o por to menos perfeccionado un nuevo cañón, o, a falta de cañón, un arma de fuego cualquiera.
Las máquinas de guerra tomaron proporciones colosales, y los proyectiles, traspasando los límites permitidos, fueron a mutilar horriblemente a más de cuatro inofensivos transeúntes. Todas aquellas invenciones hacían parecer poca cosa a los tímidos instrumentos de la artillería europea.
En otro tiempo, una bala del treinta y seis, a la distancia de 300 pies, atravesaba treinta y seis caballos cogidos de flanco y setenta y ocho hombres. La balística se hallaba en mantillas. Desde entonces los proyectiles han ganado mucho terreno.
II
Comunicación del presidente Barbicane
El 5 de octubre, a las ocho de la noche, una multitud compacta se apiñaba en los salones del Gun-Club, 21, Union Square. Todos los miembros de la sociedad residentes en Baltimore habían acudido a la cita de su presidente.
En cuanto a los socios correspondientes, los trenes los depositaban a centenares en las estaciones de la ciudad, sin que por mucha que fuese la capacidad del salón de sesiones, cupiesen todos en ella. Así es que aquel concurso de sabios refluía en las salas próximas, en los corredores y hasta en los vestiíbulos exteriores, donde se condensaba un gentío inmenso que deseaba con ansia conocer la importante comunicación del presidente Barbicane. Los unos empujaban a los otros, y mutuamente se atropellaban y aplastaban con esa libertad de acción característica de los pueblos educados en las ideas democráticas.
Un extranjero que se hubiese hallado aquella noche en Baltimore no hubiera conseguido a fuerza de oro penetrar en el gran salón, exclusivamente reservado a los miembros residentes o correspondientes, sin que nadie más pudiera ocupar en él puesto alguno; así es que los notables de la ciudad, los magistrados del consejo y la gente selecta habían tenido que mezclarse con la turba de sus admiradores para coger al vuelo las noticias del interior.
La inmensa sala ofrecía a las miradas un curioso espectáculo. Aquel vasto local estaba maravillosamente adecuado a su destino. Altas columnas, formadas de cañones sobrepuestos que tenían por pedestal grandes morteros, sostenían la esbelta armazón de la bóveda, verdadero encaje de hierro fundido admirablemente recortado. Panoplias de trabucos, retacos, arcabuces, carabinas y de todas las armas de fuego antiguas y modernas cubrían las paredes entrelazándose de una manera pintoresca. La llama del gas brotaba profusamente de un millar de revólveres dispuestos en forma de lámparas, completando tan espléndido alumbrado arañas de pistolas y candelabros formados de fusiles artísticamente reunidos. Los modelos de cañones, las muestras de bronce, los blancos acribillados a balazos, las planchas destruidas por el choque de las balas del Gun-Club, el surtido de baquetones y escobillones, los rosarios de bombas, los collares de proyectiles, las guirnaldas de granadas, en una palabra, todos los útiles del artillero fascinaban por su asombrosa disposición y hacían presumir que su verdadero destino era más decorativo que mortífero.
En el puesto de preferencia, detrás de una espléndida vidriera, se veía un pedazo de recámara rota y torcida por el efecto de la pólvora, preciosa reliquia del cañón de J. T. Maston.
El presidente, con dos secretarios a cada lado, ocupaba en uno de los extremos del salón un ancho espacio entarimado. Su sillón, levantado sobre una cureña laboriosamente tallada, afectaba en su conjunto las robustas formas de un mortero de treinta y dos pulgadas, apuntando en ángulo de 90°, y estaba suspendido de dos quicios que permitían al presidente columpiarse como en una mecedora, que tan cómoda es en verano para dormir la siesta. Sobre la mesa, que era una gran plancha de hierro sostenida por seis obuses, se veía un tintero de exquisito gusto, hecho de una bala de cañón admirablemente cincelada, y un timbre que se disparaba estrepitosamente como un revólver. Durante las discusiones acaloradas, esta campanilla de nuevo género bastaba apenas para dominar la voz de aquella legión de artilleros sobreexcitados.
Delante de la mesa presidencial, los bancos, colocados de modo que formaban eses como las circunvalaciones de una trinchera, constituían una serie de parapetos del Gun-Club, y bien puede decirse que aquella noche había gente hasta en las trincheras. El presidente era bastante conocido para que nadie pudiese ignorar que no hubiera molestado a sus colegas sin un motivo sumamente grave.
Impey Barbicane era un hombre de unos cuarenta años, sereno, frío, austero, de un carácter esencialmente formal y reconcentrado; exacto como un cronómetro, de un temperamento a toda prueba, de una resolución inquebrantable. Poco caballeresco,
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