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Desarrollo Familia


Enviado por   •  21 de Agosto de 2014  •  4.053 Palabras (17 Páginas)  •  236 Visitas

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Infokrisis.- La Europa de hoy es altamente tributaria del mundo clásico. Tanto es así que algunos pensamos que la solución para el Viejo Continente es combinar los adelantos científicos más avanzados nacidos del genio de Europa con la tradición más ancestral. Y esta es la herencia clásica.

Por que fue aquí, en la sagrada tierra de Europa, donde nació la democracia, el pensamiento científico y todo aquello por lo que hoy vale la pena vivir e incluso sacrificarse. Y fue también en el mundo clásico donde nació una concepción de la familia que merece ser recuperada. Nuestro guía en esta etapa va a ser el brillante Foustel de Coulanges y su no superada y más que centenaria obra “La Ciudad Antigua”.

Explica Foustel que si nos trasladamos con la imaginación al mundo clásico encontraremos en cada casa un altar y en derredor del altar una familia congregada. La familia tiene conciencia de sí misma gracias a la memoria de sus ancestros. Si careciera de ancestros, ni siquiera existiría. Los vivos y los muertos están unidos en torno a este altar y no lejos de él, siempre cerca de la casa, se encuentra la tumba de los antepasados, la que Foustel denomina “la segunda mansión de la familia”. Y añade: “allí reposan en común varias generaciones de antepasados: la muerte no los ha separado. Permanecen agrupados en esta segunda existencia y continúan formando una familia indisoluble”. Por que lo que une a los miembros de la familia antigua es la religión del hogar y de los antepasados, sin duda la mejor y la más realista de todas las religiones. Resulta difícil que la presencia de un dios, ignoto e improbable, condicione nuestro comportamiento cotidiano, pero la fidelidad a los ancestros, a los de nuestra sangre, de nuestro linaje, a los que nos precedieron y de los que somos últimos vástagos, eso si que tiene fuerza de compromiso.

La familia antigua tenía su altar en el hogar. Hogar, religión, familia, eran lo mismo. Es por eso mismo que Foustel puede decir con justicia: “Una familia era un grupo de personas a quienes la religión permitía invocar el mismo hogar y ofrecer la comida fúnebre a los mismos antepasados”. El fundamento de la familia era religioso y cultual. Separándose de la familia, el individuo quedaba al margen de la sociedad; espiritualmente era un desahuciado por que jamás su memoria sería venerada por los miembros de su familia. La idea era que al morir, el hombre clásico perdía su cuerpo físico, pero una entidad más profunda seguía acompañando a los miembros de su familia y se manifestaba a través del fuego sagrado del hogar situado en el altar del culto doméstico. Además, las familias patricias romanas podían establecer con toda precisión el origen de su linaje en algún dios o héroe de la mitología clásica: Hércules, Agamenón, Aquiles, Marte, etc. Y había que ser fiel al linaje de los ancestros por que ellos eran dioses.

Cada culto doméstico era diferente y particular al resto. Cuando una joven perteneciente a una familia determinaba se enamoraba de un joven de otra familia y terminaba casándose con él, no se trataba sólo de una boda con consecuencias sobre la herencia, la dote, la descendencia, etc. sino que afectaba sobre todo al culto doméstico. Abandonar el hogar paterno y construir otro con el esposo, equivalía a convertirse a otra religión: de ahí la importancia del matrimonio y la gravedad de la elección. Por eso los antiguos llamaban al matrimonio “ceremonia sagrada”.

La boda, si es que así puede llamarse, constaba de tres episodios: el primero transcurría en el hogar del padre, el tercero en el hogar del marido y el segundo era el tránsito de uno a otro. Inicialmente el padre de la novia, en su hogar ofrecía un sacrificio a los ancestros y declaraba que entregaba a su hija al novio. Solamente si el padre accedía a que su hija se desligara del culto doméstico, el matrimonio era considerado válido. Para entrar en la nueva religión doméstica, debía, previamente, abandonar la antigua. La segunda fase era una ceremonia iniciática que equivalía a un rapto: no en vano, el marido cogía entre sus brazos a la novia y entraba así en el nuevo hogar. Las amigas de la novia y ella misma debían gritar y realizar un simulacro de resistencia, aunque, claro, ninguna aspiraba a que el “rapto” fracasara. Ya en el hogar, el esposo colocaba a la esposa en presencia de la divinidad doméstica. La rociaba con agua lustral y tocaba el fuego sagrado. Rezaban unas oraciones y comían juntos una torta de pan, frutas y vino. Las tres fases se llamaban: tradition, deductio in domun y confarreatio. La fórmula romana: “Nuptiae sunt divini juris et humani communicatio” implicaba que la mujer había entrado a formar parte de la religión del marido.

Así concebían nuestros ancestros –todos los hijos de la Vieja Europa somos, así mismo, hijos del mundo clásico- la unión de un hombre y una mujer con vistas a formar una familia. Foustel, por eso concluye: “La institución del matrimonio sagrado debe ser tan antigua en la raza indoeuropea como la religión doméstica, pues la una va unida a la otra. Esta religión ha enseñado al hombre que la unión conyugal es algo más que una relación de sexos y un afecto pasajero, pues ha unido a dos esposos con los poderosos lazos del mismo culto y de las mismas creencias”.

El matrimonio era, por todo ello, sagrado e indisoluble. No eran unos pacatos estos romanos que concedían el divorcio civil con una gran facilidad... el civil, por que el matrimonio religioso no se disolvía por el equivalente al tribunal romano de la Rota, sino que se precisaba otra ceremonia sagrada: “Solo –dice Foustel- la religión podía separar lo que la religión había unido”.

Luego estaba la cuestión de los hijos. Cada romano y cada griego tenían el máximo interés en dejar un hijo tras de sí, por que gracias a ellos dependía su propia inmortalidad. Es más: tener hijos era uno de los deberes para con los antepasados, pues su dicha podía durar lo que durase la familia. En el mundo indo-europeo el primer hijo recién nacido se llamaba “el hijo del deber”, los demás eran hijos del amor, de la pasión o de los efectos de la noche al claro de luna llena. Pero el indo-europeo debía ante todo cumplir con su deber engendrando el vástago que supondría la posibilidad de prolongar el linaje. Por que el matrimonio era poco menos que obligatorio. Fustel cuenta que Dionisio de Halicarnaso había visto en los viejos anales de Roma una ley que prescribía el matrimonio de los jóvenes. Alabada sea aquella ley y maldito el tiempo futuro que la perdió. Cicerón en sus comentarios sobre la ley romana dice que proscribía el celibato. Y Fustel colige de todo esto que “el hombre no se pertenecía, sino que pertenecía a la familia”.

Del concepto de familia (como agrupación de los

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