El Ahogado Mas Hermoso Del Mundo, Gabriel García Marquez , Cuento Completo.
Enviado por malpica16 • 2 de Junio de 2013 • 2.115 Palabras (9 Páginas) • 870 Visitas
12:36 pm
Gabriel García Márquez
(Aracata, Colombia 1928—)
EL AHOGADO MAS HERMOSO DEL MUNDO
LOS PRIMEROS NIÑOS que vieron el
promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por
el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco
enemigo. Después vieron que no llevaba banderas
ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena.
Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron
los matorrales de sargazos, los filamentos de
medusas y los restos de cardúmenes y naufragios
que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron
que era un ahogado.
Habían jugado con él toda la tarde,
enterrándolo y desenterrándolo en la arena,
cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz
de alarma en el pueblo. Los hombres que lo
cargaron hasta la casa más próxima notaron que
pesaba más que todos los muertos conocidos,
casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal
vez había estado demasiado tiempo a la deriva y
el agua se le había metido dentro de los huesos.
Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había
sido mucho más grande que todos los hombres,
pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron
que tal vez la facultad de seguir creciendo
después de la muerte estaba en la naturaleza de
ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la
forma permitía suponer que era el cadáver de un
ser humano, porque su piel estaba revestida de
una coraza de rémora y de lodo.
No tuvieron que limpiarle la cara para saber
que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas
unas veinte casas de tablas, con patios de piedras
sin flores, desperdigadas en el extremo de un
cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las
madres andaban siempre con el temor de que el
viento se llevara a los niños, y a los muertos que
les iban causando los años tenían que tirarlos en
los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo,
y todos los hombres cabían en siete botes. Así
que cuando se encontraron el ahogado les bastó
con mirarse los unos a los otros para darse cuenta
de que estaban completos.
Aquella noche no salieron a trabajar en el
mar. Mientras los hombres averiguaban si no
faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres
se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el
lodo con tapones de esparto, le desenredaron del
cabello los abrojos submarinos y le rasparon la
rémora con fierros de desescamar pescados. A
medida que lo hacían, notaron que su vegetación
era de océanos remotos y de aguas profundas, y
que sus ropas estaban en piitrafas, como si
hubiera navegado por entre laberintos de corales.
Notaron también que sobrellevaba la muerte con
altivez, pues no tenía el semblante solitario de los
otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura
sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales.
Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo
tuvieron conciencia de la clase de hombre que
era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo
era el más alto, el más fuerte, el más viril y el
mejor armado que habían visto jamás, sino que
todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en
la imaginación.
No encontraron en el pueblo una cama
bastante grande para tenderio ni una mesa
bastante sólida para velarlo. No le vinieron los
pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni
las camisas dominicales de los más corpulentos,
ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por
su desproporción y su hermosura, las mujeres
decidieron entonces hacerle unos pantalones con
un pedazo de vela cangreja, y una camisa de
bramante de novia, para que pudiera continuar
su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas
en círculo, contemplando el cadáver entre
puntada y puntada, les parecía que el viento no
había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había
estado nunca tan ansioso como aquella noche, y
suponían que esos cambios tenían algo que ver
con el muerto. Pensaban que si aquel hombre
magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa
habría tenido las puertas más anchas, el techo
más alto y el piso más firme, y el bastidor de su
cama habría sido de cuadernas maestras con
pernos de hierro, y su mujer habría sido la más
feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad
que hubiera sacado los peces del mar con sólo
llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto
empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar
manantiales de entre las piedras más áridas y
hubiera podido sembrar flores en los acantilados.
Lo compararon en secreto con sus propios
hombres, pensando que no serían capaces de
hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de
hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos
en el fondo de sus corazones como los seres más
escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban
extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando
la más vieja de las mujeres, que por ser la más
vieja había contemplado al ahogado con menos
pasión que compasión, suspiró:
—Tiene cara de llamarse Esteban.
Era verdad. A la mayoría le bastó con
mirarlo otra vez para comprender que no podía
tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran
las más jovenes, se mantuvieron con la ilusión de
que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con
unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro.
Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso,
los pantalones mal cortados y peor cosidos le
quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su
corazón hacían saltar los botones de la camisa.
Después de la media noche se adelgazaron los
silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del
miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas:
era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido,
las que lo habían peinado, las que le habían
cortado las uñas y raspado la barba no pudieron
reprimir un estremecimiento de compasión
cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado
por los suelos. Fue entonces cuando
comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz
...