El Pelele
Enviado por camoo123 • 23 de Abril de 2014 • 673 Palabras (3 Páginas) • 273 Visitas
El Pelele huyó por las calles intestinales, estrechas y retorcidas de los suburbios de la
ciudad, sin turbar con sus gritos desaforados la respiración del cielo ni el sueño de los
habitantes, iguales en el espejo de la muerte, como desiguales en la lucha que reanudarían al
salir el sol; unos sin lo necesario, obligados a trabajar para ganarse el pan, y otros con lo
superfluo en la privilegiada industria del ocio: amigos del Señor Presidente, propietarios de
casas —cuarenta casas, cincuenta casas—, prestamistas de dinero al nueve, nueve y medio y
diez por ciento mensual, funcionarios con siete y ocho empleos públicos, explotadores de
concesiones, montepíos, títulos profesionales, casas de juego, patios de gallos, indios, fábricas
de aguardiente, prostíbulos, tabernas y periódicos subvencionados.
La sanguaza del amanecer teñía los bordes del embudo que las montañas formaban a la
ciudad regadita como caspa en la campiña. Por las calles, subterráneos en la sombra, pasaban
los primeros artesanos para su trabajo, seguidos horas más tarde por los oficinistas,
dependientes, artesanos y colegiales, y a eso de las once, ya el sol alto, por los señorones que
salían a pasear el desayuno para hacerse el hambre del almuerzo o a visitar a un amigo
influyente para comprar en compañía, a los maestros hambrientos, los recibos de sus sueldos
atrasados por la mitad de su valor. En sombra subterránea todavía las calles, turbaba el
silencio con ruido de tuzas el fustán almidonado de la hija del pueblo, que no se daba tregua
en sus amaños para sostener a su familia —marranera, mantequera, regatona, cholojera— y
la que muy de mañana se levantaba a hacer la cacha; y cuando la claridad se diluía entre
rosada y blanca como flor de begonia, los pasitos de la empleada cenceña, vista de menos por
las damas encopetadas que salían de sus habitaciones ya caliente el sol a desperezarse a los
corredores, a contar sus sueños a las criadas, a juzgar a la gente que pasaba, a sobar al gato, a
leer el periódico o a mirarse en el espejo.
Medio en la realidad, medio en el sueño, corría el Pelele perseguido por los perros y por
los clavos de una lluvia fina. Corría sin rumbo fijo, despavorido, con la boca abierta, la lengua
fuera, enflecada de mocos, la respiración acezosa y los brazos en alto. A sus costados pasaban
puertas y puertas y puertas y ventanas y puertas y ventanas... De repente se paraba, con las
manos sobre la cara, defendiéndose de los postes del telégrafo, pero al cerciorarse de que los
palos eran inofensivos se carcajeaba y seguía adelante, como el que escapa de una prisión
cuyos muros de niebla a más correr, más se alejan.
En
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