El Perfume
Enviado por 2783 • 6 de Noviembre de 2012 • 521 Palabras (3 Páginas) • 334 Visitas
En el siglo Xviii vivió en Francia uno de los hombres más geniales y abominables de una época en que no
escasearon los hombres abominables y geniales. Aquí relataremos su historia. Se llamaba Jean-Baptiste
Grenouille y si su nombre, a diferencia del de otros monstruos geniales como De Sade, Saint-Just, Fouchè
Napoleón, etcétera, ha caído en el olvido, no se debe en modo alguno a que Grenouille fuera a la zaga de estos
hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio por sus semejantes, inmoralidad, en una palabra,
impiedad, sino a que su genio y su única ambición se limitaban a un terreno que no deja huellas en la historia:
al efímero mundo de los olores.
En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las
calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a
madera podrida y excrementos de rata, las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin
ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al
penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre, las curtidurías, a lejías cáusticas, los
mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban
los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a
leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se
respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba como el clérigo, el oficial de
artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, si, incluso el rey apestaba como un animal
carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo Xviii aún no
se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana, ni
creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada
de algún hedor.
Y, como es natural, el hedor alcanzaba sus máximas proporciones en París, porque París era la mayor ciudad
de Francia. Y dentro de París había un lugar donde el hedor se convertía en infernal, entre la Rue aux Fers y la
Rue de la Ferronnerie, o sea, el Cimetiére des Innocents. Durante ochocientos años se había llevado allí a los
muertos del hospital H4tel- Dieu y de las parroquias vecinas, durante ochocientos años, carretas con docenas
de cadáveres habían vaciado su carga día tras día en largas fosas y durante ochocientos años se habían ido
acumulando los huesos en osarios y sepulturas. Hasta que llegó
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