El Tren De La Vida
Enviado por 2572012 • 2 de Noviembre de 2012 • 2.242 Palabras (9 Páginas) • 551 Visitas
Diciembre de mil novecientos noventa y dos. Era una tarde fría... Un profundo silencio invadía el vestíbulo de la sexta planta del Hospital General de Sevilla. Contrastaba el frío del exterior con el calor sofocante producido por la calefacción.
Siempre me habían producido una extraña sensación de claustrofobia las reducidas dimensiones de las habitaciones de hospital. Por eso, mientras mi madre descansaba, decidí salir a fumarme un cigarro. Abstraído en mis pensamientos, ignoraba todo lo que ocurría a mi alrededor. Hacía cinco días que mi madre había ingresado en este recinto sanitario, aquejada de una extraña infección en la sangre.
Recuerdo perfectamente la impactante sensación que recibí el día de su ingreso. Lo que más me llamó la atención fue el rótulo que coronaba una doble puerta cerrada a cal y canto: “ALA DE INFECCIOSOS”. Pero, sobre todo, el que estuviera cerrada. Parecía una premonición de lo que, poco a poco, iría descubriendo sobre aquel tipo de enfermos. Un insistente pensamiento martilleaba mi cerebro: “ ¡Mi madre, cohabitando con toxicómanos, prostitutas, sidosos...!
Un ronco pitido me devolvía, momentáneamente, a la realidad. Instintivamente, mi mano derecha acarició suavemente el envahecido cristal del ventanal, dejando ver nítidamente, el perfil de un tren que entraba en el apeadero de la Ciudad Sanitaria.
La visión de aquel tren me transportó en el pensamiento a una niñez, por cierto, bastante introvertida y problemática. El recuerdo de mi abuelo, y de un paseo compartido con él hacia la vieja estación de mi pueblo, planeaba sobre mi mente; un viejo tren, aparcado sobre una vía muerta, llamó de inmediato mi atención.
-¿Te gusta...? –me preguntó mi abuelo-. Ven, te lo voy a enseñar por dentro.
Como quien entra en el santuario de la magia, atravesé el umbral del vagón de cola, dispuesto a devorar toda la información que mi abuelo, un sabio viejo, a mi corto entender, me proporcionaría.
-Éste, querido nieto, es el Tren de la Vida- empezaba a disertar- Cuando nacemos, todos entramos en él. Observa ese vagón: en la puerta de entrada hay una máscara con expresión sonriente. Es el Vagón de la Felicidad. Lo ideal sería que todos los humanos permaneciéramos siempre en él. Mira aquel otro: la máscara tiene el rictus preocupado. Los problemas, la insatisfacción... todos los malos momentos que vivimos en nuestra vida tienen cabida en él. Como si de un muñeco saltarín se tratara, vamos dando tumbos de uno hacia el otro, constantemente.
-¡Mira, abuelo- le interrumpí- el tren está roto!.
-No, hijo- contestó mi abuelo- Es el Vagón de la Herida. La verdadera felicidad surge como fruto del equilibrio entre el tiempo que pasamos en cada uno de estos vagones. La estabilidad emocional se consigue cuando aceptamos el tránsito de un vagón hacia otro, de forma no traumática. Cuando buscamos desesperadamente instalarnos en el Vagón de la Felicidad, al no conseguirlo, el desequilibrio que se produce puede perturbarnos. En esta situación es cuando aparece ante nuestros ojos el Vagón de la Herida. A través de esa brecha que ves, se nos ofrece un mundo tan maravilloso como irreal. Unas funestas y engañosas sombras nos muestran un paisaje idílico, invitándonos a apearnos del Tren. Ten cuidado, hijo, porque si lo hicieras te resultaría muy difícil volver a retomarlo.
Una extraña conversación distrajo mis pensamientos, haciéndome volver a la realidad:
-¿Quieres chocolate, tío...? –le preguntó un enfermo a otro- ¡Yo, alucinaba!... ¿Cómo podía haber venta de droga en un lugar como aquel?... Más adelante descubriría que este no era un hecho aislado y que esta situación se prodigaba con determinada frecuencia.
Realmente, en aquellos días descubrí muchas cosas sobre aquellos enfermos y los familiares que les acompañaban. Percibía, por ejemplo, la angustia de aquellas madres, al ver cómo las vidas de sus jóvenes hijos pendían de un hilo, pudiendo ser arrebatadas por los criminales efectos de la droga o del sida.
Alguien llamó mi atención, saludándome afablemente. Era Soraya, una mujer de treinta y seis años, que compartía habitación con mi madre: llevaba tres meses ingresada y era la más popular de todos los enfermos. A pesar de su edad, su aspecto era aniñado y varonil. Ningún familiar la acompañaba. Llegó hasta allí al borde de la muerte, después de recibir una tremenda paliza y de ser violada.
Entablamos una animada conversación, interrumpida bruscamente por el silbato de un tren. Tras unos segundos de tenso silencio, Soraya me preguntó:
-¿Te gustan los trenes?... A mí me entretiene el verlos pasar...
Una exposición detallada de la fábula del Tren de la Vida de mi abuelo, fue mi extensa respuesta.
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