El Verano Feliz De La Sra Forbes
Enviado por scarlethma • 15 de Junio de 2013 • 4.656 Palabras (19 Páginas) • 617 Visitas
EL VERANO FELIZ DE LA SEÑORA FORBES
Por la tarde, de regreso a casa, encontramos una enorme serpiente de mar clavada por
el cuello en el marco de la puerta, y era negra y fosforescente y parecía un maleficio de
gitanos, con los ojos todavía vivos y los dientes de serrucho en las mandíbulas
despernancadas. Yo andaba entonces por los nueve años, y sentí un terror tan intenso
ante aquella aparición de delirio, que se me cerró la voz. Pero mi hermano, que era dos
años menor que yo, soltó los tanques de oxígeno, las máscaras y las aletas de nadar y
salió huyendo con un grito de espanto. La señora Forbes lo oyó desde la tortuosa
escalera de piedras que trepaba por los arrecifes desde el embarcadero hasta la casa, y
nos alcanzó, acezante y lívida, pero le bastó con ver al animal crucificado en la puerta
para comprender la causa de nuestro horror. Ella solía decir que cuando dos niños están
juntos ambos son culpables de lo que cada uno hace por separado, de modo que nos
reprendió a ambos por los gritos de mi hermano, y nos siguió recriminando nuestra falta
de dominio. Habló en alemán, y no en inglés, como lo establecía su contrato de
institutriz, tal vez porque también ella estaba asustada y se resistía a admitirlo. Pero tan
pronto como recobró el aliento volvió a su inglés pedregoso y a su obsesión pedagógica.
— Es una murena helena — nos dijo—, así llamada porque fue un animal sagrado para
los griegos antiguos.
Oreste, el muchacho nativo que nos enseñaba a nadar en aguas profundas, apareció de
pronto detrás de los arbustos de alcaparras. Llevaba la máscara de buzo en la frente, un
pantalón de baño minúsculo y un cinturón de cuero con seis cuchillos, de formas y
tamaños distintos, pues no concebía otra manera de cazar debajo del agua que peleando
cuerpo a cuerpo con los animales. Tenía unos veinte años, pasaba más tiempo en los
fondos marinos que en la tierra firme y él mismo parecía un animal de mar con el cuerpo
siempre embadurnado de grasa de motor. Cuando lo vio por primera vez, la señora
Forbes había dicho a mis padres que era imposible concebir un ser humano más
hermoso. Sin embargo, su belleza no lo ponía a salvo del rigor: también él tuvo que
soportar una reprimenda en italiano por haber colgado la murena en la puerta, sin otra
explicación posible que la de asustar a los niños. Luego, la señora Forbes ordenó que la
desclavara con el respeto debido a una criatura mítica y nos mandó a vestirnos para la
cena.
Lo hicimos de inmediato y tratando de no cometer un solo error, porque al cabo de dos
semanas bajo el régimen de la señora Forbes habíamos aprendido que nada era más
difícil que vivir. Mientras nos duchábamos en el baño en penumbra, me di cuenta ¿c que
mi hermano seguía pensando en la murena. «Tenía ojos de gente», me dijo. Yo estaba
de acuerdo, pero le hice creer lo contrario, y conseguí cambiar de tema hasta que
terminé de bañarme. Pero cuando salí de la ducha me pidió que me quedara para
acompañarlo.
— Todavía es de día — le dije.
Abrí las cortinas. Era pleno agosto, y a través de la ventana se veía la ardiente llanura
lunar hasta el otro lado de la isla, y el sol parado en el cielo.
— No es por eso — dijo mi hermano—. Es que tengo miedo de tener miedo.
Sin embargo, cuando llegamos a la mesa parecía tranquilo, y había hecho las cosas con
tanto esmero que mereció una felicitación especial de la señora Forbes, y dos puntos más
en su buena cuenta de la semana. A mí, en cambio, me descontó dos puntos de los cinco
que ya tenía ganados, porque a última hora me dejé arrastrar por la prisa y llegué al
comedor con la respiración alterada. Cada cincuenta puntos nos daban derecho a una
doble ración de postre, pero ninguno de los dos había logrado pasar de los quince
puntos. Era una lástima, de veras, porque nunca volvimos a encontrar unos budines más
deliciosos que los de la señora Forbes.
Antes de empezar la cena rezábamos de pie frente a los platos vacíos. La señora Forbes
no era católica, pero su contrato estipulaba que nos hiciera rezar seis veces al día, y
había aprendido nuestras oraciones para cumplirlo. Luego nos sentábamos los tres,
reprimiendo la respiración mientras ella comprobaba hasta el detalle más ínfimo de
nuestra conducta, y sólo cuando todo parecía perfecto hacía sonar la campanita.
Entonces entraba Fulvia Flamínea, la cocinera, con la eterna sopa de fideos de aquel
verano aborrecible.
Al principio, cuando estábamos solos con nuestros padres, la comida era una fiesta.
Fulvia Flamínea nos servía cacareando en torno a la mesa, con una vocación de desorden
que alegraba la vida, y al final se sentaba con nosotros y terminaba comiendo un poco de
los platos de todos. Pero desde que la señora Forbes se hizo cargo de nuestro destino
nos servía en un silencio tan oscuro, que podíamos oír el borboriteo de la sopa hirviendo
en la marmita. Cenábamos con la espina dorsal apoyada en el espaldar de la silla,
masticando diez veces con un carrillo y diez veces con el otro, sin apartar la vista de la
férrea y lánguida mujer otoñal, que recitaba de memoria una lección de urbanidad. Era
igual que la misa del domingo, pero sin el consuelo de la gente cantando.
El día en que encontramos la murena colgada en la puerta, la señora Forbes nos habló de
los deberes para con la patria. Fulvia Flamínea, casi flotando en el aire enrarecido por la
voz, nos sirvió después de la sopa un filete al carbón de una carne nevada con un olor
exquisito. A mí, que desde entonces prefería el pescado a cualquier otra cosa de comer
de la tierra o del cielo, aquel recuerdo de nuestra casa de Guacamayal me alivió el
corazón. Pero mi hermano rechazó el plato sin probarlo.
— No me gusta — dijo.—. La señora Forbes interrumpió la lección.
— No puedes saberlo — le dijo—, ni siquiera lo has probado.
Dirigió a la cocinera una mirada de alerta, pero ya era demasiado tarde.
— La murena es el pescado más fino del mundo, figlio mío — le dijo Fulvia Flamínea—.
Pruébalo y verás.
La señora Forbes no se alteró. Nos contó, con su método inclemente,
...