Ensayo De Sociolinguistica
Enviado por mile456 • 3 de Abril de 2013 • 2.652 Palabras (11 Páginas) • 464 Visitas
El Pinto
Chilindrina era una perrita poblana, gordita, muy lavada, muy blanca, con su listón azul al cuello, siempre dormitando en las faldas de doña Felicia, su ama, que era dueña de un estanquillo y había concentrado en ella todo su amor de vieja solterona. Cuidaba del buen nombre del animal como las madres cuidan de la inocencia de sus hijos, y casi murió de dolor cuando supo la terrible noticia: Chilindrina, la doncella sin mancha, había tenido amores con el capitán, escuintle horroroso de un zapatero vecino: frutos de esos amores fueron la Diana, el Turco y el Pinto, de quien voy a ocuparme.
Su ama. Un día se decidió a subir, los Ángulo lo colmaron de cariños, lo hicieron corretear por el corredor, enseñándole y escondiéndole un pañuelo que desgarraba a mordiscos, y los hacía exclamar con infinito placer: "iSabe jugar al toro". Ya eran amigos: ya el pobre Pinto seguía a la criada hasta el colegio, y con disimulo señalaba su huella en todas las esquinas para reconocer el camino. Aparecían los Angulitoy corría con esa vivacidad infantil propia de una gran emoción.
Todo lo sufría el buen amigo; que lo ensillaran, lo vistieran de muñeco, lo hicieran tirar de un carrito de palo lleno de ladrillos, lo forzaran a saltar por el mango de una escoba, o hacer de toro y hasta de verdugo, cuando alguna rata infeliz salía de un agujero por sus negras desdichas. Sin embargo, ¡qué de temores en aquellas visitas!, ¡qué odio debía tenerle aquella señora descolorida que lo veía con ojos tan malos y lo hacía despejar el corredor!.
Una ocasión los niños no ¡o llamaron como otras veces y él subió. La criada lo esperaba tras de la puerta y lo llamaba ¡cosa rara! con voz dulce. Acudió y entonces lo suspendió por el aire tomándolo por el pescuezo: lo llevó a un rincón del corredor, le restregó el hocico contra un ladrillo sucio y le pegó de escobazos.
En vano aulló, en vano decía con los ojos "¡yo no he sido!": la fuerte mocetona le pegó duro, y los niños lo veían con inmensa compasión tras de los vidrios.
¡Pobre Pinto!, su ama lo abandonó. Días enteros se pasó en las calles oliendo todos los rincones y en busca de ella. Aulló a la puerta de la antigua portería hasta que una vecina se compadeció de él: era una mujer de cascos ligeros que tenía amores con un albañil. Hacían tres viajes diarios hasta la Alameda para que comiera en una banca el señor aquel lleno de cal. Gravemente sentado, esperaba que le echaran, su piltrafa de carne: como perro bien educado, ni parpadeaba.
Después el amor de su nueva ama pasó a un soldado y supo lo que era la vida de cuartel. Comió el vil rancho, tuvo amistad con gentes malignas; pero sucedió lo que tenia que suceder: el regimiento salió y de nuevo lo abandonaron.
¿Qué comer?. Si se detenía en la puerta de una fonda, le aventaban unas tenazas; si iba a una carnicería, lo pateaban; si encontraba un hueso, se lo arrancaba otro can famélico más fuerte que él. En aquellos días se apiadó de él un viejo de barba blanca y sucia, pantalones rotos y zapatos llenos de agujeros: era un mendigo que se fingía el ciego.
Todo el día se pasaba a la puerta de las iglesias donde había función o jubileo. El amo apoyado en el grasiento bastón en forma de báculo, y él, amarrado del cuello con un mecate lleno de punzantes hilos. Comió las tortillas heladas y los mendrugos de pan frío de la miseria; sufrió los palos de más de un sacristán, y tenía también, en aquella época, un aire de mendicidad, la cabeza gacha, los ojos tristes, el rabo entre las piernas, y hecho un esqueleto. . .
Estaba predestinado para el martirio. Su amo, el falso ciego, robó una vez y lo condujeron a la inspección. ¡Terrible noche al aire libre! La pasó en la puerta de la comisaría y nunca olvidó la escena del día siguiente: el rostro demacrado del amo, que acompañado por muchos pillos, con un jarrito colgado a la espalda, entre dos hileras de gendarmes fue conducido hasta Belén. Quiso entrar, pero no tuvo ni una mirada de despedida de su amo y si un culatazo de un centinela.
¿Qué hacer?. Caminar al acaso. Anduvo calles y más calles, fatigado, sudoroso, sediento, y lo recibían en los barrios con ladridos de amenaza.
El hambre lo postraba; ni una fonda, ni una carnicería, ¡nada!. El aislamiento, el verano de calores quemantes, la repulsión en todas partes; buscaba la sombra en el hueco de un zaguán, y crueles porteros lo espantaban; seguía a alguien, y aquel alguien, al entrar a su casa, dando una patada en el suelo, le cerraba las puertas en los hocicos. ¡Pobre Pinto!. Dos veces intentó olvidar con el amor su desdicha, pero las dos fue desgraciado. Ya casi había conquistado a una desconocida, cuando un señor alto, moralista tal vez, lo espantó pegándole un bastonazo; lo iba a machucar un tren, y perdió a la dama. Su segunda tentativa fue tan desgraciada como la primera: un Terranova, abusando de la fuerza, le arrebató a la que tanto había soñado. ¡Pobre Pinto!.
Llegaron aquellas noches interminables de vagancia, aquel husmear continuo en todos los rincones, a la puerta de las accesorias, esperando que arrojaran al caño el agua sucia de la cena, para pescar un hueso y huir con él donde nadie se lo disputara; rebuscar en los montones de basura; seguir a los ebrios para...¡Qué fúnebres rondas hacía con otros compañeros de desgracia!. Se olfateaban los unos a los otros para saludarse, se mordían, ladraban, y un vecino les arrojaba agua desde un balcón; dormían hechos rosca en el umbral de una puerta.
Eran noches de pesadillas terribles. Pinto soñaba estar en una azotea con la cazuela de sobras repleta, subía la Diana, le hablaba de amores, junto al tinaco le decía: "eres mi vida", y ¡paf!. Un señor que entraba a deshoras a su casa, lo despertaba con un puntapié. Aquello no era vida, los carretones de basura no traían ni un solo hueso que roer, y cuando lo había, la fuerza bruta se lo arrancaba de los dientes. Evocaba aquel pasado siempre adverso: ¿para qué había nacido?, ¡sin creencias, sin paraíso, sin palabra siquiera para pedir un mendrugo!. Y cazaba moscas al vuelo o saciaba su sed en los charcos.
Una mañana lo llamó un señor y le arrojó un pedazo de carne ¡Al fin!. Sí, sí; había indudablemente un espíritu protector de los hambrientos; sintió una embriaguez de placer al aspirar el aroma tibio de aquella pulpa, y ¡era fresca! y la comió con glotonería. Un fuego devorador circulaba por sus venas, parecía que desgarraban sus entrañas, sus miembros se estremecían en dolorosas convulsiones; se tambaleaba
...