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Ensayo Sobre La Ceguera


Enviado por   •  10 de Junio de 2014  •  4.354 Palabras (18 Páginas)  •  132 Visitas

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Empieza a leer... Ensayo sobre la ceguera

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Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban,

dos aceleraron antes de que se encendiera la

señal roja. En el indicador del paso de peatones apareció

la silueta del hombre verde. La gente empezó a cruzar

la calle pisando las franjas blancas pintadas en la capa

negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la

cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores, impacientes,

con el pie en el pedal del embrague, mantenían

los coches en tensión, avanzando, retrocediendo,

como caballos nerviosos que vieran la fusta alzada en el

aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero

la luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó

aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene

que esta tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada

por los miles de semáforos existentes en la ciudad

y por los cambios sucesivos de los tres colores de

cada uno, es una de las causas de los atascos de circulación,

o embotellamientos, si queremos utilizar la expresión

común.

Al fin se encendió la señal verde y los coches

arrancaron bruscamente, pero enseguida se advirtió

que no todos habían arrancado. El primero de la fila de

en medio está parado, tendrá un problema mecánico,

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se le habrá soltado el cable del acelerador, o se le agarrotó

la palanca de la caja de velocidades, o una avería

en el sistema hidráulico, un bloqueo de frenos, un fallo

en el circuito eléctrico, a no ser que, simplemente, se

haya quedado sin gasolina, no sería la primera vez que

esto ocurre. El nuevo grupo de peatones que se está

formando en las aceras ve al conductor inmovilizado

braceando tras el parabrisas mientras los de los coches

de atrás tocan frenéticos el claxon. Algunos conductores

han saltado ya a la calzada, dispuestos a empujar al

automóvil averiado hacia donde no moleste. Golpean

impacientemente los cristales cerrados. El hombre que

está dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado,

hacia el otro, se ve que grita algo, por los movimientos

de la boca se nota que repite una palabra, una no, dos,

así es realmente, como sabremos cuando alguien, al fin,

logre abrir una puerta, Estoy ciego.

Nadie lo diría. A primera vista, los ojos del hombre

parecen sanos, el iris se presenta nítido, luminoso,

la esclerótica blanca, compacta como porcelana. Los

párpados muy abiertos, la piel de la cara crispada, las

cejas, repentinamente revueltas, todo eso, cualquiera

lo puede comprobar, son trastornos de la angustia.

En un movimiento rápido, lo que estaba a la vista desapareció

tras los puños cerrados del hombre, como si

aún quisiera retener en el interior del cerebro la última

imagen recogida, una luz roja, redonda, en un semáforo.

Estoy ciego, estoy ciego, repetía con desesperación

mientras le ayudaban a salir del coche, y las

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lágrimas, al brotar, tornaron más brillantes los ojos que

él decía que estaban muertos. Eso se pasa, ya verá, eso

se pasa enseguida, a veces son nervios, dijo una mujer. El

semáforo había cambiado de color, algunos transeúntes

curiosos se acercaban al grupo, y los conductores, allá

atrás, que no sabían lo que estaba ocurriendo, protestaban

contra lo que creían un accidente de tráfico vulgar,

un faro roto, un guardabarros abollado, nada que

justificara tanta confusión. Llamen a la policía, gritaban,

saquen eso de ahí. El ciego imploraba, Por favor,

que alguien me lleve a casa. La mujer que había hablado

de nervios opinó que deberían llamar a una ambulancia,

llevar a aquel pobre hombre al hospital, pero el

ciego dijo que no, que no quería tanto, sólo quería que

lo acompañaran hasta la puerta de la casa donde vivía,

Está ahí al lado, me harían un gran favor, Y el coche,

preguntó una voz. Otra voz respondió, La llave está

ahí, en su sitio, podemos aparcarlo en la acera. No es

necesario, intervino una tercera voz, yo conduciré el

coche y llevo a este señor a su casa. Se oyeron murmullos

de aprobación. El ciego notó que lo agarraban por

el brazo, Venga, venga conmigo, decía la misma voz.

Lo ayudaron a sentarse en el asiento de al lado del

conductor, le abrocharon el cinturón de seguridad.

No veo, no veo, murmuraba el hombre llorando, Dígame

dónde vive, pidió el otro. Por las ventanillas del

coche acechaban caras voraces, golosas de la novedad.

El ciego alzó las manos ante los ojos, las movió, Nada,

es como si estuviera en medio de una niebla espesa, es

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como si hubiera caído en un mar de leche, Pero la ceguera

no es así, dijo el otro, la ceguera dicen que es

negra, Pues yo lo veo todo blanco, A lo mejor tiene

razón la mujer, será cosa de nervios, los nervios son el

diablo, Yo sé muy bien lo que es esto, una desgracia,

sí, una desgracia, Dígame dónde vive, por favor, al mismo

tiempo se oyó que el motor se ponía en marcha.

Balbuceando, como si la falta de visión hubiera debilitado

su memoria, el ciego dio una dirección, luego

dijo, No sé cómo voy a agradecérselo, y el otro respondió,

Nada, hombre, no tiene importancia, hoy por ti,

mañana por mí, nadie sabe lo que le espera, Tiene razón,

quién me iba a decir a mí, cuando salí esta mañana

de casa, que iba a ocurrirme una desgracia como

ésta. Le sorprendió que continuaran parados, Por qué

no avanzamos, preguntó, El semáforo está en rojo, respondió

el otro, Ah, dijo el ciego, y empezó de nuevo a

llorar. A partir de ahora no sabrá cuándo el semáforo

se pone en rojo.

Tal como había dicho el ciego, su casa estaba

cerca. Pero las aceras estaban todas ocupadas por coches

aparcados, no encontraron sitio para estacionar el

suyo, y se vieron obligados a buscar un espacio en una

de las calles transversales. Allí, la acera era tan estrecha

que la puerta del asiento del lado del conductor quedaba

a poco más de un palmo de la pared, y el ciego,

para no pasar por la angustia de arrastrarse de un asiento

al otro, con la palanca del cambio de velocidades y

...

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