Eufenismos
Enviado por Juescobar • 18 de Junio de 2012 • 4.287 Palabras (18 Páginas) • 432 Visitas
Si me lo permiten, comenzaré con una cita:
«Por hipocresía llaman al negro moreno; trato a la
usura; a la putería, casa; al barbero, sastre de
barbas, y al mozo de mulas, gentilhombre del
camino». De este modo denunciaba Quevedo el
empleo de eufemismos en la literatura y las
costumbres de su tiempo. Pero el gran poeta no
descubría nada nuevo. El miedo del ser humano a
las palabras, es decir, a la realidad nombrada por
ellas, está en el origen de los rodeos, embozos y
disfraces de que siempre se ha valido para
hermosearla o maquillarla. La negación de la
muerte, por ejemplo, ha enriquecido la lengua con
decenas de voces y perífrasis edulcorantes: por no
morir nos vamos al otro barrio e incluso al otro
mundo, al cielo o a la gloria, hacemos el último
viaje para pasar a mejor vida; o bien dormimos el
sueño de los justos o el sueño eterno, o aspiramos a
descansar en paz: es decir, tratamos de dormir y
viajar para sostener la ilusión de no morir.
La función social del eufemismo
El eufemismo cumple, pues, la función social de
designar un objeto insoportable o enojoso y los
efectos desagradables o molestos de este objeto sin
nombrarlos expresamente. Con eufemismos
dignificamos profesiones y oficios: el jefe de
camareros es el maître; el cocinero, el chef; el
azafato, el auxiliar de vuelo; el perito, el ingeniero
técnico, y el médico, el doctor. Recurrimos a voces
o perífrasis eufemísticas para soslayar los nombres
de actos que nos dejan en mal lugar: nos resulta
menos llevadero sudar que transpirar y escupir que
expectorar, y preferimos tener la regla que
menstruar. El eufemismo nos permite también
atenuar situaciones penosas, como la vejez, que ya
se quedó en tercera edad, y muchas enfermedades y
defectos a los que aludimos —y eludimos— con
nombres imposibles y siglas mareantes. Con
sustitutos encubridores tratamos asimismo de evitar
agravios étnicos o sexuales, como los que
supuestamente se cometen si llamamos al negro
negro y no subsahariano, y homosexual, y no gay, al
invertido. Nótese —dicho sea entre paréntesis—
que muchos de estos ejercicios de desguace son
préstamos de lenguas que, casi siempre sin razón, se
consideran más cultas, precisas, refinadas y
elegantes.
La ocultación de la realidad
Sin recursos eufemísticos, esto es, sin
metáforas, no habría poesía ni poetas, de modo
que no vamos a cargar las tintas donde no
debemos, que una cosa es la lengua y otra sus
apéndices ideológicos. Pero el eufemismo es una
muestra de enajenación con frecuencia perniciosa
porque, como dice Fernando Lázaro Carreter,
«delata siempre temor a la realidad, deseo
vergonzante de ocultarla y afán de aniquilarla».
Veamos algunos ejemplos. Bajo el antifaz de la
llamada defensa nacional se oculta la industria
armamentística, que produce lo que el Pentágono
califica de bombas inteligentes, balas limpias y
otros artilugios fulgurantes útiles para emprender
ataques preventivos, incursiones aéreas, limpiezas
étnicas y otras formas de injerencia humanitaria,
daños colaterales incluidos. En el ámbito
económico, las desigualdades sociales toman el
disfraz de simples desequilibrios propios del
comportamiento de la economía, que a veces,
sobre todo en tiempos de crecimiento cero y
crecimiento negativo, obliga a ajustes o
remodelaciones de precios, cuando no a
flexibilizaciones de plantillas, descontrataciones,
desreclutamientos, desregulaciones,
incentivaciones de ocupaciones alternativas y aun
a reducciones de redundancias. Estos y otros
aderezos mendaces no tienen nada de inocentes,
como es sabido, y tampoco cabe atribuirlos a la
invención de los hablantes. Al contrario, se idean
en despachos descollantes y se expanden como
infundios gracias, en gran parte, a medios de
comunicación diligentes y a periodistas y otros
profesionales de prestigio extraviados y propicios.
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La utilización del lenguaje
para enmascarar la realidad
(¿Hay que cambiar las palabras para cambiar las cosas?)
Joan Busquet
La hipótesis de Sapir-Whorf
Pero no quiero extenderme en estas artimañas
lingüísticas, ya conocidas, sino detenerme en voces
y expresiones eufemísticas de las que hacen
bandera organizaciones que han sucumbido a los
encantos de la llamada corrección política.
Lo políticamente correcto se relaciona con dos
movimientos filosóficos: la Escuela de Fráncfort y
la Asociación Americana de Antropología, cuya
figura es el alemán Franz Boas. Uno de los
discípulos de este, Edward Sapir, y el antropólogo
Benjamin Lee Whorf formularon la hipótesis de
Sapir-Whorf según la cual toda lengua conlleva una
visión específica de la realidad y, por tanto,
determina las ideas. Esta corriente del pensamiento
moderno, nacida en los Estados Unidos y asumida
por grupos defensores de los derechos de las
minorías, sobre todo negros, mujeres,
homosexuales e inmigrantes, considera que el
lenguaje es en sí mismo un instrumento de
transformación y reequilibrio sociales y no solo un
reflejo de la sociedad que lo usa. El lema de estos
grupos, cuya expansión por el área de influencia
estadounidense es creciente, podría ser: cambiemos
las palabras y cambiará la realidad. Un ejercicio de
voluntarismo sin límites que recuerda la conocida
treta del entrenador escocés de fútbol John Lambie,
quien, al comunicarle el masajista de su equipo que
uno sus delanteros que había chocado con un rival
sufría una conmoción y no recordaba quién era, le
respondió: «Perfecto, dile que es Pelé y que vuelva
al campo».
La lengua y el habla
Este voluntarismo —y en general los supuestos
de la corrección política en el lenguaje— choca con
dos principios de la lingüística. El primero de ellos
es el principio de la arbitrariedad, que consagra la
separación de la lengua y la realidad referida por
ella. Una lengua, cualquier lengua, funciona al
margen de
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